Fairytale

¿A las puertas del paraíso?

Mucho se ha hablado de lo político de Fairytale, de Aleksandr Sokurov, cuando lo realmente interesante es lo que hay detrás, lo que trasciende. Una «metapolítica», si se quiere, que es el resultado de un trabajo arduo. Representando un paisaje totalmente romántico, con motivos de arquitecturas imposibles surgidas de los grabados de un Gustave Doré, un Giovanni Battista Piranesi o de las obras de Hubert Robert que tanto fascinan a Sokurov, el film se propone algo así como una fantasía, un cuento en el que figuras clave de la Segunda Guerra Mundial se encuentran cara a cara, esperando cruzar una misteriosa puerta.

En un escenario que mezcla el color y el blanco y negro de manera que la primera estética aparece tan solo en los momentos de emoción más wagneriana, la voluntad de la memoria, grotesca por verídica y no menos trágica en su comicidad, resulta el componente esencial de todo el film; el cual, en palabras de Sokurov, ha sido el más complicado y el más completo a nivel de contenido en diversas capas. Desde las conversaciones, surgidas de frases reales dichas o escritas por Iósif Stalin, Adolf Hitler, Benito Mussolini y Winston Churchill, hasta la producción de imágenes a partir de dibujos, pinturas e imágenes de archivo (ni deepfake, ni CGI, ni otro tipo de IA; tan solo la tecnología del lipsync en alguna ocasión), esas visiones del alma, ese paraíso-limbo-abismo en el que transcurre la acción y la espera suponen algo muy grande, mucho más que cualquier película estrenada este año tanto a nivel creativo como espiritual.

Es sabido que Sokurov contempla la vida de igual manera que se mira el paisaje, acotándolo en un encuadre determinado e intentando ver todo lo que abarca hasta el horizonte. En Fairytale hay muchas incógnitas, muchos valles y lagunas dentro del paisaje neblinoso y soñado, atemorizante y hermoso. Pareciese que, por cada palabra de los cuatro héroes -Sokurov se refiere a todos los personajes de sus películas como «héroes»- llena de odio, soberbia, burla o desesperación, se nos ofreciese un ápice de la belleza del mundo, trascendiendo la realidad física y conquistando un mundo animado, un mundo con alma. Al contemplar cómo la cámara deambula entre el bosque, la llanura desértica o el «templo», se siente cómo se esclarece un poco más el desarrollo pictórico que Sokurov ha trabajado tanto durante su carrera. Recordemos los cuadros de Elegía de un viaje (Elegiya dorogi, 2001) o los paisajes de Madre e hijo (Mat i syn, 1997), al tiempo que se mezclan las imágenes del Nido del Águila de Moloch (1999) o el palacio de Hirohito en El Sol (Solntse, 2005)… Todo ello está en Fairytale comprimido y ampliado, pues ya no nos encontramos en el suelo, sino en un lugar desconocido, tan bello como peligroso. Y no precisamente por ser amenazante, sino por los sujetos que lo pueblan.

Más allá de los héroes está el Leviatán, la marea de gente que acude en un momento determinado de la película para, de alguna forma, repetir la historia a partir de un único desfile de masas, un auténtico momento de estupor que alude a la ceguera de un pueblo emocionado que se confunde con una ola informe, entre las que destacan una niña, un soldado y un ser desconocido. De entre las sombras, los cuerpos que avanzan como si de una gran mancha se tratase hacia la atalaya en la que una vez Stalin diese discursos, poco más puede distinguirse. Las manos se amontonan y la visión (engrandecida por un cambio de formato de 4:3 a 16:9) se hace totalmente pesadillesca; pero no necesariamente en un sentido fatal porque, desde luego, todavía hay grandeza en esa imagen. Como sucede con los cuadros más brutales de Francisco de Goya o cualquier escena de batalla, como también se propone en la abrumadora y melancólica visión de Caspar David Friedrich, esa escena concreta de Fairytale es sinónimo de himno a la noche (Novalis) combinado con las escenas bíblicas o de la Divina comedia ilustradas por Doré.

Ante tamaña propuesta plástica, no debemos tampoco obviar el comentario (meta)político que el cineasta hace a modo de reconstrucción, profecía y fábula. Frente a las pullas que entre los cuatro héroes se dan, subyace una compleja relación que, de algún modo, va más allá de los hechos y pone a todos al mismo nivel. Pensar en realismo a estas alturas es inútil, aunque bien es cierto que toda obra puede funcionar como un eco expresivo de sucesos importantes (y Fairytale, sin duda, lo hace). Pero todavía queda mucho por pensar acerca del trabajo de Sokurov, acerca de su interés no en la simbología ni tampoco en una forma demasiado concisa, sino más bien en la iconología y en la representación de mucho en un cuadrado o rectángulo plano. El cine tiene mucho que ver con los iconos y no debemos intentar saberlo todo acerca de una imagen o de su conjunto sino que, a veces, es necesario hacer un ejercicio de autorreflexión y ver la película muchas veces para así llegar a conclusiones más o menos acertadas. Aun así, es posible que no lleguemos a todos los elementos, que no podamos «descifrar» los significados de tal o cual escenario, palabra o gesto. ¿Quién ha dicho que las puertas que se le abren a Churchill sean efectivamente las puertas del cielo? ¿Cómo un ser benévolo puede mandar de vuelta al resto a la Tierra? Se nos obliga a recapacitar, a pensar más allá de lo obvio y también, si conseguimos entender las cosas que Sokurov propone, preguntarnos por qué Jesucristo espera todavía en ese lugar y por qué su voz es tan parecida a la de la «inteligencia» que habita tras las puertas (El mismo actor pone voz a Jesucristo y al ser tras las puertas).

Concluyendo ya este texto sobre un film de gran importancia artística, diremos que a veces cuesta más ver la verdad a través de una mirada que va directa a lo profundo del alma humana. Sería más sencillo ver el mármol como una piedra más y no observar que, tras pulirse, refleja la luz. Y es que el cine, a veces, no se aleja mucho de la fe, que es una combinación entre curiosidad y certeza.

 

© Borja Castillejo, noviembre de 2022