‘Los tres chiflados’: revisitando a los Farrelly

Dos hermanos contra América

 

Lo primero que destaca de la nueva película de los Farrelly es el tres. El trío protagonista de Los tres chiflados (The Three Stooges, 2012) proviene de una vieja serie de humor estadounidense que encandiló a miles de niños, convirtiéndolos en integristas de la comedia slapstick. Entre ellos estaban Bobby y Peter, los hermanos Farrelly. Sorprende porque la obra de estos directores había girado casi siempre alrededor de la pareja. El número de héroes siempre había sido dos, empezando por sus primeras obras, Dos tontos muy tontos (Dumb & Dumber, 1994) y Vaya par de idiotas (Kingpin, 1996). Pero continuaron con la fórmula, aunque a su manera, siempre luchando contra los límites de la verosimilitud. En Yo, yo mismo e Irene (Me, Myself & Irene, 2000) y en Ósmosis Jones (Osmosis Jones, 2001) nos encontramos ante otras películas sobre la pareja, pero donde las dos personalidades viajan dentro del mismo cuerpo. En la primera, el protagonista es un individuo esquizofrénico que tiene un lado cariñoso y tímido, y otro agresivo y amoral; mientras que en la segunda se desdobla en una personalidad exterior y en otra que vive dentro de sus entrañas, todo un microcosmos, una civilización desconocida. En la reciente Carta blanca (Hall Pass, 2011) volvieron tras este modelo, pero sin la convicción ni el estilo que les caracteriza.

Este esquema dual llegó a su cumbre con Pegado a ti (Stuck on You, 2003), su película más personal. En ella, dos hermanos siameses viven siendo las estrellas de un pequeño pueblo en la isla de Martha’s Vineyard hasta que uno decide atravesar toda América para llegar a Los Ángeles y convertirse en actor, su gran sueño, para lo cual, e inevitablemente, su hermano deberá acompañarle.

En esta película, los Farrelly llevan al extremo tanto la relación de convivencia de la pareja como la verosimilitud de la propuesta, planteando que uno de los hermanos puede llegar a ser estrella de cine apareciendo en la pantalla siempre por los bordes del encuadre, para que así su hermano siamés pueda quedar fuera.

Esta relación con el mundo del espectáculo es la segunda temática fundamental en el cine de los Farrelly: los sueños de éxito de una generación influida por la televisión y los medios de comunicación de masas, que publicitan que cualquier persona, de cualquier condición, puede llegar fácilmente al estrellato. Así, los héroes de Bobby y Peter suelen ser perdedores en busca de su oportunidad de gloria. En Dos tontos muy tontos, uno de los dos amigos protagonistas cree que puede cambiar de vida tras conocer a una mujer espectacular que ni siquiera sabe quién es él, pero a la que decide seguir hasta Aspen para entregarle una maleta que dejó abandonada (en realidad, el pago del rescate de su marido secuestrado). En Vaya par de idiotas, una antigua promesa en el juego de bolos, convertido prácticamente en un vagabundo borracho, recupera sus sueños de grandeza tras conocer a un amish en el que cree ver la posibilidad de convertirle en el mejor jugador de bolos del mundo. En cuanto a Amor ciego (Shallow Hal, 2001), un hombre que mira siempre superficialmente a las mujeres va descartando a todas aquellas que tienen una imperfección física. Un trauma infantil y una vida marcada por un consumismo visual dominado por chicas totalmente estilizadas hacen que no pueda mirar a las mujeres más allá de su físico, hasta que es hechizado y se enamora de una chica obesa que, a sus ojos, tiene los rasgos esbeltos de Gwyneth Paltrow. Y en Pegado a ti, el ya comentado trayecto desde Martha’s Vineyard a Hollywood. En las otras tres, también un sueño imposible, un viaje desde una vida humilde, sin aspiraciones, incluso mediocre hasta ciudades-espectáculo de EE.UU.: la ciudad de vacaciones invernales de Aspen, el conglomerado de casinos de Las Vegas y, finalmente, la gran metrópolis de Los Ángeles, la ciudad de los sueños rotos.

En este sentido, los Farrelly irían más allá en sus dos películas más atípicas: Algo pasa con Mary (There’s Something About Mary, 1998) y Amor en juego (Fever Pitch, 2005), ambas historias de amor de desarrollo más convencional. La primera, con el humor lisérgico y escatológico de los hermanos; la segunda, más tranquila y reposada. Algo pasa con Mary mantiene una distancia con la historia que cuenta al introducir pequeños extractos musicales, como unos bardos que van relatando los acontecimientos a los espectadores, siempre de manera paródica e ingenua. Pero es Amor en juego la auténtica joya de la filmografía. Nos narra una pequeña relación amorosa entre una mujer entregada a su trabajo y un hombre que solo existe para disfrutar de los partidos de los Boston Red Sox, el mítico equipo de béisbol, a quienes sigue fanáticamente continuando una ancestral tradición familiar.

El inicio y desarrollo de este encuentro sentimental se sitúa justo en el año en que los Red Sox consiguen el título de campeones de la Major League Baseball, tras décadas de decepciones y fracasos. Así la película alterna entre la gran historia y la pequeña relación de los dos protagonistas. Y esa gran historia ya nada tiene que ver con las de las películas románticas del pasado, de relaciones rotas por culpa de guerras y odios entre pueblos y razas, sino que es un espectáculo de consumo de masas. El estado máximo del capitalismo global ha terminado por devorar a la propia historia, a la propia humanidad, siendo los pobres protagonistas una víctima más de esta sociedad de consumo. Al fin y al cabo, todos los protagonistas de los Farrelly suelen ser consumidores compulsivos de televisión o de otros medios. Están determinados por una educación visual en los años ochenta y noventa, dominada por la MTV y el videoclip. De ahí que sean víctimas y a la vez partícipes de esta nueva civilización, como esos momentos fantásticos de Amor en juego en el que todo el estadio de Boston se pone a cantar al unísono Sweet Caroline de Neil Diamond, himno oficioso de este equipo, del que no se sabe exactamente por qué se hizo popular, aunque hay muchas leyendas al respecto.

Y esa es la clave de la película, la creación de una nueva mitología en los tiempos del capitalismo global, donde la Historia ha desaparecido, siendo sustituida por otra historia basada en datos estadísticos de jugadores de béisbol y rachas de victorias de los diferentes equipos de la competición. Los Red Sox llevaban más de ochenta años sin ganar las World Series y fue en esa campaña de 2004 cuando consiguieron volver a lo más alto del béisbol mundial. Por lo tanto, la película de los Farrelly documenta un hecho histórico de una nueva historia. Hay que pensar que los EE. UU., como nación independiente, existen desde hace algo menos de 250 años, y los Red Sox se fundaron en 1903. Es decir, que el equipo y la afición a este han existido durante casi la mitad de la historia del país.

Así, las películas de los Farrelly trazan un mapa evolutivo de las sociedades de consumo: una especie de rebelión de las masas donde la historia de los grandes personajes da paso a otra muy distinta, de personas anónimas, víctimas y a la vez cómplices del sistema, algo que luego continuaría Judd Apatow, si bien son estilos diferentes. Mientras las películas producidas y dirigidas por el creador de Freaks & Geeks (1999-2000) mantienen una posición realista ante la escena y el diálogo, en las de Bobby y Peter siempre hay una predisposición al gag visual, normalmente mediante lo escatológico. Eso sí, con los años, el estilo de los Farrelly parece haberse moderado, tendiendo más hacia lo melodramático, como demuestra la excepcional Amor en juego, donde los gags más estomagantes son apenas transgresiones dentro de una línea argumental mucho más formal. Ni que decir tiene que Carta blanca parecía el intento de unos directores en crisis por sumarse a la ola creada por Apatow, incluyendo actores afines a la propia factoría.

Quizás el fracaso de esta les condujo a una reconsideración de su carrera, a un nuevo comienzo, que se abre con una película fantástica llamada Los tres chiflados. Es la primera película de los Farrelly para todos los públicos, así que adiós a los chistes sobre pedos y sobre sexo. Lo único subido de tono es la presencia de Sofia Vergara haciendo de una desastrosa mujer fatal y el cameo final de la nueva diosa de los bañadores deportivos, la exuberante Kate Upton. El filme está basado en un viejo programa de televisión de EE. UU., donde un trío de cómicos se entregaba al slapstick más absurdo. Los Farrelly rinden aquí un tributo a esos cómicos, pero en lugar de hacer un biopic al uso, tratan de actualizar la propuesta, llevando a ese trío de locos a la actualidad.

La idea es totalmente suicida, pues si el slapstick de Los tres chiflados ya era anacrónico en los años cincuenta, en el mundo de hoy su presencia parece todavía más extraña. Moe, Larry y Curly son tres huérfanos que viven en un orfanato, ya adultos, porque ninguna familia ha querido hacerse cargo de ellos. Sin embargo, siguen soñando con que algún día triunfarán en el mundo del espectáculo, como el Greg Kinnear de Pegado a ti. Y es que en el fondo, los Farrelly no renuncian a los temas que he expuesto en los primeros párrafos de este texto: el grupo de marginados que viven en una retorcida visión de la realidad y la presencia constante de la nueva mitología del capitalismo nacido a finales del siglo XX.

Aquí la pareja se transforma en trío. Se rompe la dupla habitual de las películas de los Farrelly. El trío se adivina como una protección mayor frente al exterior. Entre las parejas de su cine se proponía una lucha por imponerse al otro, pero aquí entre los tres hermanos se orquesta una coreografía, tanto en los gags visuales como en las actuaciones que preparan, que materialice su deseo de ser estrellas del espectáculo. Pero si en el orfanato son los reyes, en el mundo real están indefensos, al igual que los hermanos de Pegado a ti cuando abandonan el pequeño pueblo en el que viven para mudarse a Los Ángeles, o el amish que interpreta Randy Quaid en Vaya par de idiotas, al dejar su comunidad por Las Vegas.

Pero en un giro imposible, muy típico de la comedia clásica, es ese anacronismo, esa inocencia, lo que hace que los protagonistas terminen triunfando en el mundo real, a base de confundirse en todo lo que hacen. Moe, separado de sus hermanos, acaba dentro del reality-show de la MTV Jersey Shore, en un guiño macabro a esa estética basura de la que los Farrelly se han servido durante toda su filmografía; de la televisión del añejo programa de Los tres chiflados, basado en la broma y el gag milimétrico, a la nueva telerrealidad americana, una superrealidad llena de adolescentes embarazadas y de italoamericanos que solo quieren broncearse, por no hablar de uno de los reyes de la televisión estadounidense, Larry David, que en la película aparece travestido de monja malhumorada, compañero/a de una Kate Upton que al final cambia el hábito por el bikini.

En definitiva, la película de los Farrelly pierde la fuerza de su guión, la estructura férrea. De hecho, la historia principal (salvar al orfanato consiguiendo dinero para saldar su deuda) termina convertida en un mero macguffin para mostrar las coreografías de golpes y porrazos de los tres chiflados y su desesperante recorrido por el mundo real.

Visionada la película, aún hay dos grandes momentos que ahondan en la idea de la superrealidad de la que hablaba antes. En el primero, dos actores hipermusculados y atractivos interpretan a Bobby y a Peter, explicando que todos los golpes son de mentira y que los niños no deben imitar esas acciones en casa, ya que podrían hacerse daño. El segundo, mucho más conciso, es la dedicatoria a Jesse, el hijo de Bobby, muerto por sobredosis de drogas a los veinte años durante la posproducción del filme. En una película basada en la huida de la realidad como manera de triunfar en la vida, resulta chocante que al final esa realidad aparezca de forma tan dolorosa. Los Farrelly dedican al espectador una hora de risas, bromeando incluso con una versión exagerada de sí mismos, pero cierran con la dolorosa evidencia de que el tiempo de los sueños siempre se termina y que la realidad nunca será como en las películas.