Y a pesar de todo, el cine se seguía moviendo

Sobre la dudosa vigencia del canon cinematográfico 

* Este artículo forma parte del dosier especial «¿Un canon cinematográfico para hoy?»

Hoy más que nunca, las imágenes no tienen casa. Convertidas en pura transición de sí mismas, se desplazan por eso que llaman “iconosfera” sin orden ni concierto. Tan pronto están en una pantalla de cine como en la del teléfono móvil o la tablet, mañana en un festival y la semana que viene en otro. Esto último se hace cada vez más significativo. Ha sucedido siempre, desde que existen esas concentraciones de films, o por lo menos desde que se han gigantizado, por decirlo con dudoso neologismo. Pero ahora pasa además que son las propias películas las que transitan por cinco o seis de esos certámenes de manera consecutiva, como si los films, al igual que las bandas de música, también hicieran giras o tours. En los meses otoñales de 2023, sin ir más lejos, bastó con seguir la trayectoria de los últimos trabajos de Aki Kaurismäki o Jonathan Glazer, Justine Triet o Todd Haynes, para comprobar que estaban en todas partes y a la vez en ninguna.

«Fallen Leaves» (2023), de Aki Kaurismäki

Pues ¿se puede decir que sea la misma película la que atraviesa Venecia o San Sebastián, Sitges o Valladolid, Toronto o Gijón? Si algo caracteriza a las imágenes cinematográficas es su mutabilidad, su capacidad camaleónica. Y en eso siempre serán más libres que las de YouTube, pongamos por caso. Por supuesto que estas últimas pueden migrar de pantalla con facilidad, del ordenador a un centro de arte, etc. Pero siempre serán lo que son, por mucho que varíe el contexto, pues su juventud las precede y gozan de potestad para imponer su estatus allá donde aterricen. Todo lo que surge de internet gobierna el mundo. En cambio, el cine ha perdido por completo la centralidad que una vez tuvo, ahora se mueve mayoritariamente en los márgenes, por mucho que a veces se propague la ilusión de que sucede lo contrario. Pasar a un segundo término tiene sus ventajas, y es ahí donde Fallen Leaves (2023), el film más reciente de Kaurismäki, por poner un ejemplo, se convierte en algo hasta tal punto provisional que ya no significa lo mismo en San Sebastián, en Valladolid o inaugurando L’Alternativa en Barcelona: en este último caso adquiere un carácter de emblema o icono —como parte de un cierto cine de referencia para los demás cineastas participantes, en general más jóvenes— que en los demás queda inevitablemente diluido. 

Digamos entonces que Fallen Leaves no posee el mismo valor de cambio en un lugar que en otro, que no ocupa el mismo espacio en el canon. Digamos que las películas son nómadas por naturaleza y siempre lo han sido. De repente, algún film de Alfred Hitchcock aparece en una plataforma y, para el joven cinéfilo que lo ve por primera vez, todo cambia, todo se altera. De algún modo, la “pérdida del aura” que teorizó Walter Benjamin aporta una ligereza que permite una mayor movilidad y pone en duda cualquier tipo de jerarquía. El cine, ahora mismo, ha cumplido el sueño de Aby Warburg: si pudiéramos ir por ahí con salas de cine portátiles en las que ver todo el cine del mundo y de la historia, en las que poner una película junto a otra y observar ambas con detenimiento, ¿acaso no sería ese acto de montaje, involuntario y cambiante, el que adquiriría más importancia que las películas mismas? Ya Marie-Claire Ropars descubrió que a Gilles Deleuze no le importaban tanto los films en sí mismos como el cine entendido a la manera de un gran territorio en el que las imágenes de unos y otros entran inevitablemente en contacto y se cruzan sin cesar, creando así una superficie multiforme que todos pueden habitar. Entonces, ¿por qué debería haber un canon de algo que no existe, que no tiene entidad por sí mismo?

«Falso culpable» («The Wrong Man», 1956), de Alfred Hitchcock

De nuevo en los festivales, se está poniendo de moda recuperar “clásicos” convenientemente restaurados y presentados al público con el marchamo de alguna institución más o menos respetable, trátese de una filmoteca o un centro de cinematografía. No hace mucho tuve la ocasión de enfrentarme a una de esas experiencias. Una versión impoluta y completa de L’amour fou (1969), de Jacques Rivette, con sus más de cuatro horas de duración, se vio obligada a irrumpir en mi cabeza y a mezclar sus imágenes con los demás films que había visto en el festival, pues estábamos ya en la última jornada del evento. ¿Será lo mismo cuando la vuelva a ver sin ese tipo de interferencias, en un día cualquiera, puede que dentro de muchos meses? En la Seminci, donde se produjo ese cataclismo, el film de Rivette se convirtió para mí, retrospectivamente, en el primer eslabón de una cadena que por el momento terminaba con otras dos películas vistas en el festival, ambas también francesas, ambas basadas en la misma novela (corta) de Henry James. Por un lado, La Bête dans la jungle (2023), de Patrick Chiha, y por otro La Bête (2023), de Bertrand Bonello. Las tres formaron un triángulo indisoluble, y no únicamente porque todas ellas procedieran del mismo país, ni porque Chiha y Bonello puedan considerarse cineastas en la misma línea hereditaria que viene de Rivette, cosa que por lo demás se podría discutir. 

Me intrigó sobre todo algo más bien volátil e indemostrable: el modo en que Rivette estaba inaugurando entonces un tipo de cine cuyo tema era el choque entre materiales en apariencia muy distintos, en todos los sentidos. En L’amour fou, no solo se trata de que exista una trama sobre una pareja en crisis y otra sobre una compañía de teatro igualmente atrapada en un trance complicado —pues por lo menos hay un nexo “argumental” entre ellas: la pareja la forman el director obsesivo y la actriz disidente—, sino, sobre todo, de que hay también dos estilos, o dos modelos de puesta en escena, que quizá delatan otro tipo de crisis, aquella en la que empezaba a sumirse el concepto mismo de “puesta en escena” que había inventado para el cine, entre otros, el propio Rivette. Ahí ya no existe reconciliación posible, de modo que un estilo mata a otro y viceversa, ambos se destruyen mutuamente de la misma manera en que también la estructura del film se difumina y desvanece por voluntad propia.

«L’Amour fou» (1969), de Jacques Rivette

Y —oh, sorpresa— resultaba que algo de eso también ocurría en las dos “adaptaciones” de La bestia en la jungla que había visto días antes. En la de Chiha, el cambio de época de la trama, de principios a finales del siglo XX, provoca un cortocircuito que se refleja en las imágenes mismas, por completo esquizofrénicas, a la vez clásicas y modernas, que podrían surgir tanto de un film de época como de un melodrama amoroso actualizado y convertido en pura abstracción. En la de Bonello, los materiales se dispersan con inquietante explicitud y acaba tratándose no de una sola aproximación al texto de James, sino de tres que luchan entre sí tan violentamente como en L’amour fou. Así, La Bête podría ser la culminación del interrogante que Rivette se planteó a sí mismo: ¿está destinado el cine a armonizar los materiales que lo componen (clasicismo) o a hacer que se enfrenten entre sí (modernidad)? ¿Estamos aún en esas, según el film de Bonello? ¿O se trata de que, llegados a este punto, los referentes ya son otros, como ocurre en La Bête, donde lo que lucha entre sí se materializa en diferentes fantasmas de ciertos estilos o modelos de puesta en escena, de James Ivory a David Lynch pasando por la ciencia ficción de serie B (posmodernidad)? 

En La bestia en la jungla, precisamente, Henry James se preguntaba hasta dónde podía llegar la novela del siglo XIX una vez entrado el XX: otro cataclismo cuyas magnitudes entonces aún no estaban claras. Al parecer, el Festival de Cannes rechazó la película de Bonello, con lo que le impidió formar parte de un cierto canon en el que sí está el último film de Kaurismäki. Sin embargo, con los años, puede que La Bête resulte ser mucho más representativa de estos tiempos que Fallen Leaves, y entonces su valor en el canon aumentará. De nuevo, la condición nómada de las imágenes nos habrá jugado una mala pasada. ¿Conlleva todo eso un relativismo absoluto? ¿Significa que no hay ninguna película mejor que otra, que todo depende del contexto y el momento?

«La Bête» (2023), de Bertrand Bonello

Cada vez me interesan menos las valoraciones, los cuadros críticos, las estrellitas, lo mejor y lo peor… Y, por lo tanto, tampoco los cánones, sea el de Sight & Sound o el de cualquier usuario de una red social. El mío propio cambia con rapidez inaudita, algo que no solo depende del contexto en el que vuelva a ver una película: la subjetividad y su condición igualmente cambiante también tiene mucho que ver en ello. Sin embargo, de la misma manera en que cada vez resulta más evidente que el cine no se puede someter a reglas científicas o parámetros objetivos (cualquier crítica es un ejercicio de escritura que solo debería proponerse un acercamiento en paralelo a la película en cuestión, no su valoración en términos absolutos), también se hace claro que existe una moral de las imágenes, que hay un cine “decente” y otro que no lo es, uno que realmente quiere dialogar conmigo y otro que solo pretende imponerme sus reglas. 

Después de ver L’amour fou en Valladolid, si alguien me pidiera ahora mismo que elaborara mi canon fílmico, o que explicitara la idea del cine que lo sustenta, lo que me pondría a pensar no es si el film de Rivette, o los de Chiha y Bonello, deberían entrar o no a formar parte del nuevo listado resultante. Lo importante para mí sería, en ese momento, preguntarme por el modo en que hayan podido cambiar mi percepción acerca de las imágenes que me acompañan habitualmente y cómo me atraviesan, cómo circulan en mí y en mi relación con el mundo, y cómo eso delimita una mirada y un pensamiento que a la vez me pertenecen y no son míos, sino que habitan una frontera y un límite que se erigen así en el único canon posible, el territorio de la exploración y el cambio perpetuos.

«La bestia en la jungla» («La Bête dans la jungle», 2023), de Patrick Chiha

Porque hay un cierto imperialismo del gusto y la opinión contra el que me rebelo precisamente porque aparenta ser lo que no es: obsesionado por colonizar la evolución de las imágenes, abandona toda responsabilidad a la hora de problematizar sus dictados, de aceptar su complejidad y sus rugosidades. Por desgracia, la idea de “canon” cada vez está más cerca de ese fascismo que no solo es audiovisual, sino a veces también crítico y analítico. Y por lo tanto político. ¿Habrá otra manera de decir que la historia del cine no debe ser únicamente un listado acrítico, o incluso que en realidad quizá consista solo (volvemos a Deleuze) en un relato infinito regido por jalones significativos, que puede que también se desplacen e interfieran de modos distintos entre sí según las épocas? 

Me interesan esos itinerarios morales, esos trayectos que se responsabilizan de sí mismos y de sus movimientos sin ni siquiera creerse los únicos posibles: una forma de respetar al cine sería también dejar el paso libre a cualquier interferencia capaz de desmontar nuestras creencias, o de desestabilizarlas. Ese es el verdadero canon, no tanto una lista, ni una serie de normas excluyentes, como una relación de posibles seísmos, de cambios infinitos que puede que aún no hayan tenido lugar. La posibilidad de su irrupción es ahora mismo la única regla posible.

 

© Carlos Losilla, junio de 2024