Una lectura del cine carcelario

I may have found a way out of here

 

Minuciosidad y escenas interminables de golpes y polvo. En los detalles está la fuga porque el poder se despliega de forma genérica. Hay que inventar el absurdo para vulnerar el cálculo de la normatividad. Por eso el método es, a primera vista, antiintuitivo: una cuchara soldada a una navaja que, de modo tenaz y tozudo, como el autor del plan, abre un tabique impensado para ser destruído de forma tan zafia pero genial.

Nuestra extrañeza ante la posibilidad del éxito radica en el hecho de que el encarcelado tiene una concepción distinta del tiempo y del espacio, debido a su estancia claustrofóbica y espesamente isomórfica. Para él un milímetro ganado a la pared es un progreso que cuestiona al panóptico como monstruo invencible. La batalla es lenta y quizás nunca se gane completamente. O, aún peor: como la necesidad de la recompensa solo existe en la mente banal de un estómago bien alimentado, quizás el final de tanto esfuerzo es el fusilamiento o la silla eléctrica. Quién sabe cómo acabará la historia. Lo único que sabemos es que nos encanta el cine carcelario. Pero, ¿por qué? ¿Qué tienen de especial los protagonistas de estas historias?

El preso es un sujeto individualista -pues no hay otra forma de conciencia cuando la comunidad es estúpida y hostil- quien quizá tiene como compañeros únicamente a los que quieran unirse a la evasión. Tenemos a varios, con distintos cargos de diverso grado. François Leterrier encarna a  André Devigny en Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, Robert Bresson, 1956), Clint Eastwood a Frank Lee Morris en Fuga de Alcatraz (Escape from Alcatraz, Don Siegel, 1979), Steve McQueen y su tropa a los generales presos en los campos nazis en La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1963)…, en fin, todos ellos recrean las peripecias del ingenio del prófugo contra las barreras que le oprimen. Pero Paul Newman en La leyenda del indomable (Cool Hand Luke, Stuart Rosenberg, 1967) no remite a ninguna persona real. Sin embargo, ¿qué tienen en común todos ellos, existieran o no? ¿Y por qué esa empatía nuestra hacia sus planes de escape?

Tomad por un momento al preso no como una entidad física, sino como un tropo literario de una suerte de figura abstracta de rebeldía. Por otro lado, haced el mismo experimento con las rejas, los pasillos, los muros de cemento y los funcionarios de prisión en su expresión más ruda y cruel como elementos simbólicos de represión a la individualidad. Si nos atenemos a la tesis foucaultiana (1) según la cual el encarcelamiento no tiene como fin restaurar al sujeto jurídico del pacto social (es decir, al ciudadano que posee ciertos derechos y respeta la forma ideal de la comunidad), sino transformar al sujeto problemático en un ejemplar normativo (de ahí la importancia descarada de la disciplina como modus vivendi en las prisiones), entonces, desde esta perspectiva, cabe esperar que nos sintamos partícipes de las fugas más perspicaces de la historia.

Cabe esperar, digo, siempre que el espectador sienta angustia y rabia ante la sociedad disciplinaria y normativa, hacia aquellas instancias, físicas o no, que nos dictan desde la cuna, sin darnos cuenta, cómo tenemos que pensar y actuar en todos los ámbitos públicos y privados. Es posible que todos nos sintamos presos y encarcelados si pretendemos renunciar al poder como virus que nos obliga a adoptar una identidad política, jurídica, económica, sexual, laboral, seudogenésica o del tipo que fuese como molde para configurar sujetos acríticos. Una trampa de la que hay que huir.

Esta fuga puede ser una aventura solitaria o no, aunque se podría decir que los amigos son necesarios contra la crueldad del poder, el cual nos muestra cada día que no quiere dialogar, como expresa la popular frase del director de prisión de La leyenda del indomable: “What we have here is a failure to communicate”, es decir, el opresor no admite una relación discursiva, sino unilateral, irracional, violenta y ejecutiva. Por eso es imposible formar parte de una comunidad cuyo principio no es el intercambio de ideas, sino la imposición de unos criterios heterónomos. Por ello también, los verdaderos amigos comparten el destino de la fuga (y cuando se rompe el objetivo común, un espejo nos muestra la traición). En todo caso, ante inevitable represión física siempre puede quedar la victoria subjetiva como consuelo y como preámbulo al triunfo objetivo: merendolas de cincuenta huevos como expresión del valor de aquello singular, extraño, fuera de la norma, inesperado. 

El valor de lo inesperado. Es la doble incertidumbre a la que conduce el éxodo.

La primera, la del poder como espectador atónito: la cara de tonto que se le quedará al alcaide. No puede aceptar la derrota porque siente y concibe al preso como una propiedad. De ahí su consternación final: como no acepta al sujeto fuera de las formas de objetivación disciplinaria, se mantendrá firme en su opinión obcecada y resentida según la cual Frank Lee Morris habrá perecido en las aguas frías de San Francisco (¿recordáis ese final de Fuga de Alcatraz?). Pero el éxito del plan de fuga constata que no todo está perdido, porque aquel tabique de allá estaba húmedo, porque la intuición del poder dejó fisuras a ciertas escalas de tiempo y espacio, perceptibles por unos ojos atentos, en fin, porque la cuchara fundida a una navaja puede abrir un pequeño resquicio en la arquitectónica del poder. Sin embargo, una vez fuera de prisión, aún quedarán más obstáculos por superar.

Entonces viene la segunda incertidumbre, la del prófugo: la jaula principal ha sido abandonada, pero las rejas parecen extenderse más allá de la prisión. Aún queda burlar el omniabarcable olfato natural de los perros policía y otros sistemas de búsqueda. Ello constata el carácter iterativo de la fuga como un proceso inacabable, y la irremediable finitud de la satisfacción. Mas el primer paso ha sido dado, y el polvo dejado atrás queda como testimonio de una injusticia y un atentado contra el interrogante en el que consiste un sentido del individuo que entra directamente en contradicción con el concepto que el poder tiene de él.

Precisamente de esta antítesis entre una definición clásica y moderna del sujeto nace la discusión entre el birdman y Harvey, director de la prisión, en El hombre de Alcatraz (Birdman of Alcatraz, John Frankenheimer, 1962); diálogo, por cierto, que nos regala una de las mejores lecciones del cine carcelario. Con él podemos acabar este comentario, pues Robert Franklin Stroud en su crítica resume muy foucaultianamente aquello que se ha perfilado en los párrafos anteriores: el uso hipócritamente cruel del concepto de “rehabilitación” en su sentido etimológico (“reinstauración de la dignidad”) por parte de la teoría políticamente correcta como supuesto fin del sistema penal. El hombre de los pájaros le recuerda a Harvey, representante del poder, que no es ése el benemérito objetivo humanista del encarcelamiento, sino éste, citando directamente las palabras del alcaide: “amoldarse a nuestras ideas sobre el modo de comportarse”.  Arrebatar, y no restituir, la dignidad. He aquí el proyecto de la prisión y, en general, de toda sociedad disciplinaria. “Por eso usted es un fracaso Harvey, usted y toda la ciencia penal”. ¿No se os pusieron los pelos de punta en esta escena?

En fin, ya sabemos por qué queríamos huir: la dignidad sólo era posible fuera de prisión. Y aun después de escapar, libres del tétano de los barrotes, seguimos buscándola aturdidos, sucios y desorientados.

 

(*) El título de este texto es una frase pronunciada por Frank Lee Morris en Fuga de Alcatraz.

(1) FOUCAULT, Michel: Vigilar y castigar, ed. S.XXI, Madrid 1979.

 

© Xavi Dorado Ferrer, septiembre 2012