Retour à Kotelnitch

Plegarias atendidas

 

I. Todos los festivales ofrecen al cinéfilo un buen catálogo de películas entre las que casi siempre encontramos, aunque solo sea por vicio, alguna obra maestra escondida a la que nos gusta llamar “la película del festival”. Lo que es más extraño y sucede solo en raras ocasiones es que “la película del festival” sea además una obra que conecte íntimamente con nosotros, que se instale violentamente en nuestro interior sin que podamos hacer nada para impedirlo. En la sexta edición del festival Punto de Vista Retour à Kotelnitch (Emmanuel Carrère, 2003) fue, para mí, ese filme. Tal vez porque es una película nacida de la creencia en la inevitabilidad, en la imposibilidad de contar otra historia. O porque al hacerlo Carrère levanta acta de un fracaso. Tal vez porque el espectador queda expuesto a la misma encrucijada que el director sintiendo la proximidad de esa tragedia con la que la realidad responde a nuestros deseos… Quizás por todo ello.

Retour à Kotelnitch comienza en el vagón restaurante de un tren que realiza el trayecto Moscú-Kotelnitch. Carrère y su intérprete conversan en francés y beben vodka. Phillippe, el cámara, registra la charla. En un ambiente etílico -que será una constante durante todo el filme- aguzado por el traqueteo del tren, los dos hombres recuerdan la noche en que conocieron a Ania en el Troika, hablan de su marido Sacha, aluden a la terrible muerte de la chica y de su bebé. Les cuesta pronunciar las palabras y sus rostros dejan constancia del dolor que nubla su reencuentro. En un momento de la conversación el intérprete, que también se llama Sacha, increpa a Carrère: “Tú eres escritor, tú conoces las palabras… Asesinada, liquidada… Tú que eres un escritor psicológico, ¿qué palabra utilizarías?”. Carrère se encoje de hombros, no sabe qué contestar, quizás siente estas palabras como un reproche.

Pero no como un reproche de Sacha que está muy borracho y simplemente intenta dejar constancia de la imposibilidad de nombrar la tragedia (en la escena siguiente, cuando se dirigen a casa de la madre de Ania y ensayan su llegada, surge de nuevo el mismo problema: ¿Qué hacer?, “¿Cómo decir las primeras palabras?”). No, no es Sacha, es otra voz; es una advertencia que viene de más lejos, un reproche que retumba más adentro: “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”(1). De eso habla Retour à Kotelnitch. No lo sabemos todavía en esta primera escena pero de eso se trata justamente: de cómo lidiar con las plegarias atendidas.


II. La primera vez que Emmanuel Carrère viajó a Kotelnitch, una pequeña localidad rusa situada a 800 kilómetros al este de Moscú, fue para filmar un reportaje sobre un soldado húngaro capturado por el Ejército Rojo en 1944. Después de pasar por varios campos de prisioneros fue trasladado al hospital psiquiátrico de esa ciudad. Nunca aprendió ruso y solo hablaba su lengua pese a que nadie le entendía. Olvidado y dado por muerto, sería encontrado, por casualidad, 56 años después y repatriado a Hungría. Durante la filmación de este reportaje titulado Le soldat perdu (2003) el equipo tuvo que tratar con Sacha Kamorkin, jefe local de la FSB (la policía secreta de Rusia que sucedió a la KGB tras la desintegración de la URSS). Entonces conocieron también a su novia Ania, por la que Sacha acababa de dejar a su esposa.

La pareja atrajo a Carrère desde el principio por su aire novelesco: Sacha se mostraba especialmente paranoico ante la presencia de la cámara y se negó durante todo el tiempo a ser filmado; Ania, que hablaba francés y estaba encantada de poder practicarlo con alguien, parecía una chica dulce pero intrigante y un poco fantasiosa. Dieciocho meses después de su primer viaje a Kotelnitch, pensando en esta pareja y en otras personas que había conocido durante su primer viaje, Carrère decidió volver a la ciudad con la intención de filmar un documental sobre la vida allí. Reencontraron a Sacha y a Ania, que se habían casado y habían tenido un hijo al que llamaron Lev. Sin una idea muy clara de lo que iban a hacer ni una línea definida por la que avanzar, Carrère y su equipo permanecieron en Kotelnitch durante el mes de junio del 2002 filmando lo que se les antojaba y esperando un milagro.

En otoño del mismo año Carrère se encontraba montando la película en Francia cuando recibió una llamada de su cámara Phillippe. Ania y el niño habían sido asesinados hacía una semana por un loco que fue arrestado inmediatamente. Sacha, el esposo, había llamado al otro Sacha, el intérprete, pidiéndole las fotos y las cintas donde aparecían Ania y el niño para que la familia pudiese conservarlas. Carrère y su equipo emprendieron entonces el tercer viaje a Kotelnitch para entregar a la familia todo ese material y estar allí en el cuadragésimo día del duelo.


III. En el año 2000 Emmanuel Carrère publicaba El adversario (L’adversaire), una novela basada en el caso real de Jean-Claude Romand quien, durante veinte años, mintió a sus allegados ocultando su verdadera identidad hasta que, en 1993, asesinó a toda su familia e intentó suicidarse. La historia de Romand sería llevada posteriormente al cine en tres versiones distintas dirigidas por Laurent Cantet (L’emploi du temps, 2001), Nicole García (L’adversaire, 2002) y Eduard Cortés (La vida de nadie, 2002). Carrère tardó siete años en escribir El adversario y cuando la terminó se dijo que iba a alejarse de ese mundo de oscuridad y locura. Pero le propusieron realizar el reportaje sobre el soldado húngaro recluido en Kotelnitch y él aceptó.

Entre los motivos que esgrime Carrère cuando le preguntan por su interés en esa ciudad pérdida y en la historia del soldado húngaro hay algunos que son reales (la necesidad de recuperar el ruso, la lengua de la madre y la lengua que Carrère habló de niño y después abandonó por completo) y otros que el escritor blande como una excusa para salir del paso (uno de sus bisabuelos fue el último vicegobernador de Vyatka, ciudad cercana a Kotelnitch donde residía la madre de Ania). Pero el más importante de todos estos motivos nos es escamoteado en Retour à Kotelnitch y solo nos será revelado al final del filme: el abuelo materno de Carrère, Georges Zurabishvili, desapareció en Burdeos el mismo año en que lo hizo el húngaro: 1944. Emigrado georgiano, Georges Zurabishvili estudió en Alemania, se casó con una aristócrata rusa y tuvo con ella dos hijos antes de trasladarse a Francia a principios de los años veinte. De simpatías fascistas, definido por el nieto como “un hombre brillante, pero sombrío y amargo” (2), Zurabishvili vivió penosamente en Francia, donde ejerció varios oficios hasta que, en los años de la Ocupación, empezó a trabajar como intérprete para los alemanes. Más tarde, durante la Liberación, vinieron a detenerle a su casa y nunca más se supo de él.

Tras el primer visionado de Retour à Kotelnitch pensé que Carrère no debía haber guardado esta historia del abuelo para el final, que la decisión tenía algo de truco de escritor, que hubiese sido más honesto desvelarlo al principio, fijar desde el comienzo esta desaparición, este fantasma, que era el que le había empujado a Kotelnitch. Después de leer Una novela rusa (Un roman russe, 2007), el último enclave de ese tríptico que gira alrededor de la ciudad, se comprende mejor la decisión del escritor. Retour à Kotelnitch es la historia de lo que Carrère encontró allí; Una novela rusa es la historia de lo que fue a buscar. Ambas son la crónica de todo lo que se ha perdido en el camino, entre la vaga formulación de los deseos que han impulsado ambas obras y las muertes que han dictado sus imágenes y sus palabras.

IV. Una novela rusa es la historia de un secreto familiar que, siempre según Carrère, ha atormentado a varias generaciones: la historia del secreto de su madre, Hélène Carrère d’Encausse, que tenía quince años cuando vio a su padre por última vez antes de que este desapareciese y que, más tarde, estudiaría Historia y Ciencias Políticas, desarrollaría una prestigiosa carrera en Francia como escritora de best sellers ambientados en Rusia y sería elegida miembro de la Academia Francesa de la que es su secretaria perpetua desde 1999.

Emmanuel Carrère escribe sobre su madre: “Esta integración excepcional en una sociedad en la que su padre vivió y murió como un paria se construyó en el silencio y la negación, cuando no en la mentira. Este silencio y esta negación son literalmente vitales para ella. Romperlos es matarla, o por lo menos ella lo cree firmemente, y yo, por mi parte, me he convencido de que es, para los dos, indispensable hacerlo. Antes de que ella muera y antes de que yo haya alcanzado la edad del desaparecido…; de lo contrario, me temo que tendré que desaparecer como él. Mi abuelo tendría hoy más de cien años y es muy probable que lo abatieran algunas horas, algunos días o algunas semanas después de la desaparición. Pero durante años, decenas de años, mi madre se esforzó –o se prohibió, pero viene a ser lo mismo- en imaginar lo inimaginable: que él vivía en alguna parte, que quizás estuviese prisionero, que un día volvería. Todavía hoy, lo sé porque me lo ha dicho, sueña con el regreso de su padre. Comprendí que la historia del húngaro me había trastornado porque daba cuerpo a su sueño. Él también desapareció en el otoño de 1944, él también se pasó al bando de los alemanes. Pero él volvió 56 años más tarde. Volvió de un lugar que se llama Kotelnitch, adonde yo fui y adonde adivino que tendré que volver. Porque Kotelnitch, para mí, es donde uno reside cuando ha desaparecido”(3).

Efectivamente la historia del húngaro da cuerpo a un sueño, pero no solo a uno. A veces no es al padre a quien hay que matar sino a la madre. Matar a la madre para liberarla y liberarse. Ania, el abuelo Georges y también Hélène: tres son las muertes que forman el nudo borromeo de Retour à Kotelnitch y Una novela rusa; no una ni dos, sino tres. No es extraño este flirteo constante con la muerte porque Carrère creció creyendo que, de niño, había matado a su niania. Como Archibaldo de la Cruz, el protagonista de Ensayo de un crimen (Luis Buñuel, 1955), que estaba seguro de haber provocado la muerte de su institutriz gracias a una cajita de música que cumplía los deseos de su dueño, Carrère también creció fantaseando con su poder para provocar la muerte. Primero pensó que su niania había fallecido como consecuencia de un empujón que él le había propinado; después se convirtió en un novelista que se preguntaba constantemente si para escribir necesitaba siempre matar a alguien, ahora está convencido de que revelando el secreto de la madre acabará con ella. He aquí uno de los trayectos posibles: Carrère partió a Kotelnitch fantaseando con una muerte simbólica (la de la madre) y volvió para enfrentarse a una muerte demasiado real (la de Ania), no solo imprevisible sino inimaginable.

V. Pero además de la historia de este secreto familiar, Una novela rusa es también una crónica que abarca un par de años de la vida sentimental de Carrère, una crónica trazada alrededor de un cuento erótico que el novelista escribió para Le Monde con la intención de que la ficción contenida en ese relato provocase una reacción en la realidad. Efectivamente la realidad reaccionó pero su respuesta fue tan terrible e inesperada que devastó la relación amorosa que mantenía Carrère y propició la disolución de la pareja. En Retour à Kotelnitch esta situación se repite y el horror se dobla: Carrère espera un milagro, sueña con que suceda algo que dé una dirección a su película y ese algo sucede. He aquí otro de los trayectos: “Es extraño. Vine a poner una sepultura a un hombre cuya muerte incierta ha pesado sobre mi vida y me encuentro delante de otra tumba, la de una mujer y un niño, que no eran nada mío y ahora yo también llevo luto por ellos. Creo que esa es la historia”.

Construida a partir de material filmado durante los tres viajes realizados por Carrère y su reducido equipo, Retour à Kotelnitch se erige sobre el cumplimiento escrupuloso de dos máximas. La primera de ellas es filmar todo lo que sucede, cada conversación, cada encuentro, filmar sin pausa y sin remilgos, filmarlo todo. Por ello puede decirse que Retour à Kotelnitch es un filme impúdico pero lo es en el sentido radical y justo del término: la cámara no deja de grabar pese a las quejas y las súplicas; la belleza y la vergüenza no son parámetros que propicien o hagan cesar la filmación; el dolor, la locura y la paranoia alimentan y dan impulso a la película del mismo modo que el secreto de la madre habitaba y daba impulso a Una novela rusa. Carrère no lo oculta. Su insistencia, su avidez tozuda y hasta molesta por filmarlo todo acaba exponiéndole a él tanto como al resto de personas que aparecen en Retour à Kotelnitch. Una película así solo puede surgir de una actitud obsesiva y de una necesidad casi patológica por abrirse a lo prohibido, a lo vetado, a lo que parece no poder filmarse si no es mediante la ficcionalización: la paranoia de un país, el dolor de un esposo y una madre, el duelo por una mujer y un niño brutalmente asesinados. Y es precisamente esta impudicia la que hace de Retour à Kotelnitch un filme violentamente honesto y valiente.

La segunda de estas máximas puede resumirse en una frase que Carrère escribió cuando tuvo que presentar una sinopsis de la película a la Comisión de Adelanto de Fondos (es decir, cuando Retour à Kotelnitch era todavía el proyecto de un documental sobre la ciudad): “Descubrir lo que cuenta la película solo en el montaje: cuando lo que nos suceda se convierta en lo que nos ha sucedido”. Ahí radica precisamente otra de las grandezas de este filme que renuncia a la cronología temporal en favor de una construcción que invierte y radicaliza la idea de la magdalena proustiana. Las imágenes de Ania tocando la guitarra y cantando canciones rusas en la escalera del hotel Vyatka, las imágenes robadas a Sacha la primera noche en el Troika, momentos que vuelven una y otra vez, que se entrecortan y se reconstruyen, que son reencajados mediante el comentario en off del propio Carrère, que mutan y amplían su significación gracias a un montaje que deja constancia de un tiempo que es irrecuperable porque los acontecimientos posteriores han trastornado el poso emocional de los recuerdos y el sentido de aquello que fijaron las imágenes.

Retour à Kotelnitch contiene también las huellas de un documental frustrado (filmaciones de los habitantes de la ciudad, imágenes bellísimas y alegres de fiestas y borracheras que “poseen la gracia de las alboradas y de los epílogos alcohólicos en las películas de Kusturica”(4)). Pero, tras la muerte de Ania, la película termina convirtiéndose en un filme de duelo, en un diario de viaje que esboza los trayectos de los afectos, en una meditación acerca de la imposibilidad de escapar de nuestros fantasmas. Carrère nos hace partícipes de un recorrido que él vivió en primera persona. Carrère nos contagia esa fascinación. También nosotros nos sentimos fascinados por el aire novelesco de estos personajes, también nosotros elucubramos con sus secretos y sus misterios, esbozamos posibles historias y nos atrevemos incluso a especular sobre el enigma de un crimen atroz e indescriptible. Y, finalmente, como Carrère, terminamos encontrando el testimonio de unas personas destrozadas, topamos con un dolor llano y hondo, con el rostro de una tristeza inconsolable y humana.

 

 

(1) Palabras de Santa Teresa de Jesús usadas como epígrafe de Plegarias atendidas (Truman Capote, 1987).

(2) CARRÈRE, Emmanuel: Una novela rusa, Anagrama, 2007.

(3) Ibíd.

(4) Ibíd.