Revisitando «Movie Mutations»

Contra la nostalgia

 

Los compañeros de Transit: cine y otros desvíos me encomiendan una misión de alto voltaje: exponer mis impresiones acerca del fenómeno Movie Mutations, comentar la influencia que tuvo sobre mi cinefilia y analizar la vigencia de su discurso en el panorama actual, cuando se acaba de publicar el libro Mutaciones del cine contemporáneo, editado por Errata naturae. Se trata de un cometido espinoso como pocos, una tarea que a priori parece abocada a la “batallitis” de mesa de bar. Sin embargo, una vez aceptado el encargo, no queda otra que rastrear en el baúl de la memoria e intentar articular unas pocas reflexiones a propósito de mi relación personal con una de las corrientes de pensamiento crítico más estimulantes y proféticas aparecidas desde finales del siglo pasado.

Empezaré por el principio y en primera persona, como manda el supuesto e inexistente manifiesto “mutante”. La primera copia de Movie Mutations que tuve en mis manos me llegó a través de un amigo. No fue por e-mail, tampoco por correo postal. El compañero Fermín Martínez, por entonces coeditor de la revista electrónica Tren de Sombras (TdS), me hizo entrega de tamaño tesoro en un encuentro festivalero. Se trataba de una versión fotocopiada de Movie Mutations. Cartas de cine, un cuaderno editado en 2002 por el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI). En dicha publicación se reunían las cartas que formaron el corazón inicial del proyecto Movie Mutations, que vieron la luz por vez primera en 1997 en la revista francesa Traffic, más una nueva ronda de cartas en la que a los “mutantes” originales (los norteamericanos Jonathan Rosenbaum y Kent Jones, el australiano Adrian Martin, la francesa Nicole Brenez, el austríaco Alex Horwath y el francés Raymond Bellour) se les sumaban nuevos integrantes: el argentino Quintín, el canadiense Mark Peranson y la australiana Fiona A. Vilella.

Un último detalle anecdótico (o no tanto) antes de entrar en materia. En la primera página del cuaderno que me entregó Fermín constaba la siguiente dedicatoria escrita a mano: “Al camarada Fermín. ¡Adelante con el buen trabajo por una cinefilia mundial! Adrian Martin, Mayo de 2004”. Por entonces, Martin nos había solicitado publicar en la web australiana Rouge un texto aparecido en TdS: la transcripción de una conferencia dictada por Jose Luis Guerin que llevaba por título Work in Progress. Más tarde, Adrian colaboraría con un texto sobre Tsai Ming-liang en TdS. Una suerte de intercambio, de diálogo o comunicación, que además de abrumarnos (es como si, siendo juveniles, nos hubiese tocado jugar junto a Messi) nos permitió abrazar con convicción los valores de una “cinefilia global”.

En cuanto al mítico cuaderno fotocopiado, las “cartas de cine”, me resulta casi imposible recordar en qué orden se sucedieron los diversos impactos que experimenté durante su lectura. La forma del texto (el intercambio epistolar), su tono festivo, el eclecticismo de su discurso, la identificación de un nuevo canon cercano a mi sensibilidad… todo parecía apuntar hacia una promesa de libertad que se me antojaba el receptáculo perfecto para mi ánimo eufórico y mi disposición temeraria. En todo caso, vayamos por partes.

En primer lugar, la propuesta por parte de los “mutantes” del uso enérgico de la primera persona y la introducción de elementos autobiográficos en el análisis me zarandeó por completo. Celebré la posibilidad de la construcción de una voz subjetiva capaz de desligarse de la tibieza de la mirada objetiva o de perfil académico que, a mi parecer, predominaba en la crítica española. Así que me aboné a la primera persona, cuestión que me llevó a escribir textos proclives a la autoindulgencia y el narcisismo. Puede que tuvieran pasión, sí, pero en muchos casos el escudo autobiográfico servía sobre todo para disimular mi falta de bagaje. Hoy sigo abogando por el uso de la primera persona en la escritura crítica, pero ha pasado de parecerme la estrategia más sencilla y directa a resultarme la más compleja y exigente. En resumen, son pocas las veces en las que siento que la primera persona añade una nueva dimensión y significado al texto.

En segundo lugar, la pasión: la fe en el cine y la cinefilia. Las “cartas de cine” respondían con exultante vitalismo a la muy enquistada sensación de que el cine había firmado su acta de defunción. Como respuesta a La decadencia del cine que pregonaba Susan Sontag, ese pensamiento enrocado en la nostalgia y en el réquiem moribundo, Nicole Brenez respondía con una clasificación lunática, en la que El desprecio (Le Mépris, Jean-Luc Godard, 1963) era, para ella, la película que no podía volver a ver porque le gustaba demasiado; Cockfighter (Monte Hellman, 1974) era el filme que esperaba comprender algún día; y Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, John Badham, 1977) la película aperitiva que le había revelado súbitamente un mundo nuevo. Una (des)ordenación fascinante, honesta y, sobre todo, audaz en su integración de la duda como parte del abecedario crítico: los límites del pensamiento como parte del discurso. Curiosamente, a lo largo de los años, la carta de Brenez se ha convertido para mí en lo que ella definía como “la película (léase ‘el texto’) que revolotea en nuestra cabeza como una canción popular y cuyas imágenes (léase ‘palabras’) familiares vuelven una y otra vez de la misma manera que tarareamos un estribillo”.

En tercer lugar: las ideas, las teorías, los autores. Entrecruzando de forma endiablada las referencias a Jean Rouch o Manoel de Oliveira con las reflexiones sobre la estética del videoclip o la relevancia del “cine pop” (de Joe Dante a las teen movies), los “mutantes” renunciaban a la distinción entre alta y baja cultura, sin olvidar dar cuenta de los padres teóricos del pensamiento fílmico: Barthes, Bazin o Deleuze. Se trataba de un ataque al esnobismo y la defensa de un pensamiento original y libre. Además, el tiempo parece haber jugado a favor de muchas de las cuestiones apuntadas en las cartas (algunas simplemente enunciadas), que se han revelado como poderosas líneas de fuerza del cine más avanzado. La reivindicación de John Cassavetes como el cineasta total, por parte de Kent Jones, esconde más de una clave sobre el concepto de la fisicidad cinematográfica; y cuando Alex Horwath identifica una nueva forma de relación entre el espectador y las películas gracias a los ejercicios de “posesión” de la cultura del vídeo, en el horizonte ya se dibuja el nuevo salto conceptual que acompañará a la llegada del cinéfilo internauta, para el que el ritual clave es el “acceso”.

Además, no podemos olvidar la idea de la conformación de un nuevo canon, que es de hecho el motivo original del proyecto: el descubrimiento por parte de Jonathan Rosenbaum de la existencia de una generación de críticos, nacidos alrededor de 1960, que comparten una serie de intereses, referentes y preferencias. En las cartas subyace el deseo de conformar un nuevo olimpo de la cinefilia, más allá del clasicismo de Hollywood y de la modernidad de los sesenta. En ese panteón, los nuevos dioses son gente como Monte Hellman, Jean Eustache, Abel Ferrara, Brian de Palma, Maurice Pialat o Philippe Garrel. Cineastas que, por lo general, habían sido reconocidos como figuras marginales, pero que son reivindicados por los “mutantes” como los abanderados de esa brecha capital que apunta al cuerpo como la materia primigenia de la verdad cinematográfica.

Luego, entre los nombres mencionados de forma regular en las cartas, se encontraban también Wong Kar-wai, Olivier Assayas, Hou Hsiao-hsien o Edward Yang, figuras que, más allá de su relevancia en el panorama internacional, guardaban para mí un significado particular debido a su alarmante invisibilidad en el panorama español. Aquella fue la época del descubrimiento de una cierta “crítica global” (en revistas como Cinema Scope y webs como Senses of Cinema), de la lectura del libro Movie Wars: How Hollywood and the Media Limit What Movies We Can See de Rosenbaum, de los viajes a festivales… En resumen, del despertar a una concepción más amplia, heterogénea y diversa del Planeta Cine. Y de ahí al compromiso con la reivindicación del “cine invisible”, aquel que no conseguía hacerse un hueco en las pantallas españolas. Una tarea que, en gran medida, funcionó como el motor de proyectos como Miradas de Cine, Letras de Cine o la citada Tren de Sombras.

Y del pasado al presente. Una elipsis de cinco años en la que han pasado no pocas cosas. 1) Los sistemas de intercambio de archivos y la idea de Internet como filmoteca global son una realidad más viva (y perseguida) que nunca. 2) Aunque algunos proyectos de crítica on-line han perecido -en parte, debido a la “profesionalización” de sus colaboradores-, la red bulle gracias a nuevas e interesantes iniciativas: Transit, Lumière, Otros Cines… 3) La llegada de Cahiers du Cinéma-España ha dinamizado el panorama de las revistas de crítica “en papel”. 4) Por lo general, los medios masivos han ido reduciendo el espacio dedicado a la crítica de cine, cuestión que se ha acentuado con la crisis económica.

Un conjunto de factores que, en lo que atañe al ejercicio de una crítica libre, rigurosa y transgresora, como la que se proponía desde Movie Mutations, da como resultado una conclusión elemental y difusa: el futuro (por no decir el presente) pasa por Internet. La pregunta podría ser: ¿hasta qué punto es posible elaborar un discurso personal, transversal, abierto a la digresión y al entrecruce de referentes en los microespacios que se reservan para la crítica en la mayoría de medios masivos? No cabe duda de que, además, la reducción de espacios conduce a la magnificación del juicio y a la poda del análisis: el resultado final de este proceso sería una crítica modelo Facebook o Twitter. En este contexto, se hace lo que se puede, y con alegría, pero con una fuerte consciencia de los propios límites. Por su parte, Internet sigue ofreciendo espacio, oxígeno; aun cuando en el ámbito web parece haber una cierta tendencia hacia la síntesis y la limitación de espacios: como si estas restricciones favorecieran una imagen de profesionalismo (una cuestión comprensible, pero cuestionable). En todo caso, cada vez más, Internet parece el lugar en el que profundizar sobre los conceptos apuntados, esbozados, por los medios de papel. También un lugar para el diálogo y el intercambio de ideas.

Por último, desde una perspectiva estrictamente personal, me gustaría plantear una reflexión colateral al fenómeno Movie Mutations: en lo referente al nuevo marco de relación entre espectadores y películas, tengo la impresión de que se ha caído en un cierto agotamiento en el uso de algunas fórmulas para su estudio. Me refiero a la apelación a conceptos como “la/el imagen/audiovisual contemporánea/o”, u otros que yo mismo he empleado en este texto: el “Planeta Cine”, “la nueva cinefilia”, “la imagen digital” o “los nuevos canales de distribución”. No puedo renegar de su relevancia. Yo mismo los he integrado con naturalidad en textos en los que he aspirado a construir una visión de conjunto del panorama actual. Sin embargo, tengo la sospecha de que, en el momento presente, en el que predomina una absoluta y deliciosa incertidumbre, hay más que escarbar en el estudio concreto y minucioso, casi microscópico, de los diferentes recodos del cine mundial (del comercial al experimental, de los grandes autores de prestigio internacional a los fenómenos ultralocales) que en las grandes empresas teóricas, que apuntan hacia la abstracción.

Finalmente, cerrando el círculo, la publicación del libro Mutaciones del cine contemporáneo, traducción del volumen Movie Mutations: The Changing Face of World Cinephilia, editado por el British Film Institute en 2003, puede acercar al lector español no solo a las cartas que formaron el núcleo inicial del proyecto, sino también a un suculento conjunto de artículos en los que se explora en profundidad la obra de algunos de los cineastas reivindicados en las mismas. Ante todo, Movie Mutations sigue ofreciéndonos argumentos para el optimismo: la posibilidad de reconciliarnos con la idea del cine como arte en transformación y la oportunidad de renovar nuestra confianza y compromiso con una cinefilia nada nostálgica.