Contra el cinismo: ¿puede el cine (todavía) hacernos mejores?

En busca de la felicidad

1. La crueldad imperante

Sería caprichoso deslegitimar en su conjunto el llamado cine de la crueldad contemporáneo; una etiqueta resbaladiza de uso corriente entre la crítica para referirse, mayormente de forma despectiva e incluso moralista, a la obra de directores de prestigio del circuito de festivales como Lars Von Trier, Amat Escalante, Gaspar Noé, Ulrich Seidl o Michael Haneke. Es innegable que en muchas de sus películas el uso de la violencia es de naturaleza problemática —un término que, en ocasiones, esconde una voluntad censora de carácter ideológico—, pero la responsabilidad del analista obliga a abordar cada filme de forma pormenorizada sin ceder a los prejuicios. ¿Es posible apreciar una película que recurre continuadamente a la crueldad hacia sus personajes y hacia el espectador? Normalmente, no, pero es en la puesta en escena, en la coherencia o en la arbitrariedad de ciertas decisiones formales, donde cabe poner el énfasis al enfrentarse a filmes de este tipo. Pese a ello, es innegable que, en las últimas dos décadas, certámenes como Cannes, Venecia, San Sebastián o Berlín han acogido (y, por tanto, fomentado en sus criterios de selección) un gran número de producciones rendidas a la crueldad —con algunas variantes que acentúan una visión negativa del género humano, como la sordidez o el miserabilismo— y que esta tendencia define, a día de hoy, un determinado imaginario colectivo, particularmente en el cine procedente de América Latina, tal y como ha denunciado el prometedor cineasta mexicano Fernando Frías de la Parra (1):

“La verdad es que yo sí creo que algo mal hemos hecho cuando cierto cine latinoamericano ha encontrado una fórmula que le llevó a verse a sí mismo a través de una mirada europea (con filtros de fondos de producción y festivales) que se nutre o le gusta mirar la sordidez, la decadencia desde un cristal estilizado, como si fuera una forma de sublimar el tono. Se vuelve un poco como el traje del emperador: hay toda una esfera cinematográfica en Latinoamérica que detrás de una pretendida «denuncia» despliega una contemplación de la miserabilidad.”

«Heli», de Amat Escalante

Dicho esto, no podemos olvidar que, históricamente, el cine de la crueldad lo han practicado, en mayor o menor medida, autores como Eric Von Stroheim, Carl Theodor Dreyer, Preston Sturges, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock o Akira Kurosawa. Al menos, así lo sostenía François Truffaut en el prólogo de un libro que compilaba artículos de André Bazin sobre estos seis cineastas (2), donde consideraba que detrás de sus películas “encontramos a un moralista”, que cuenta con “un estilo bien peculiar y un ángulo de visión subversivo” y al que, por ello, cabe englobar en el grupo de “cineastas de la crueldad”. Desde otra perspectiva, Víctor Erice celebraba la frontalidad de la tortura filmada por Roberto Rossellini en Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945), donde vemos cómo un oficial de la Gestapo humilla violentamente hasta la muerte a un partisano. La inédita crueldad mostrada por el director italiano supuso, para Erice, un gesto muy revelador: “Justamente allí donde un cineasta clásico hubiera utilizado, en el noventa por ciento de los casos, una elipsis (…) Rossellini no escondía a nuestra mirada el acto del horror; por eso, unos años después, se puede escribir que allí, en aquel preciso instante (…) había nacido el cine moderno” (3).

«Roma, ciudad abierta», de Roberto Rossellini

No pretendo igualar el cine de la crueldad de hoy con la obra de estos grandes autores —a los que podríamos sumar otros cineastas que han trabajado lúcidamente con la materia sensible de lo cruel, como Nagisa Oshima, Pier Paolo Pasolini o Georges Franju—, pero estimaba necesaria esta pequeña digresión para señalar que la misión de este artículo no es despreciar, en términos morales y de gusto, al cine de la crueldad respecto a los valores de lo que aquí llamaremos un cine de la felicidad. Se trata más bien de esbozar hasta qué punto las hipótesis del filósofo Stanley Cavell en sus célebres ensayos La búsqueda de la felicidad: La comedia de enredo matrimonial en Hollywood (4) y El cine, ¿puede hacernos mejores? (5) son vigentes hoy en día, cuando el cinismo y la crueldad parecen imponerse en los contornos del cine de autor. Para ello, recurriremos a cuatro películas estadounidenses recientes en las que es posible detectar ligeros rasgos de esas comedias clásicas que, para Cavell, tenían la capacidad de formarnos filosóficamente para aspirar a la felicidad en nuestras vidas: First Cow (Kelly Reichardt, 2019), Un amigo extraordinario (A Beautiful Day in the Neighborhood, Marielle Heller, 2019), El rey del barrio (The King of Staten Island, Judd Apatow, 2020) y On the Rocks (Sofia Coppola, 2020).

2. Perfeccionismo y compasión

Solo la película de Coppola hereda, parcialmente, los patrones argumentales de las siete remarriage comedies (la traducción habitual al castellano es “comedias de enredo matrimonial”) de los años treinta y cuarenta que sirven de base para las reflexiones del pensador estadounidense (6), donde “una pareja se encuentra a punto de divorciarse, de modo que el objetivo del relato cinematográfico consiste en reunir al hombre y a la mujer para que vuelvan a estar de nuevo juntos, para que vuelvan, por así decirlo, a casarse. Para Cavell, la validez o el vínculo del matrimonio no dependen de ninguna legitimación social o religiosa, sino de cierta disposición a afirmar ‘la felicidad del gesto inicial’” (7). Sin embargo, sí cabe advertir en los filmes de Reichardt, Apatow y Heller coincidencias de algunos personajes con ese “perfeccionismo emersoniano” (8) defendido por Cavell [a partir de la filosofía de Ralph Waldo Emerson] en el que se contempla que todos los seres humanos “estamos capacitados para modelar nuestro carácter con vistas a parecernos un poco más a la imagen del bien en la que creemos, confiamos y nos queremos reconocer” (9). Así, determinadas películas pueden brindarnos pautas de conducta que inspiren nuestra educación sentimental más allá de los marcos de una relación de pareja: “Lejos de tener como referencia las morales abstractas, lo que el cine nos ofrece cuando pone en escena nuestras confrontaciones cotidianas con los otros (nuestros amantes, nuestros amigos, nuestros padres o, simplemente, nuestro prójimo) es una moral de lo ordinario, no atenta a deberes abstractos o a cálculos utilitaristas, sino ante todo a una fidelidad a sí mismo, a la capacidad de la conversación con el otro, a una vida democrática en la que cada uno debe enfrentar al otro en un pie de igualdad” (10).

«On the Rocks», de Sofia Coppola

En On the Rocks, Laura (Rashida Jones) debe recuperar la añorada “felicidad del gesto inicial” con su marido Dean (Marlon Wayans) —que percibimos en las imágenes ensoñadoras iniciales de la boda de ambos unos años atrás— y hacer frente a una hipotética infidelidad por parte de él; en Un amigo extraordinario, Lloyd (Matthew Rhys) se ha convertido en padre y se ve obligado a abordar la reconciliación con su propio progenitor, Jerry (Chris Cooper), que le abandonó de pequeño y ahora está a punto de morir; en El rey del barrio, el peterpanesco Scott (Pete Davidson) intenta hacer las paces con el fantasma de su padre fallecido —en un incendio, cuando ejercía de bombero— mientras se enfrenta a su madurez al ser expulsado del nido maternal y en First Cow surge la posibilidad de una cálida amistad entre Cookie (John Magaro) y King-Lu (Orion Lee), dos outsiders que para prosperar en la tierra prometida americana de principios del siglo XIX roban la leche de la solitaria vaca de un terrateniente para elaborar unos exitosos dulces. Además, tres de estas películas cuentan con una figura masculina emblemática, que mantiene conversaciones con los personajes centrales hasta el punto de condicionar sus decisiones morales: Felix (Bill Murray), el padre de Laura en On the Rocks, es un veterano playboy que lidera las pesquisas detectivescas sobre el sospechoso marido de su hija y con el que ella, a su vez, también debe reconciliarse por haber dejado a su madre por otra mujer; Fred (Tom Hanks), que se inspira en el célebre presentador televisivo estadounidense Mr. Rogers —que enseñaba a los niños a lidiar con la complejidad de sus sentimientos desde la pequeña pantalla— aporta sus consejos a Lloyd en varios encuentros en Un amigo extraordinario, y, por último, Ray (Bill Burr) es el nuevo novio —de profesión, también bombero— de la madre de Scott en El rey del barrio, que tras pelearse con el joven le acaba descubriendo la comunidad de la que formaba parte su padre y ofreciéndole la posibilidad de adaptarse a la sociedad y reconciliarse con su pasado.

No importan tanto las diferencias y coincidencias narrativas entre estas cuatro películas como la mirada tolerante y compasiva que comparten Coppola, Reichardt, Heller y Apatow hacia sus criaturas. Hay una voluntad evidente de comprender a los personajes en toda su complejidad, de dejarlos expresarse sin golpes bajos dramáticos ni cortes repentinos de montaje, de confiar en sus conversaciones como aprendizaje mutuo que haga posible su mejora moral a lo largo del metraje. Además, First Cow, Un amigo extraordinario, El rey del barrio y On the Rocks huyen de las temáticas grandilocuentes, tal y como ocurría con las comedias clásicas celebradas por Cavell, donde “la atención del perfeccionismo no se concentra en los problemas morales mediáticos, tales como el aborto, la pena de muerte, la miseria, la desobediencia civil, la denuncia de escándalos, etc., y, por tanto, para algunos no contienen la menor perspectiva moral invocada” (11). Estamos, pues, ante un cine de historias íntimas y cotidianas, donde pesan más las interlocuciones entre los personajes que los giros de la trama o los discursos subrayados. Ni tan siquiera la transformación de los protagonistas, el perfeccionismo emersoniano al que antes nos referíamos, debe suponer un “estado final o perfecto que cada cual debe alcanzar o buscar” porque, en palabras de Cavell, “la idea es siempre la de una liberación de un estado presente, hacia un estado lejano o próximo” (12). No hay un cierre definitivo, un The End en la evolución de los personajes, sino un aprendizaje vital que no termina nunca: “Alrededor de cada círculo, es posible trazar otro círculo”, según la fórmula establecida por Emerson. Ninguna imagen expresa mejor este concepto que la de Scott vagabundeando por la ciudad y mirando al cielo en la última escena de El rey del barrio, donde este veinteañero parece redescubrir un mundo de nuevas posibilidades tras haber resuelto algunos conflictos que enturbiaban su existencia. Todavía le queda mucho camino por recorrer.

«El rey del barrio», de Judd Apatow

3. Alabanza de la puesta en escena

A partir de la obra de Cavell, el doctor en filosofía Antonio Lastra ha desarrollado la noción fundamental de “alabanza”, que a su entender es la que nos permite aspirar a la felicidad como espectadores a partir de los ejemplos fílmicos: “Si el cine puede hacernos mejores, como me gustaría afirmar aquí, esa nueva condición que adquirimos por el hecho de que haya películas y las veamos tiene que ser éticamente semejante a la enseñanza de la alabanza de la que el hombre libre es capaz y que el cine, como la poesía, puede transmitir”. Dicho elogio —prosigue Lastra— “es una forma de conocer o reconocer la existencia de algo que no podríamos hacer si no fuera en sí mismo una imagen o una idea del bien. No podríamos alabar las bondades de una cosa sin agradecerlas” (13). Según esta tesis, que recoge con una mirada más escéptica hacia los postulados de Cavell el académico Francisco Javier Ruiz Moscardó, “la experiencia cinematográfica (…) revela algo acerca del ser humano antes que sobre el film. Y eso que revela es algo así como el deseo humano de escapar de la cárcel de la subjetividad para alcanzar la realidad, extenderse hacia ella y dejarse afectar”. Porque algunos filmes “nos golpean porque nos involucran, nos atrapan, hacen que algo nos ocurra.” Y, por tanto, Ruiz Moscardó asume —siguiendo a Cavell— que la contemplación de ciertas películas “invita al espectador a reflexionar sobre sí y, llegado al caso, a transformarse(14).

¿Pero hasta qué punto podemos tener fe en los efectos de esta inmersión cinematográfica? ¿No existe una cierta ingenuidad en la asunción de que el visionado de una película puede hacernos realmente mejores? ¿Es posible que esta defensa cavelliana de una idea del bien derive en la celebración de filmes edificantes y necesarios por sus valores morales pero irrelevantes formalmente? Si nos fijamos en las cuatro películas que hemos englobado dentro del cine de la felicidad, podemos alabar los comportamientos de algunos de sus personajes en momentos significativos de las mismas: la sencilla reconciliación del matrimonio de On the Rocks con una breve charla en la calle que aúna humor, sinceridad y complicidad; el reencuentro hogareño de toda la familia antes dividida en Un amigo extraordinario para compartir con el padre de Lloyd los últimos días de su vida; el afecto y la protección mutua que se profesan los amigos Cookie y King-Lu en First Cow cuando huyen juntos por el bosque de los lacayos del terrateniente o, también, los distendidos y jocosos tiempos muertos en la estación de bomberos de El rey del barrio, donde Scott es acogido y se integra en las dinámicas del grupo masculino. Sin embargo, consideramos que las alabanzas del crítico no deberían recaer tanto en estas conductas ejemplares de los personajes como en la puesta en escena que las posibilita. Porque cuando experimentamos como espectadores un “golpe en el alma” (Cavell) (15) ante un instante cinematográfico revelador, lo estético puede tener tanto peso (o más) que lo ético. Y decimos esto siendo conscientes de que este filósofo solía obviar en sus ensayos los aspectos formales de las películas y prefería centrarse en la trama o los diálogos. Por lo que podría intuirse, como lo sugiere Ruiz Moscardó (16), que “el criterio de Cavell no es estético”, sino “un recurso ad hoc para apropiarse de ciertos films en su legítimo derecho de teorizar el perfeccionismo con la ayuda del material fílmico”. ¿Era el cine, por tanto, una mera herramienta formativa para este pensador? En buena parte, sí, y, por ello, sería deseable no asumir sus reflexiones acríticamente y enriquecer la mirada cavelliana con lo que nos aporta el análisis fílmico.

«Un amigo extraordinario», de Marielle Heller

Volviendo sobre las películas que nos ocupan, me gustaría alabar cómo Coppola logra plasmar visualmente el paso de los años en un matrimonio con dos encuadres parecidos, pero de significado opuesto, en el arranque de On the Rocks. Primero, la directora opta por un plano a ras de suelo para mostrarnos la ropa desperdigada de Laura y Dean, que se desnudan rápidamente para bañarse juntos en una lujosa piscina en su noche de bodas. Después, en una escena que llega tras un fundido a negro en el que emerge el título del filme, Coppola emplea un tiro de cámara casi idéntico para mostrarnos cómo la protagonista recoge del suelo del piso familiar los juguetes y prendas de sus dos hijas antes de estirarse en la cama, donde se ríe con un monólogo televisivo de Chris Rock dedicado al escaso sexo en la vida conyugal. Ambas secuencias, que están unidas por una música embriagadora que se apaga progresivamente a medida que se impone la cotidianidad, marcan el tono de esta comedia melancólica y sutil, donde abundan detalles formales de este tipo y predomina una agradecida ligereza. También en El rey del barrio y, sobre todo, en First Cow hay decisiones de puesta en escena inspiradoras, en las que se hace patente esa empatía hacia los personajes y hacia el espectador a la que antes aludíamos.

Las dos fases del matrimonio en «On the Rocks»

En la película de Reichardt podemos fijarnos en la delicadeza con que la cineasta filma cada uno de los encuentros entre los dos amigos protagonistas. El descubrimiento nocturno de King-Lu, agazapado y desnudo entre los matorrales, por parte de Cookie, que busca alimentos en la tierra del bosque con los que cocinar para los cazadores de pieles que le han contratado, ya plasma la fragilidad e intimidad que compartirán ambos personajes, así como su solidaridad invariable: Cookie ofrecerá una manta, comida y un cobijo en su tienda de campaña al desconocido, que está siendo perseguido por unos tramperos rusos que quieren matarle. Más adelante, se reencontrarán en una bulliciosa taberna que parece vaciarse de golpe para que dispongan de un entorno reposado en el que conversar. Será entonces cuando la cámara de Reichardt perseguirá, desde distintas perspectivas, sus miradas cómplices, su tenue coqueteo y sus medias sonrisas esbozadas, todo ello con la presencia irónica de un bebé entre ambos —situado en su cuna en la barra del bar— que otorga una naturaleza casi familiar a la escena. Como muestra de respeto, Cookie limpiará poco después la cabaña de King-Lu y la decorará con un ramo de flores silvestres, mientras su amigo corta leña en el exterior para que puedan calentarse. La composición de dicha escena evocará inevitablemente a muchos wésterns clásicos, con esa puerta y esa ventana que separan la civilización de lo salvaje, el hogar de la naturaleza. Hacia el final de First Cow, cuando ambos ya guarden pocas esperanzas de reencontrarse tras haber huido cada uno por su cuenta de los hombres del terrateniente, la cineasta volverá a mostrarnos esa misma cabaña con un encuadre muy similar: Cookie verá a King-Lu desde el interior de la modesta morada —en la que ambos llegan a compartir una vida tierna y cotidiana durante unos días— y se dirigirá hacia él para abrazarle, en la que será la primera muestra de contacto físico que vemos en toda la película. Un poco después, justo antes de que irrumpan los títulos de crédito finales, podremos verlos descansar acurrucados en el bosque, nuevamente a ras de suelo, y dándose la mano hasta una muerte compartida que Reichardt eludirá, pero que revelará la joven que descubre sus esqueletos dos siglos después.

La amistad en «First Cow»

Aunque formalmente El rey del barrio es una película más convencional que las de Coppola y Reichardt —incluso, por momentos, Apatow emplea montajes musicales picados un tanto ramplones para compilar situaciones, como las distintas citas amorosas de la madre de Scott con Ray—, lo cierto es que el filme sí sobresale por su dirección de actores y por trazar una suerte de topografía del distrito neoyorquino de Staten Island mediante las localizaciones elegidas para las escenas exteriores. Abundante en primeros planos, verborreica y en constante movimiento, El rey del barrio queda definida por el rostro desdibujado del cómico Pete Davidson, donde se concentran todas las vacilaciones de Scott, que tanto vagabundea por la ciudad lanzando crudas puyas verbales a sus interlocutores como pone en evidencia su fragilidad vital. Anclado en una eterna post-adolescencia errática y bañada en marihuana, nuestro protagonista parece incapaz de gestionar las responsabilidades de la vida adulta, todavía afectado por el trauma infantil de la muerte de su padre. Un plano/contraplano en el que observa la actuación del bombero Ray en un incendio es el corazón de la película. Allí, Scott toma consciencia de lo que suponía la profesión de su progenitor y muestra al fin aprecio por la nueva pareja de su madre. Allí, la vertiente autobiográfica del filme —que toma prestados muchos elementos de la propia vida de Davidson— se refleja en el rostro abrumado del comediante, que perdió con tan solo siete años a su padre bombero, cuando se introdujo en el World Trade Center para rescatar a víctimas de los atentados del 11-S.

Un plano/contraplano con resonancias autobiográficas en «El rey del barrio»

El caso de Un amigo extraordinario merece una lectura singular en clave cavelliana, ya que tanto el desarrollo argumental como la puesta en escena de la película de Heller son una invitación heterodoxa a debatir algunas de las ideas sobre el bien del pensador estadounidense. ¿No es acaso el personaje de Mr. Rogers al que da vida Tom Hanks un modelo de conducta vital, un “héroe” (según la etiqueta que le otorga la directora de Esquire) que inspira a los niños y les enseña a gestionar mejor sus sentimientos, a aprender a ser felices como lo hacen determinadas comedias para Cavell? ¿Y no podría ser que Lloyd, el periodista cínico interpretado por Matthew Rhys, que desconfía de la bondad de Rogers y se muestra incapaz de asumir su empatía inagotable hacia los demás, se comporte como un espectador contemporáneo escéptico que no cree en la honestidad de un cine de la felicidad? En un diálogo revelador, Lloyd le pregunta a la mujer del presentador televisivo qué supone “estar casada con un santo viviente”, a lo que esta le responde contrariada: “No me gusta ese término. Si piensas en él como un santo, entonces su forma de ser es inalcanzable. Trabaja en ello todo el tiempo. Es una práctica. No es una persona perfecta. Tiene su temperamento. Él elige cómo responder a esa ira”. ¿No hay también en estas palabras una conexión con el perfeccionismo moral, con esa necesidad de seguir practicando día a día para alcanzar la felicidad a partir de un buen comportamiento? Lo cierto es que la trama de Un amigo extraordinario parece abrazar el optimismo al mostrarnos una conversión de Lloyd, que acaba por perdonar a su padre, por abandonar su cinismo y por asumir un rol de progenitor comprometido con su bebé, pero en algunas imágenes del filme se percibe una cierta extrañeza, una ambigüedad que evita lecturas unívocas. Esto ocurre particularmente en el plató televisivo en el que graba Mr. Rogers, donde las marionetas con voces variopintas, las canciones y las maquetas acaban por configurar un escenario irreal y extravagante, que da lugar a la emocionante escena onírica de la transformación de Lloyd. En dicho entorno infantil y en otros instantes un tanto desconcertantes, como en un viaje en metro en el que los pasajeros de un vagón cantan al unísono la melodía popularizada por el presentador o en una entrevista en la que el personaje de Tom Hanks esquiva las preguntas incómodas del periodista recurriendo a sus marionetas, la película nos plantea una pregunta esencial: ¿Es real la personalidad de Mr. Rogers o estamos ante un individuo que representa, que se ha construido un personaje ideal para su imagen pública que no se corresponde con su forma de ser? La respuesta no es evidente, pero intuimos que este amigo extraordinario debe lidiar con una carga emocional considerable, tal y como plasma Heller en la última escena del filme, donde le vemos solo, en la semioscuridad del plató, aporreando las teclas de un piano de cola antes de… volver a tocarlo para seguir con su vida.

El singular universo del plató televisivo y la soledad de Mr. Rogers en «Un amigo extraordinario»

4. La precariedad democrática

Apenas hemos resaltado la relevancia que Cavell otorga a la noción de democracia en sus textos filósofico-cinematográficos, pero cabe subrayarlo porque este pensador deja entrever que sus reflexiones solo son aplicables en el marco de un sistema que garantice la igualdad entre ciudadanos. En este sentido, el carácter masivo y popular que ha tenido históricamente el cine es fundamental para asimilar algunas de sus aseveraciones, tal y como resume Antonio Lastra:

“Que el cine haya democratizado la cultura implica que nos demos cuenta de por qué el cine —heredero, como sugiere Cavell, de novelas como las de Jane Austen o George Eliot, de una ética de la literatura— ha sido capaz de convertirse en un fenómeno de masas sin acepción de personas. El perfeccionismo moral o democrático de Cavell es una manera de responder a la masificación con la singularidad. El cine nos hace mejores a todos —porque no habría masas sin que todos los seres humanos fueran iguales— y a cada uno, porque no habría espectadores si los seres humanos no fueran libres. El cine, como la poesía, enseña a los hombres libres, pero también a los hombres iguales, a alabar un mundo visto, proyectado” (17).

En la misma línea, Francisco Javier Ruiz Moscardó constata que, para Cavell, la felicidad solo es posible en democracia, lo que le llevaría a elegir las remarriage comedies para elaborar su discurso:

“Es por ello que los enredos matrimoniales, además de la plasmación del carácter irreductiblemente dialógico y moral de los seres humanos, deben observarse como trasunto y alegoría de la política democrática. O, dicho de otro modo, encuadra el estilo de vida perfeccionista dentro de la articulación de un sistema democrático, cuya adhesión solo puede sernos exigida en virtud del perpetuo cuestionamiento del sistema. Por esto Cavell reniega de la idea de un perfeccionismo elitista que se mueva en el horizonte de un “estado final o perfecto” para los “privilegiados”: la democracia nunca es conclusiva y cerrada, al menos si merece tal nombre. Democracia política y perfeccionismo moral se necesitan mutuamente para articularse, y solo su correcta y efectiva vinculación puede ofrecernos la vida feliz e igualitaria a la que todo ser humano tiende; esa nueva forma de habitar el tiempo y de hacernos inteligibles para con los otros. Único recetario, arguye Cavell, para una vida plena y satisfactoria” (18).

El idealismo democrático de Cavell topa, sin embargo, con determinadas limitaciones si lo aplicamos al cine en su conjunto. Porque, tal y como antes apuntábamos, esa aspiración a que los filmes plasmen una idea del bien es incompatible con una visión amplia del arte, ya que nos sugiere que ignoremos las películas que no se ajusten a la ética del perfeccionismo. Es más, siguiendo la lógica cavelliana, debemos preguntarnos si el cine, del mismo modo que puede hacernos mejores, también puede hacernos peores, tal y como advierte Ruiz Moscardó: “¿Acaso no puede comprometerse el cine con alguna imagen del mal? ¿No puede envilecernos, fomentar valores anti-democráticos, renegar del diálogo, del cuidado mutuo y del matrimonio? Y, si admitimos que puede hacernos peores (…) ¿no corremos el peligro de incurrir en el moralismo?” (19). De nuevo, aquí emerge una cuestión capital antes aludida: la necesidad de un acercamiento estético al cine que evite secuestros moralistas. Porque tanto el cine de la crueldad como el cine de la felicidad deben ser posibles en una sociedad democrática, independientemente de los valores éticos que transmitan.

En su particular refutación de algunas de las tesis maximalistas de Cavell, Ruiz Moscardó también detecta parcialidad e individualismo en la visión de la democracia que describe el pensador estadounidense, dado que en sus ensayos “nada se dice de las condiciones materiales y económicas que deben satisfacerse para que el perfeccionismo se implemente; todo queda reducido a una idealista transformación del ‘yo’, y a un alegato por la tolerancia y el diálogo”. Insistiendo en esta idea, el académico cuestiona que “sin igualdad económica pueda haber igualdad moral, y puedan emprenderse nuevos proyectos vitales a la manera en que Cavell los describe” (20). Sin necesidad de entrar aquí en consideraciones políticas, convendremos en que la mayoría de películas que sirven como ejemplo para las reflexiones del pensador norteamericano —desde las remarriage comedies a otros títulos más modernos, como Cuento de invierno (Conte d’hiver, Éric Rohmer, 1992)— nos muestran a personajes sin preocupaciones económicas, que pueden permitirse debates morales, filosóficos y sentimentales al tener las necesidades básicas plenamente cubiertas. Si nos acercamos a los cuatro filmes contemporáneos aquí abordados desde esta perspectiva, constataremos que tanto en Un amigo extraordinario como en On the Rocks los personajes gozan de una situación acomodada, mientras que en El rey del barrio y, sobre todo, en First Cow, las condiciones económicas sí apremian a los protagonistas, que deben buscarse la vida para seguir adelante.

El abrazo de Cookie y King-Lu en «First Cow»

Bajo su aparente sencillez descriptiva y contemplativa, la película de Reichardt traza sigilosamente un relato con conciencia de clase, con perspectiva histórica y con una mirada crítica hacia cómo se forjó la nación estadounidense. Lo estimulante es que dichos mensajes no parecen impuestos desde fuera de la narración, sino que emergen con suma naturalidad a partir de la puesta en escena. De ahí que intuyamos, mediante las imágenes, los sonidos ambientales y los diálogos, un futuro agotamiento de los recursos naturales —el abuso en la caza de castores, la radical transformación del paisaje de Oregón dos siglos después—, una eclosión imparable del comercio internacional —de la llegada por mar de una vaca solitaria a los enormes buques que hoy transportan mercancías— o un control político por parte del hombre blanco europeo —vemos todavía un crisol de culturas rico y multirracial, pero ya se percibe quién dominará el territorio—. Todo ello en un entorno semivirgen —muchas cosas y lugares “todavía no tienen nombre” y “la Historia aún no ha llegado”— en el que se forja una nueva sociedad, pero en donde la igualdad de oportunidades para prosperar acaba siendo una falacia. Así lo experimentan Cookie y King-Lu, que pronto asumen que sin capital o materias primas no podrán emprender un negocio, por mucho que detecten una “ventana de oportunidad”. Considerando esta serie de aspectos, podemos decir que First Cow logra conjugar, con indudable exquisitez formal, la búsqueda de la felicidad cavelliana —la ejemplar amistad de los dos protagonistas y sus aspiraciones de mejorar— con una visión del mundo realista, en la que el contexto político-económico condiciona las posibilidades de alcanzar nuestros anhelos vitales. Y es que por mucho que los dos personajes de Reichardt mueran antes de cumplir sus sueños de abrir un hotel para viajeros o una panadería, sí son capaces de vivir preservando “la fe en nuestros deseos de un mundo iluminado, frente a los compromisos que establecemos con la manera como el mundo existe”, lo que, según defiende Stanley Cavell, “constituye uno de los objetivos reconocibles de la filosofía” (21). ¿Será por tanto First Cow, el aparentemente menos obvio de los cuatro títulos que aquí hemos enmarcado dentro del cine de la felicidad, el filme reciente que mejor ha sabido actualizar las tesis cavellianas para nuestra contemporaneidad?

 

© Carles Matamoros, abril de 2021

(1)CONDE, Pablo. “Ya no estoy aquí. Entrevista a Fernando Frías de la Parra”, SOFILM, núm. 74, págs. 92-97, 2021.
(2) BAZIN, André; TRUFFAUT, François (Prólogo). El cine de la crueldad: de Buñuel a Hitchcock, Ediciones Mensajero, págs. 9-17, 1977.
(3) Citado en QUINTANA, Àngel. “La ética del cineasta ante la inevidencia de los tiempos”, Formats: revista de comunicació audiovisual, núm. 3, 2001. [Puede leerse el artículo en este enlace: https://www.raco.cat/index.php/Formats/article/view/256090/343041]
(4) CAVELL, Stanley. La búsqueda de la felicidad: La comedia de enredo matrimonial en Hollywood, Paidós, 1999. [El libro original en inglés es de 1981]
(5) CAVELL, Stanley. El cine, ¿puede hacernos mejores?, Katz, 2008. [Se trata de una compilación de ensayos y conferencias de Cavell publicada anteriormente en francés en 2003]
(6) Los títulos son Sucedió una noche (It Happened One Night, Frank Capra 1934), La pícara puritana (The Awful Truth, Leo McCarey 1937), La fiera de mi niña (Bringing up Baby, Howard Hawks 1938), Historia de Filadelfia (The Philadelphia Story, George Cukor 1940), Luna nueva (His Girl Friday, Howard Hawks 1940), Las tres noches de Eva (The Lady Eve, Preston Sturges 1941) y La costilla de Adán (Adam’s Rib, George Cukor 1949).
(7) LASTRA, Antonio. “El cine nos hace mejores. Una respuesta a Stanley Cavell”. Enl@ce: Revista Venezolana de Información, Tecnología y Conocimiento, núm. 6 (1), págs. 87-95, 2009.
(8) Expresión de Stanley Cavell que aparece en varias ocasiones en El cine, ¿puede hacernos mejores? (Ver nota 5).
(9) RUIZ MOSCARDÓ, Francisco Javier. “El cine, ¿puede hacernos peores? Stanley Cavell y el perfeccionismo moral”, Ideas y valores: Revista Colombiana de Filosofía, núm. 162, págs. 51-70, 2016.
(10) Frase extraída de la solapa de la edición argentina del libro El cine, ¿puede hacernos mejores? Ver nota 5.
(11) Ver nota 5.
(12) Ídem.
(13) Ver nota 7.
(14) Ver nota 9.
(15) Ver nota 8.
(16) Ver nota 9.
(17) Ver nota 7.
(18) Ver nota 9.
(19) Ídem.
(20) Ibídem.
(21) Ver nota 5.