Contemplaciones, proyecciones y otras miradas en ‘Phoenix’ y ‘Transit’

Lo que vemos en los demás

“Miraban su cara cansada y sucia, su ropa vieja, pero lo terrible era que nadie lo veía, no existía en su mundo”, dice un narrador que no conocemos relatando la historia de Georg (Franz Rogowski), el protagonista de Transit (Christian Petzold, 2018), refugiado en fuga. Cuando el narrador concluye esa frase, no obstante, alguien sí ve a Georg. Una mujer invade la imagen, ingresa veloz y agarra su hombro en un gesto que anticipa un reencuentro melodramático, una búsqueda que llega a su resolución. La sonrisa de la mujer, sin embargo, se transfigura en un solo segundo. Él no era la persona a la que ella buscaba, pero Georg y la cámara quedan prendados de su imagen, sin seguirla aunque sin apartar la mirada. La mujer huye tan rápido como entró al encuadre, y, antes de dejarnos atrás, gira enojada, con ojos que fugazmente parecen dirigirse a la cámara, cual si nosotros, del otro lado, le hubiésemos tendido una trampa.

Caminando hacia adelante, pero mirando hacia atrás, ella, Marie (Paula Beer), recorre la línea que Petzold (Alemania, 1960, de la generación Berliner Schule) ha querido trazar en sus dramas históricos, una línea de travesías, de tránsitos y de transitoriedades por la Historia alemana y por el melodrama. Alumno de Harun Farocki, con quien comenzó a co-guionar en la década de 1990, las películas de Petzold—hasta la muerte de su compatriota, pero incluyendo Transit, finalizada cuatro años después— fueron gestadas como un diálogo, nacidas de conversaciones entre ambos durante largas caminatas, desarrolladas por Petzold y luego revisadas por Farocki, con un plano/contraplano ya contenido en la creación. En las imágenes de Petzold, no obstante, el intercambio contenido en las miradas emerge como una serie de malentendidos —el conflicto histórico en su esencia, quizá—, una comunicación perdida, en la que cada personaje escruta, pero, obstinado, solo encuentra lo que quiere ver.

Antes de que sepamos su nombre y su historia, Marie volverá a manifestarse. Volverá a entrar y salir, veloz, como una aparición, aún en una búsqueda infructífera por su esposo, Franz Weidel, un escritor que sabemos muerto, y cuyo lugar Georg ocupa sin quererlo, pero sin negarlo. En bares, consulados y calles de Marsella, Marie emergerá inquisitiva, en movimiento, preguntando únicamente con los ojos. “Todos acababan de verle… Nunca llego a tiempo”, confiesa luego a Georg, quien, sin que ella lo sepa, bloquea su vista y oculta, en su usurpación de identidad, el verdadero paisaje desolador de la muerte de su esposo. Entretejido a su relato, en un segmento entre fantasía y flashforward incierto, la vemos deambulando por las calles de Marsella. “¡Marie!”, grita la voz de Georg —o, sin que podamos identificarlo, de Franz—, y ella gira, ahora sin dudas mirando a la cámara, severa, en aquella conjunción perversa de deseo y condena que describía Marc Vernet (1).

Con su gabardina azul, blusa roja, zapatos elegantes y pelo marrón ondulado, Marie se destaca en el presente anacrónico que retrata Petzold, un presente que, sin comprometerse exclusivamente con el ahora ni con el antes, busca evocar tanto la invasión nazi en Francia como la actual crisis de refugiados europea. Sin embargo, Marie no será uno más de los elementos visuales que nos arrojarán entre el presente y el pasado. No podremos equipararla a las máquinas de escribir antiguas, los pasaportes mustios o los telegramas de Western Union que puntuarán la imagen de vez en cuando, recordándonos la invasión y subrayando que este momento en la historia, este crimen, no es excepcional. Ella, en cambio, emerge como el espectro de otro espectro, como el recuerdo levemente desvanecido que guardamos de Nelly (Nina Hoss), uno de los fantasmas anteriores de Petzold (Phoenix, 2014), con la gabardina azul, el vestido rojo, los zapatos elegantes y el pelo marrón ondulado que Johnny (Ronald Zehrfeld), en una reescritura de Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958), le obliga a utilizar para hacerse pasar por su esposa fallecida en un campo de concentración nazi, sin saber que está ante la presencia de la misma mujer que daba por muerta.

Nelly, al igual que Georg, calla las travesías y los dobleces de su identidad, y busca, en cambio, encontrarse en la mirada del otro; nunca sabremos cuál era el rostro de Franz —solo veremos el lavabo ensangrentado en el que se suicidó— ni cómo eran las facciones de Nelly antes de su reconstrucción facial —solo veremos las fotos viejas en las que su rostro, esquivo, casi evita la cámara—, y, en ese ocultamiento, Petzold hará que nuestro observar también se obture en el juego de identidades.

Si Marie adelantaba, equivocada, una sonrisa de reconocimiento en el encuentro con Georg, Nelly procuraba en Johnny ese mismo gesto de identificación, un gesto que le permitiera restituirse tras el trauma del Holocausto (esta vez, en Phoenix, con una ambientación de época inequívoca) y que, asertivo, le devolviera la promesa de la ternura, del amor romántico. “¡Johnny!”, grita Nelly, aspirando a un plano/contraplano de miradas correspondidas, que suponga, como propone Núria Bou (2), la condensación de un deseo. Él, sin embargo, gira y mira a cámara, pero, al instante, sus ojos se pierden, sin llegar a ver realmente a Nelly, sino exponiendo la ceguera que lo acompañará durante toda la película. Los dos pares de personajes, con itinerarios alternados y aspectos divergentes, se entrelazan en negaciones y verdades dilatadas, en existencias liminales en las que sus identidades pierden todo sentido para la historia, por mucho que se intenten aferrar a ellas. Georg toma el nombre de Franz Weidel para poder salir de su estado de tránsito como Nelly intenta una pantomima que le devuelva su verdadera identidad, pero para Georg la mentira es solo un pasaporte, solo un ticket de salida hasta que Marie proyecta sus búsquedas en él y abre la posibilidad de avanzar, de salir del final trágico que le asegura el bucle de huidas. Para Nelly, mujer y judía, la mascarada lo es todo, es la reconstrucción de aquello que no iba a sobrevivir, y es lo que, finalmente, la pondrá en movimiento.

Es en Nelly, así, que la mascarada comienza como el rostro herido y vendado, evocando un microcosmos que va desde Georges Franju y Hiroshi Teshigahara hasta Pedro Almodóvar y Aki Kaurismäki, en el que las identidades necesariamente se desfiguran y los ojos deben contar la historia. Y es en Nelly que emerge el imaginario melodramático de los espejos sirkianos, superficies de ilusiones y de autoengaños, en los que el reflejo nunca es completo, nunca es fiel. Nelly se ve, entonces, en espejos destrozados, en las ruinas de Berlín, infeliz con un rostro que, como el resto de su ser, parece ajeno. Se ve, luego, en el espejo de su amiga Lene, privándonos de la imagen completa que le devuelve. Georg, en cambio, no tiene espejos en los que mirarse, quizá solo lanzando una mirada furtiva a su reflejo en la ventana de un motel, solo buscando los ojos de Marie cuando ella mira a la distancia, pensando en Franz.

Y nosotros, en el juego de miradas, también buscamos en Marie y en Johnny la iluminación del reconocimiento, de la aceptación, la seña que nos arranque de los melodramas de la mujer desconocida y del hombre equivocado. Cuando Petzold nos otorgue las miradas definitorias de ambas películas, no obstante, no encontraremos en ellas la reordenación de estos universos. Solo una vez que Nelly vea la traición de Johnny podrá él identificarla no en su rostro, sino en su voz y el tatuaje de su brazo, derrumbándose bajo el peso de su propia mezquindad, mientras ella, escapando del foco, se aleja de nuestra vista. Georg, en cambio, devendrá Marie —ahora, ella, quizá viva, quizá muerta—, un espectro estancado en el limbo de Marsella, un espectro que busca, pero que nunca llega a tiempo. Su última mirada, así, será como la primera de ella, aunque esta vez, presas de un contraplano a negro, no podremos ver en la leve sonrisa la fantasía de la equivocación ni la alegría del reencuentro.

“¿Puede ver?”, pregunta un doctor a Nelly hacia el principio de Phoenix, examinando sus heridas. Ella, en el dolor de su rostro destruido, gimotea, pero no contesta. Sus ojos funcionarán bien, pero, durante el resto de la película, no lograrán mirar con intención, sino que se buscarán en el otro, sin encontrarse, como Georg. Sin ver lo que tiene adelante, como Johnny, como Marie. “¿Puede ver?”, pregunta el doctor, pero ninguno realmente podía.

 

© Brunella Tedesco-Barlocco, julio de 2020

(1) VERNET, Marc, Figures de l’absence, Éditions de l’Étoile, París, 1988.
(2) BOU, Núria, La mirada en el temps. Mite i passió en el cinema de Hollywood, Edicions 62, Barcelona, 1996 / BOU, Núria, Plano/contraplano. De la mirada clásica al universo de Michelangelo Antonioni, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002.