Anora

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Uno se enamora de Anora, el personaje interpretado por la fulgurante Mikey Madison, del mismo modo que se enamora de Katharine Hepburn en La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, 1938), de Howard Hawks; de Claudette Colbert en Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934), de Frank Capra; o de Jennifer Jones en El pecado de Cluny Brown (Cluny Brown, 1946), de Ernst Lubitsch. No se trata tanto de un anhelo romántico como de una rendición a la energía que irradian, de una adhesión a su causa y de la satisfacción que produce contemplar la manera en que desestabilizan el orden que otros (generalmente, hombres) desean imponerles.

Y uno se enamora de Anora, la película con la que Sean Baker ha obtenido la Palma de Oro del festival de Cannes de 2024, por razones similares: porque es un film que derriba las defensas y arrastra en su engañoso entusiasmo. Fui especialmente consciente de ello porque esta ha sido mi primera edición del festival acreditado no como prensa, sino como programador del Festival Internacional de Cine de Gijón, lo que me llevó a vivir la mayor parte del festival desde la dimensión paralela del Marché du Film, viendo películas en una cronología distinta a la del relato oficial que marcan las montées des marches y las crónicas periodísticas (o fanáticas), y en ocasiones pasando el día en compañía de films que ni siquiera formaban parte de la programación de las secciones oficiales o paralelas. A esta desubicación temporal se le une el particular ambiente que se crea en los “pases de mercado” y del que no tardé en ser partícipe: un estado de cara de póker generalizado, en el que los esfuerzos de las películas por hacerte reír, llorar o sacarte algún tipo de emoción topan con un muro impenetrable, ya que no conviene revelar a los agentes de ventas o a los delegados de certámenes y/o empresas rivales sentados dos butacas más allá qué títulos te despiertan mayor interés. Estrategias que de poco sirvieron ante la llegada de Anora, que vi no en los intestinos del Palais du Festival, sino en su estreno oficial en el Grand Theatre Lumière, una sala enorme que se presta al vistoso compromiso del aplausómetro, pero donde el sentir colectivo suele difuminarse durante la proyección. No es mérito menor, pues, que el film de Baker lograse concentrar empatías desde el instante en que sus primeras imágenes en scope ocuparon la totalidad de la pantalla.

Probablemente, la película se benefició del hecho de haber sido programada en el ecuador del certamen, y de que hasta entonces no hubiera surgido ninguna favorita clara: había ganas de encontrar un título con el que entusiasmarse, una obra de la que apeteciera vestir los colores. Y eso es justamente lo que encontramos en esta antifábula en la que una trabajadora sexual angelina se casa precipitadamente con el descerebrado hijo de un oligarca ruso. Lejos de urdir un Pretty Woman (1990), de Garry Marshall, para la gen-Z, Baker toma la distancia suficiente como para sugerir, sin cinismo resabiado, que el hechizo de esta unión se halla en el premio que cada uno de los cónyuges ve en la otra parte: un estilo de vida acomodado en el caso de la resolutiva Anora (o Ani, como ella prefiere que la llamen) y, para Vanya (Mark Eydelshteyn), el visado de residencia estadounidense que le permitirá escapar de la sombra dominante de sus progenitores. Inevitablemente, cuando estos se enteran de las noticias acerca de las nupcias, ponen en marcha un mecanismo conspirativo para anularlo, ante lo cual Vanya se fuga en la noche y la protagonista queda en manos de unos esbirros armenios. Estos, pese a su imponente apariencia, no son unos maleantes, sino una especie de muro de contención no violenta. Al intentar retener a Anora, son maltratados verbal y físicamente por la menuda joven, que causa estragos en la mansión a la que empezaba a llamar hogar.

En esta secuencia, quizá el pasaje de humor físico más memorable que ha dado el cine estadounidense desde el colocón de quaalude en El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), de Martin Scorsese, empiezan a aflorar las dinámicas que darán su verdadero sentido al film: pese a la fricción, tanto la protagonista como los secuaces terminan comprendiendo (que no reconociendo) que, al final del día, pertenecen al mismo equipo, el de unos trabajadores explotados y manipulados por sus patrones, y que no les queda más remedio que cumplir con su cometido como buenamente puedan y volver a casa magullados y erosionados. Esa consciencia de clase atraviesa todo el cine de Sean Baker, y afecta de manera muy particular a su mirada al trabajo sexual, que nunca carga las tintas en la sordidez traumática, pero no pierde de vista la línea que separa a quien ofrece su cuerpo y a quien decide pagar por él. De ahí que el único consuelo sea la solidaridad entre los olvidados, esa que articula escena a escena Yury Borisov -con unos ojos profundos y un laconismo que son casi un reflejo de su personaje en Compartimento nº6 (Hytti nro 6, 2021), de Juho Kuosmanen-, responsable de sostener el conmovedor anticlímax que cierra el film.

Baker se ahorra toda ingenuidad: cuando Anora desafía a la madre terrible de su marido diciéndole que, si ha de divorciarse, lo hará exigiendo la mitad de las posesiones que le corresponde como esposa, el Grand Theatre Lumière estalló en aplausos, cortocircuitados por la sonrisa cortante de la matriarca, quien le susurra a su nuera el infernal destino que le espera si sigue adelante con su plan. La única victoria es la de la dignidad, refulgente como un anillo de diamantes sustraído en el fragor de la batalla, y el único cuento de hadas se encuentra fuera del film, en el periplo de un cineasta que hace cuatro días grababa una película —Tangerine (2015)— con un iPhone y ahora ha de buscar sitio entre los montones de Blu-ray que atestan su casa para una Palma que algunos hemos sentido un poco más nuestra de lo habitual.

 

© Gerard Casau, junio de 2014