El imaginario americano de Antonioni, Wenders y Wong Kar-wai

America on the Road

 
Cuando Jean Baudrillard se propuso analizar Estados Unidos en su libro América (1986), apuntó dos temas imprescindibles para entender desde su punto de vista el país: el desierto y la velocidad. Ambos conceptos los liga a la falta de raíces, lo que crea para él tanto una forma estética como extática de la cultura, en que esta tiende a desaparecer y a la vez reaparecer como algo nuevo, siempre en una superficialidad que tanto mejor se puede entender si se pasa rápido por ella. Para un autor europeo empecinado en expandir y replicar su concepto de simulacro, la naturaleza del desierto es básica para entender una lógica en que América se ha creado según su propio modelo, según una ficción que ya nada tiene que ver con sus referentes del “viejo continente”. Si los colonos se encargaron de colonizar desde el este hasta el oeste todo el país para crear desde cero una nueva nación (so previo exterminio de los indios nativos, claro), el desierto les otorgó esa enorme libertad de no tener que depender de raíces, de tradiciones, de una Historia sobre la que sujetarse. Podían entonces inventársela. En América es donde todo, en su segundo nacimiento, se convierte en algo más real. Y en Estados Unidos, ese segundo origen tiende a pasar por la imagen.

El cine entonces creó América. El western se encargó de dar un sentido a esa tierra baldía a través de unos valores y de una épica, con tal de llenar ese vacío histórico y cultural. Como los antiguos colonos, el cine también utilizó el viaje para definir el país, para darle un nuevo nacimiento, ahora como imagen cinematográfica. Podríamos hablar -siempre es fácil- de simulacro en este punto, para entender el país entero como tal. El caso es que llegado un punto, el cine y América (utilizando todavía el término imperialista para los Estados Unidos) se convirtieron en casi sinónimos, sin poder llegar a entender cuál de los dos es más real. Aquel que viaja a Estados Unidos de alguna manera lo hace para sentirse como en una película. Pero a veces no sirve simplemente con extasiarse ante la grandiosidad de los edificios en pleno Manhattan. Para conocer bien el país hay que adentrarse a donde está lo más auténticamente americano. Y, yendo un paso más allá, convirtiendo el país en lo que realmente es (o tiende a ser). Es decir, en imagen, en una película. Por eso, los directores foráneos que han emprendido tal tarea de conocimiento, lo han hecho a partir de un rodaje en tierras americanas. Así lo hicieron los tres cineastas analizados en este artículo, los europeos Michelangelo Antonioni y Wim Wenders y el asiático, aunque antoniniano por encima de todo, Wong Kar-wai. Por este orden, Zabriskie Point (1970), Paris, Texas (1984) y My Blueberry Nights (2007) se proponen entender los Estados Unidos y toda su cultura a través de unos motivos visuales que se repiten, mezclando una idea de América importada desde sus países, con el cine con el que han crecido y con el impacto directo que el paisaje les proporcionó durante el rodaje. Como cuando Jack Kerouac decidió después de la Segunda Guerra Mundial echarse a la carretera, el método para llegar a entender algo de ese país pasa irrefutablemente por el viaje. El escritor beatnik intentaba emular en En la carretera (On the Road, 1957) la hazaña de los primeros colonos y llegar desde Nueva York hasta la costa oeste. Pero la atracción de la carretera le hizo volver una y otra vez a embarcarse en esos viajes.

En tal guisa, el western y las road movies se convierten no solo en géneros genuinamente americanos, sino incluso en lo más genuinamente americano. John Ford no solo se encargó de tratar de entender su país, sino también de crearlo. Sus películas eran enamorados cantos al Monument Valley y a la vida en el oeste, y de ahí surgieron obras maestras como La diligencia (Stagecoach, 1939) o Centauros en el desierto (The Searchers, 1956). A través del viaje sus héroes crecieron y se reconciliaron con esa dura tierra, con esa fusión, en palabras de Baudrillard, de una radical falta de cultura y de una belleza natural. Más tarde, y de una manera más crítica, Arthur Penn en Bonny & Clide (1967) y Dennis Hopper en Easy Rider (1969) harían su propio viaje interior para leer de otra manera el país. Pero esos últimos ya estaban mirando a las nuevas olas europeas, las que curiosamente surgieron de una lectura diferente de todo el cine americano que habían bebido desde pequeños. La admiración del país norteamericano por parte de esos jóvenes cineastas europeos era a través del cine, y varios de ellos se dispusieron a proyectar su mirada (no falta de crítica) sobre esa tierra de imaginarios cinematográficos. En esto llegó Antonioni que, después de la aventura británica de Blow Up (1966), se animó a radiografiar el país americano en su siguiente película.

Zabriskie Point es un proyecto inmerso de pleno en el espíritu sesentayochesco. Con una narrativa muy similar a Al final de la escapada (À bout de soufflé, 1960), la película introduce a dos personas que no encajan en la conservadora y superficial sociedad americana, dos jóvenes que quieren escapar del rígido control de la retrógrada política americana y de unos negocios que no lo son menos. Y lo hace, claro está, a través del viaje. Entre un coche y una avioneta, se encaminan desde Los Ángeles a pleno desierto, al Death Valley. La película transita entre la violencia de un estado policial, la irrealidad y simulacro de los aparatos ideológicos, tanto de los medios como de las grandes empresas, y el desnudo y extático paisaje del desierto. Allí es donde pueden llegar a encontrar su momento de libertad que, junto a la psicodelia de la música de Pink Floyd, se convierte en un despliegue de libertad sexual, en una orgía entre barro en el mismo Zabriskie Point. “Siempre pensé que sería así”, dice Mark (Mark Frechette) con respecto al desierto. Pero ese segundo nacimiento dura poco y tiene un final funesto. La sociedad americana no permite tales dosis de libertad, ni del fugitivo Mark, ni de la visión y los deseos alternativos de Daria (Daria Halprin). El resultado parece encontrarse en la destrucción de lo establecido, por lo menos en la cabeza de la joven Daria, y quién sabe si construir algo nuevo sobre esa desarraigada tierra llena de oportunidades que es el desierto americano.

El cineasta más americano de los tres, Wenders, no descubrió América a partir de Paris, Texas. Lo hizo en la primera parte de Alicia en las ciudades (Alice in den Städten, 1973), desde la perspectiva de un alemán, y estando más cercano a una visión como la de Walker Evans que a la del Western, pero siempre con el viaje como excusa y como método. Pasaron varias películas que le sirvieron para indagar en la sociedad y la cultura americanas, pero sobre todo en el cine y en sus más venerados directores, sus amigos americanos. Es en Paris, Texas, sin embargo, cuando retoma los mismos motivos que llamaron la atención a Antonioni, y que sirven para hacer un potente análisis, no exento de crítica, de la sociedad americana. El desierto, y con él el simulacro, se ponen en primer plano. ¿Qué es si no ese París situado en el estado de Texas, punto de peregrinación en la película, que nada tiene que ver con su referente nominal? La película de hecho empieza con la aparición de Travis (Harry Dean Stanton) a través del desierto, amnésico. Como el desierto, no tiene raíces, ni una historia detrás. Tiene que ir reconstruyéndola a través de imágenes, de fotos, de cintas de Súper 8 y, finalmente, de la visión de su ex-mujer a través de un cristal. En esa tierra de superficialidad (de bella superficialidad muchas de las veces) y sin raíces, las relaciones tienden a no aguantar fuertes lazos. Eso es lo que nos muestra a lo largo de todo el film Wenders, pero que sobre todo remarca en una de las últimas escenas, esa preciosa y desgarradora secuencia en el peep show entre Travis y Jane (Natassja Kinski). El cristal que los separa y que no les permite tocarse, los convierte en puras imágenes. Solo en esa relación mediada pueden resolver su pasado, su naturaleza y lo que surgirá entonces.

Wong Kar-wai, sin embargo, no llega tan lejos (tampoco trata de disparar muy alto). Pone en relieve, no obstante, motivos similares: el viaje, la falta de raíces, el desierto y muchas luces de colores que hacen el juego de simulacro, aunque sin subrayar o criticar esa condición. Como en las otras cintas, este deudor de la Modernidad europea crea unos personajes que deambulan sin poder agarrarse a nada. El mérito de la película es precisamente ese, cómo crea tales personajes que se diluyen en un espacio que como ellos está desarraigado. La protagonista, Elizabeth (Norah Jones), pasa de la claustrofóbica estructura de la primera parte del film, que ocurre casi íntegramente en un café de Manhattan atendido por Jeremy (Jude Law), a un viaje en donde intenta encontrarse a ella misma, pasando por Memphis, Tennessee, y por Nevada, en donde no acaba de tomarse demasiado en serio el desierto. El hiperrealismo y el kitsch forman la parte más real de esa América que Wong se atreve a explorar, pero la cámara pasa tras ella simplemente para regocijarse en sus postulados estéticos. Los personajes y sus relaciones, si bien tortuosas e inestables, son planos y resbalan con un espacio en el que no solo es difícil echar amarras, sino que tampoco da la posibilidad, como sí ocurría en los otros filmes, para crear algo nuevo. Ese algo nuevo venía irremediablemente en forma de imagen.

Tanto Zabriskie Point como Paris, Texas oponen el desierto, en toda su crudeza, pero también como algo que puede llegar a ser liberador, a las imágenes terriblemente falsas que ofrece la sociedad americana en sus ciudades. En la película de Antonioni, lo es tanto la empresa en la que trabaja Daria, como el plan para construir una urbanización en pleno desierto. En ambos casos, el director subraya y se jacta de un tipo de sociedad que se impone oficialmente, cuando es totalmente artificial, superficial y está lejos de llenar el vacío existencial de unos personajes que se sienten mejor reflejados en el desierto. En Paris, Texas el desierto es una tierra amnésica, sin raíces, pero que también sirve como punto de partida a Travis para encontrarse consigo mismo. Ese lugar perdido en Texas podía ser el lugar en el que sus padres le concibieron: ahí es entonces donde puede nacer de nuevo. En cambio, el peep show de Houston le separa del gran amor de su vida y, por tanto, de su pasado. Convierte su relación en una imagen irreal, pero sobre todo patética. La única opción que tienen es crearse una imagen de ellos mismos, dejarse ver el uno para el otro, para ser por lo menos recordados en tanto imagen. En My Blueberry Nights, Elizabeth también se ve inmersa en espacios irreales, en plenos simulacros. Pero lejos de preguntarse por esa naturaleza, Wong filma los cafés, bares y casinos por los que pasa Norah Jones como espacios vacíos, intercambiables y saturados de colores. El paso por el desierto de Nevada no se diferencia en nada de estos lugares, acaban deslizándose tras Elizabeth, quién parece haber dejado no solo el corazón, sino toda su persona, en Nueva York. Sin embargo, no se da cuenta (ni Elizabeth ni Wong lo hacen) de que el verdadero Estados Unidos está en el desierto. Y no puede estar en otra parte.

 

 © Daniel Mourenza