De dioses y hombres

En territorio divino

 

Cuando entro en la sala de cine dispuesta a disfrutar al fin del tan esperado último filme de Xavier Beauvois, De dioses y hombres (Des hommes et des dieux, 2010), intuyo que las dos próximas horas no van a ser especialmente agitadas. Las luces apagadas, las figuras desdibujadas de unos monjes aparecen en la pantalla y desaparecen instantes después por el fondo del cuadro. Este primer plano secuencia anuncia la naturaleza del tiempo fílmico, tiempo dilatado que el silencio habitual del monasterio intensifica, tiempo de reflexión y de sosiego. La sala oscura “se improvisa” en espacio de oración e introspección, las imágenes cinematográficas sustituyen las figuras religiosas, los espectadores nos convertimos en séquito de fieles, adoradores de la luz del proyector que esboza unas formas que reconocemos.

De dioses y hombres se inscribe en una tendencia del cine de los últimos años a figurar el cuerpo humano como sustancia que sufre, objetivo de humillaciones y maltratos, materia fílmica en descomposición. El cine actual parece dirigir una cruzada contra el cuerpo, convirtiéndolo en el chivo expiatorio de la maldad del ser humano. Cuerpos maltratados los de los niños de La cinta blanca (Das weisse Band, Michael Haneke, 2009) que sufren la violencia de una cultura en el germen del nazismo; cuerpo expuesto, violado, despreciado de Saartjie Baartman en Vénus noire (Abdellatif Kechiche, 2010) y de la prostitutas de La vie nouvelle (Philippe Grandrieux, 2002); cuerpos que el encuadre aísla del entorno en Ne change rien (Pedro Costa, 2009), cuerpos humillados que sobreviven a la reclusión en Un profeta (Un prophète, Jacques Audiard, 2009), cadáveres de los estudiantes de Columbine en Elephant (Gus Van Sant, 2003), cuerpo en proceso de destrucción del inspector Terence McDonagh en Teniente corrupto (The Bad Lieutenant: Port of Call – New Orleans, Werner Herzog, 2009). La paranoia de la enfermedad, de la agresión, del culto a la figura, son los nuevos ejes alrededor de los cuales se construye el cine contemporáneo: el cuerpo deviene el símbolo del sinsentido y de la alineación, encarna el sufrimiento de la humanidad. Desunido del espíritu, el cuerpo es solo un envoltorio que padece.

Los cuerpos de los monjes de De dioses y hombres sufren, pues la mayoría de ellos son de edad avanzada. Una de las escenas finales, que muestra el arresto de los religiosos por parte de los terroristas islámicos, pone en relieve el maltrato que los individuos padecen en su lucha. Uno de los monjes más viejos, extenuado, paralizado por el frío y por la vejez de su cuerpo, se desplaza con dificultad, jadeando, al límite de sus fuerzas. El camino se nos hace interminable y auspicia el final de la película, un desenlace amargo en el que lo único que resta es el vacío. Una sucesión de planos del monasterio desértico perturban por su sencillez y por su fuerza: donde antes había vida, ahora no hay nada. Es una cuestión ontológica, metafísica, la que aquí se trata: las acciones que un individuo lleva a cabo durante su vida, que le definen, y su efecto son efímeros: desaparecerán con la defunción del cuerpo.

Los personajes del ultimo filme de Xavier Beauvois responden a las características del personaje moderno, cuya descripción psicológica queda supeditada a su funcionalidad, a los actos que llevan a cabo: “Eres lo que haces”. Por ese motivo los monjes no pueden ceder a las amenazas de los terroristas; la rendición supondría la negación de su identidad. El cineasta explorador ahonda en la metafísica del espíritu humano: la negativa de los monjes a una claudicación participa más de un rasgo del carácter que de una verdadera creencia en los valores que predican. Los movimientos de la psique visan a la integridad y a la coherencia de la propia identidad, la naturaleza estática del espíritu es signo de honestidad. Un ligero viraje en la conducta derrumbaría la edificación sólida que constituye la esencia del carácter de los religiosos.

Sonido y silencio proceden como síntoma de la naturaleza de los individuos. El ruido incesante de los helicópteros y las bombas de los rebeldes interrumpe las oraciones de los religiosos. Su refugio se ve finalmente invadido por el fragor de la violencia. Conservar el silencio y la calma del monasterio resulta imposible, pero los monjes reaccionarios entonan una “contramelodía” que se eleva por encima del estruendo de la batalla; de nuevo, la esencia de los personajes es figurada por las acciones y elecciones. Los religiosos son lo que eligen hacer. El canto religioso tiene un mensaje evidente: la rendición es inimaginable.

El primer largometraje de Xavier Beauvois, Nord (1991), presentaba una narración con numerosos elementos autobiográficos, una tragedia familiar que desvelaba el pasado del realizador, obsesionado por aquel drama “edipiano”. En Le petit lieutenant (Xavier Beauvois, 2005), los personajes vivían atormentados por los fantasmas del pasado y los demonios de la personalidad, y, en Según Matthieu (Selon Matthieu, Xavier Beauvois, 2000), una historia de venganza y pasión dolorosa constituía el motivo del relato. Las relaciones humanas en el cine de Beauvois son complejas, coartadas por un pasado convertido en presente: la muerte del padre o el hijo es una constante en sus películas, la tragedia redefine la identidad de los personajes y les condena a una existencia de venganza. En De dioses y hombres la fatalidad es otra, el conflicto edipiano desaparece en favor de una metafísica del comportamiento humano. El último filme del cineasta francés es una obra de redención para con el espectador pero, sobre todo, para con su autor, cuyo viaje iniciático termina en la placidez de la vida monacal: la tragedia del destino ineludible, del pasado que reaparece sin cesar, convertida en esperanza en el ser humano.

 

 © Lucía Miguel