La vida en tiempos de guerra

Es necesario volver

 

Este verano hemos visto en las pantallas españolas dos padres que sueñan. Uno es Cobb (Leonardo DiCaprio), el protagonista de Origen (Inception, Christopher Nolan, 2010), que al dormir recupera a su mujer fallecida y ve la imagen de una familia que quiere recuperar. El otro es Bill (Ciarán Hinds), el padre pedófilo de Happiness (Todd Solondz, 1998), que al salir de la prisión ansía reencontrarse con el joven Timmy (Dylan Riley Snyder), que lo cree muerto. Ambos padres sueñan con sus hijos, de espaldas, a punto de recuperarlos en el momento en que se giren. Cobb no quiere ver sus rostros en el sueño y espera el día en el que podrá abrazarlos de verdad. En la imaginación de Bill, Timmy acaba girándose, su figura desenfocada toma forma y se acerca a él, como si no fuera posible un reencuentro más allá de los sueños.

Como en todas las películas de Solondz, los protagonistas de La vida en tiempos de guerra (Life During Wartime, 2009), su último largometraje, buscan establecer unos lazos familiares ya rotos irremediablemente. La hermana pequeña raptada de Bienvenidos a la casa de muñecas (Welcome to the Dollhouse, 1995) fue solo un precedente de un conflicto que tomó forma con la abuela abandonada por su marido en Happiness, el joven que pierde a la familia en Cosas que no se olvidan (Storytelling, 2001) o la adolescente que aborta en Palíndromos (Palindromes, 2004). Esta última decide, precisamente, marcharse de casa y emprender una aventura lejos de sus padres, como hacían los pequeños de La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955) al quedarse huérfanos y tener al ogro encarnado por Robert Mitchum como única alternativa. Pero todos ellos, Aviva y los pequeños John y Pearl Harper, irán a parar a un entorno no mucho mejor: el del puritanismo exacerbado y enfermizo, el de Mamá Sunshine o Lillian Gish, dos espacios que Jordi Costa ya vinculó en su libro de entrevistas (o, más bien, ensayo con citas y firmas invitadas) Todd Solondz. En los suburbios de la felicidad (2005).

La vida en tiempos de guerra, que retoma los protagonistas de Happiness algún tiempo después, plantea qué hubiera pasado si el padre de John y Pearl hubiera vuelto de la prisión en lugar de ser ejecutado. O, más exactamente, qué hubiera pasado si Robert Mitchum hubiera formado una familia y volviera con los suyos tras ser encarcelado por matar a viudas. Esta es una película sobre las cosas que retornan, ya desde la primera secuencia: Allen (Michael K. Williams) regala a Joy (Shirley Henderson) el mismo cenicero grabado que le había ofrecido Andy (Paul Reubens) tiempo atrás y que ha llegado a sus manos gracias a eBay. Más adelante, Joy se verá acosada por los fantasmas de estos ex amantes suicidados, que buscan desde el otro mundo el amor que no tuvieron en vida. Como el padre de Timmy, que su familia prefiere dar por muerto, regresan para reclamar un cariño que una vez fue suyo. No importa que los Jordan vivan ahora en Florida, pues el pasado regresa con fuerza y es incontenible.

Tan incontenible como la propia realidad americana, marcada por un pasado reciente que no se sabe si perdonar u olvidar, una realidad que penetra en los diálogos del filme con referencias al terrorismo y a Al Qaeda. Se trata de un trauma que separa Happiness de su secuela, estableciendo un diálogo entre ambas mucho más enriquecedor que, por ejemplo, el juego de espejos entre las dos versiones de Funny Games (1997 y 2007) orquestado por Michael Haneke. Es necesario confrontarse al propio pasado, el individual y el colectivo, si no se quiere caer en el aislamiento más absoluto, la muerte de toda esperanza o desesperanza, encarnada por Mark (Rich Pecci), el informático destinado a convertirse en el hermanastro del pequeño Timmy. Pese a todo, son estos dos personajes los que terminan juntos en el último plano de la película, con el fantasma del padre, muerto en vida para los suyos, atravesando el fondo de la pantalla. Ha habido una confrontación con el pasado, tanto desde el padre como desde el hijo, pero el retorno del fantasma no ha conseguido la aceptación del monstruo.

En cambio, para nosotros, el retorno del fantasma de Happiness sí que ha servido para aprender a mirar al Otro. Hasta La vida en tiempos de guerra, el cine de Solondz nos parecía una apuesta fascinante por su mezcla de ternura y provocación, por su capacidad para plantear temas delicados y polémicos con personajes entrañables, un camino que condujo a una cumbre llamada Palíndromos. Ahora, al partir del mismo material de base y de los mismos personajes (pese a que los actores han cambiado), la familiaridad borra en parte la provocación y, saltada la barrera del escándalo, aprendemos a conocer mejor a los personajes. En esta película ya no nos interesa tanto el terreno pantanoso donde se adentrará Solondz, ya sea pedofilia o aborto, sino más bien la fuerza de sus protagonistas. Es posible que sea una impresión personal, pero pongamos atención en los desenlaces de sus dos anteriores películas: en Cosas que no se olvidan, un chico que acaba de perder a su familia en una explosión dice a un documentalista, álter ego de Solondz, que ya puede estar contento, porque con el accidente le saldrá una buena película; en Palíndromos, la adolescente que acaba de hacer el amor para quedarse embarazada se convierte en una niña, mira a cámara y dice que será una mamá. A estas provocaciones frontales, directas pero ambiguas, sucede en La vida en tiempos de guerra la imagen final descentrada de un niño que llora porque no conoce a su padre. Un cierre parecido al de Bienvenidos a la casa de muñecas, con Dawn Wiener (Heather Matarazzo) cantando en voz baja en un asiento del autocar escolar. Tristeza antes que escándalo, suavidad antes que violencia. Quizás merece la pena que algunos de nosotros reentremos en el cine de Solondz, que este nos dé nuevamente la bienvenida, porque en este caso el retorno del fantasma sí que ha servido para que aprendamos a conocerlo mejor.