Apuda

La cámara-sudario

 

XIV

(…);

“así, que no hay cosa fuerte,

que a papas y emperadores

y perlados,

así los trata la muerte

como a los pobres pastores

de ganados.”

(Coplas a la muerte de su padre, Jorge Manrique)

 

Apuda se afana con parsimonia, sentado en un catre cubierto de jirones, harapos y mantas, en el arreglo de un cinturón. Su padre, recostado en su mugriento jergón, alarga lentamente su famélico brazo en busca de un utensilio (que nos recuerda precisamente a la cola de un caballo) que espante las moscas que zumban sin cesar a su alrededor. El hijo inicia una conversación sobre el humilde menú del día: “Xiao He dijo que iba a hacer sopa de huevo”. El padre musita: “Tomaré un bol de noodles. Y un bol de sopa de huevo”. Súbitamente, la certeza de la muerte quiebra esta escena costumbrista colándose entre las camisas sucias y el zumbido de las moscas. Y en los ojos del padre moribundo, nos parece entrever la mirada de El caballo de Turín (A torinói ló, Béla Tarr, Ágnes Hranitzky, 2011). Entonces Apuda recuerda tranquilo, pero algo mohíno, que su padre esta mañana no ha desayunado. Que anoche tampoco se llevó nada a la boca. El padre, como el caballo, han dejado de comer. De repente.

Apuda-El-caballo-de-Turin

Los 145 minutos de contemplación serena, exhaustiva y hermosa en su naturalismo de Apuda de Shouhou / Apuda terminaron por alzarse con el Gran Premio Punto de Vista 2013. Su creador multidisciplinar, el documentalista y etnógrafo He Yuan, huye con su cámara de toda pomposidad elegíaca, acercándose más al rotundo y sobrio epitafio, al retratar la extinción de un anciano enfermo en compañía de su hijo, miembros de la minoría étnica naxi y habitantes de una zona rural de China. El film se contagia del proceso que experimenta su protagonista, quien aguarda la muerte de su padre (y se enfrenta a continuación a los estados de vigilia y duelo) despojado de toda afectación o dramatismo. Así, el director registra el deceso sin plañideras, con la contundencia del mero hecho observacional. Nos enfrentamos a la cruda mortaja, al embalsamiento cinematográfico al que en cierto modo aludía Jean Cocteau cuando se refería al cine como “la acción de filmar a la Muerte en su trabajo”. He Yuan parece haberse tomado esta sentencia en toda su literalidad.

Del mismo modo que Béla Tarr se enfrentaba al Apocalipsis superando los discursos trascendentes, He Yuan acoge la espera de Apuda y su padre con el tempo que este ritual, tan terriblemente humano, requiere. Así, los diálogos que se establecen entre los pequeños gestos de uno y otro film, permiten crear ciertas resonancias. Cuando Apuda tiene que vestir a su padre impedido, parece que asistamos a la repetición litúrgica (“seis días y el séptimo descansó…”) del manco Ohlsdorfer y su hija, atrapados en su cabaña. Del mismo modo, las manifestaciones de la Naturaleza, como entidad superior, anticipan la llegada inminente de la oscuridad. Esta se cierne sobre la morada del padre moribundo, que consigue a duras penas mascullarle a su hijo una pregunta tan tremenda como sencilla: “¿Cuánto sol queda?”. Cesa la lluvia en el pequeño poblado al norte de la provincia de Yunnan, como cesa la brutal ventisca del film de Béla Tarr, y en medio de la calma de la penumbra nos acercamos al fin de la existencia.

El-caballo-de-Turin-Apuda

Y es que pareciera que el Fin, ya sea del mundo o de la existencia del hombre, es algo tan inevitable y simple como intentar sobrevivirlo. Aunque la supervivencia no se traduzca sino en el hecho de esperar con paciencia la desaparición, justificando dicha espera con actos mundanos. Como invocase Jorge Manrique el tópico de la muerte igualatoria, Béla Tarr y He Yuan recurren a una atmósfera pobre y desabrigada, en la que no cabe sino la monotonía de breves señales de vida. Hasta que el hambre cese.