‘Perdidos’ según Edgar Allan Poe

Manuscrito hallado en una botella

En el pasado festival de Sitges, mientras algunos de los redactores de Transit paseábamos por la playa, encontramos en la arena una extraña y añeja botella en la que se ocultaba el quid de una de las series más emblemáticas de la televisión americana actual. Sumergidos como estábamos en debates sobre Perdidos, no pudimos sino recibir aquel manuscrito como lluvia de abril y durante los siguientes meses nos hemos dedicado a descifrar encarecidamente su contenido para ofrecerlo en exclusiva como previa al estreno de la sexta temporada. El contenido de aquel manuscrito no era otra cosa que la bitácora personal de Jack Shephard.

 

EL ACCIDENTE. Sobre mi país y mi familia tengo poco que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.

En el año 2001 me embarqué en el aeropuerto de Sídney, en la próspera y populosa isla de Australia, en un viaje de regreso a Estados Unidos. Iba en calidad de pasajero, inducido por una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo. Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchas horas permanecimos cerca de la costa, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro entre pasajeros.

Nos encontrábamos descansando, cuando un repentino grito de mi compañero resonó horriblemente. «¡Mire, mire!» exclamó, chillando junto a mi oído, «¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!». Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestras caras. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. Directamente encima de nosotros, causando más asombro y estupefacción, vimos, en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, cómo la nave se estremeció, vaciló y… se precipitó hacia el mar. En ese instante no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu y esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio avión había abandonado por fin la lucha y se hundía en el mar.

Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando sobre el avión, barrió la playa. La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del avión. Aunque totalmente cubierto por el agua, después de un minuto me enderecé pesadamente y salí a la superficie no sin vacilar algunos instantes bajo la presión del accidente.

Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me encontré estrujado entre los restos de la nave. Me puse de pie con gran dificultad e instantes después oí la voz de un pasajero que había embarcado poco antes de que el avión saliera. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que los que estábamos éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo; el capitán y los oficiales debían de haber muerto.

 

LA ESTANCIA EN LA ISLA. Una tarde vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era notable, no solo por su color, sino por ser el primer movimiento que veíamos desde nuestra partida de Australia. La observé con atención cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de la larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono oscuro y la extraña apariencia del mar. Entonces el aire se puso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. En el campamento ardía una hoguera sin el más imperceptible movimiento, sin embargo, les dije a todos que no percibía indicación alguna de peligro. Yo estaba sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían de la inminencia de una catástrofe. Transmití mis temores a Locke, pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras entrecortadas y empezó a tantear una pila de instrumentos de aspecto singular que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche me adentré en la selva. Al introducir el pie en ella me sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro de la isla.

Durante cinco días y noches completos nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de peces que trabajosamente logramos procurarnos. Al quinto día el calor era intenso, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. Alrededor de mediodía -aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora- volvió a llamarnos la atención la apariencia de la isla. Irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos. Esperamos la llegada del sexto día. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad existencial, hasta tal punto que no hubiéramos podido distinguir la realidad del sueño. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar. También observamos que, aunque la isla continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y sofocante ambiente salvaje. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo Locke, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonamos todo intento de encontrar ayuda, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible en la base del campamento de la playa, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas… Peligros enormes como montañas se precipitaban para abatirnos. Lo que allí sucedía sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no muriéramos instantáneamente. Locke me hablaba de la liviandad de nuestro campamento y me recordaba las excelentes cualidades de la escotilla; pero yo no podía por menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía demorar ya más, porque con cada presencia del humo negro y tenebroso, todo adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros… y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor.

Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación: los otros me han secuestrado. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura de la isla. Alcanzo a percibir con facilidad lo que no es, pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro porqué, pero al observar su extrañeza, su tamaño, sus selvas y montañas, de repente cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas experiencias de épocas remotas.

He visto a Ben cara a cara. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y respeto. La singularidad de la expresión que reina en su rostro… es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu una sensación… un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años, sus ojos muestran una historia del pasado a la vez que sibilas del futuro.

 

EL ABANDONO. Desbocada por los viajes en el tiempo, la isla ha continuado su aterradora carrera hundiendo a cada instante a sus inquilinos en el más espantoso infierno que pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonarla, pero me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que creo que los que quedaron experimentarán pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestro helicóptero no fuese definitivamente devorado por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitarnos por fin en el abismo. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que la isla navega dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso poder de fondo.

Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y, sin embargo, no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido… una nueva entidad se incorpora a mí. Debo volver.

 

EL REGRESO. En el momento en que regresé supuse que la consiguiente confusión de nuestra llegada había impedido que los otros repararan en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto hasta la casa principal, que se encontraba parcialmente abierta y pronto encontré la oportunidad de ocultarme. No podría explicar porqué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de temor que, desde el primer instante, me provocaron los habitantes. No estaba dispuesto a confiarme a personas que a primera vista me producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré conveniente pasar desapercibido, aunque hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de otros y no me prestaron la menor atención aunque estaba parado en medio de todos ellos. Parecían absolutamente ignorantes de mi presencia.

Hace ya mucho tiempo que recorrí la isla y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los ojos de Horace; no hace mucho que me aventuré a entrar en la casa de Sawyer, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. En el  último momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.

La isla y todo su contenido está impregnado por el espíritu de la “vejez”. Los habitantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca.

Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo, la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con la más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esto nos conduzca hacia el mismo sí de la existencia. Debo confesar que una suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor. Los habitantes recorren el campamento con pasos inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.

Mientras tanto, seguimos con nuestro plan y llevamos la bomba a su destino. ¡Oh, horror de horrores! De repente Sawyer, Juliet y Kate se abren a derecha e izquierda y paramos vertiginosamente. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con rapidez…, nos precipitamos furiosamente en la vorágine… y entre el rugir, el aullar y el atronar de la isla y sus habitantes… ¡Oh, Dios…! ¡Todo se hunde…!

 

 

*Este texto ha sido realizado en base al relato de Edgar Allan Poe “Manuscrito hallado en una botella”, a partir de la edición que se puede leer en la web Ciudad Seva. Los (pocos) cambios realizados se marcan con una cursiva y la composición del artículo se ha llevado a cabo a través de fragmentos seleccionados del citado relato.