Cannes 2024
La voz al cine debida
De entrada, señalemos que, en esta última edición del festival de Cannes, la cinefilia ha tenido un lugar privilegiado en muchas de las películas seleccionadas que hemos podido ver. La memoria de las imágenes, la noción de archivo y el idilio entre el texto fílmico y su creador han cimentado trabajos como Spectateurs (2024), de Arnaud Desplechin. Como su propio título indica, el film es una celebración de la cinefilia cálida pero en absoluto afectada. Asistimos a la educación sentimental —esto es, a sus primeros amores y al acercamiento a cosas como el cine de terror, los textos de Gilles Deleuze, la obra de Claude Lanzmann…— del heterónimo habitual de Desplechin, Paul Dedalus, siguiendo el curso de los recuerdos de una manera un tanto caprichosa cuya fuente de inspiración, explícitamente citada, es la obra de Marcel Proust.
Por su parte, C’est pas moi (2024), de Leos Carax, a simple vista podría parecer una recreación socarrona de Histoire(s) du cinéma (1989-1999), de Jean-Luc Godard. Una voz en off de tono godardiano expresa la idea, ya mencionada anteriormente por Carax durante la promoción de su anterior película, Annette (2021), de que el cine se lo perdona todo a los hombres. El cineasta hace referencia a su admiración por Roman Polanski: su condición de superviviente del nazismo y de agresor sexual sirve para ensamblar la figura de la víctima con la de verdugo. Carax empieza revisando su historia familiar en paralelo a la historia del cine; no en vano, entre otros insertos, aparecen escenas de su filmografía junto a archivos familiares de su infancia y de la de su hija. Todo ese proceso desemboca en escenas protagonizadas, en un particular homenaje, por Yekaterina Golubeva. Esa idea de cine y redención o, mejor dicho, de cine y reconstrucción forma parte también de la película de Jonás Trueba presentada en el certamen, Volveréis (2024). Si Desplechin reflexionaba sobre André Bazin y Stanley Cavell, Trueba recurre precisamente a Cavell y a su texto La búsqueda de la felicidad para dar forma a una comedia inspirada en las de los años cincuenta, basada en una idea kierkegaardiana de repetición y con una estructura circular. Trueba no recurre a archivos familiares pero sí a su propio padre, Fernando, que aparece en la película como proveedor tanto en la vida real como en la ficción del argumento del filme: lo que hay que celebrar son las separaciones y no las uniones. Privilegiando más los interiores que en otras películas, con una puesta en escena sencilla pero eficaz, la película de Trueba se cuestiona a sí misma, pone en entredicho su propia estructura y es una gran ejercicio de metaficción.
Al padre como origen, en este caso, de un trauma, se refiere Christophe Honoré en Marcello mio (2024), protagonizada por Chiara Mastroianni y con Catherine Deneuve como compañera de reparto. La película une la figura del padre a la herencia cinematográfica; y, al igual que Jonás Trueba, Honoré recurre al humor, a la autoficción y a las reminiscencias cinéfilas. El recuerdo de Marcello Mastroianni sirve como pista para establecer un vínculo sentimental con el cine de Luchino Visconti o Federico Fellini. Y los recuerdos distorsionados de un viejo cineasta en los albores de la muerte, encarnado por Richard Gere, dan forma al último trabajo de Paul Schrader, Oh Canada (2024). Un texto fílmico basado en la rememoración que, quizá de forma involuntaria, contiene también la idea caraxiana de que el cine se lo perdona todo a los hombres. Como mínimo, se integra en sus desvaríos y los convierte en material audiovisual. La sociedad del espectáculo de Guy Debord, señalada por Desplechin en Spectateurs, se vuelve plástica en la película de Schrader. El espectáculo debe continuar a pesar de la vulneración de la intimidad.
Volvamos a Carax y a Yekaterina Golubeva. David Cronenberg lleva la idea de la captura de un cuerpo hasta sus últimas consecuencias en The Shrouds (2024), película que plantea la incapacidad de superar un duelo, más allá de las cicatrices que, de forma tan característica, recreó en Crash (1996). Tanto Carax como Cronenberg apuntan a las figuras de las jóvenes prematuramente muertas de Edgar A. Poe; hay un impulso tardo-romántico en las imágenes de ambas películas. La pérdida de un absoluto, que puede ser el cine y que puede resultar redentor para Carax, y la pérdida de otro absoluto en el caso de Cronenberg: una mujer joven, una especie de Ligeia fragmentada, cuya sombra es alargada.
En el ámbito del género fantástico, The substance (2024), de Coralie Fargeat, se recrea en el body horror, en el gore y en una suerte de post-nueva carne. Sin poner en discusión sus múltiples referencias cinéfilas: Cronenberg, David Lynch, Stanley Kubrick y la más evidente de todas, Alfred Hitchcock con Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958) y su concepto de doppelgänger. Sin negar su incontestable relación con las tesis de El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, el film de Fargeat está probablemente más emparentado con lo que quiso expresar Marina de Van en Dans ma peau (2002): la insatisfacción con el propio cuerpo y una consiguiente autodestrucción coprófaga. Fargeat trata de hacer una denuncia feminista del edadismo en el show business, de la cosificación del cuerpo femenino y de la hipocresía de la sociedad del espectáculo. Sus buenas intenciones no impiden que se tope con un error estratégico, a saber, denunciar la cosificación del cuerpo femenino cosificando, a su vez, a las actrices mientras las filma. Por otra parte, el odio que fermenta entre ambos personajes femeninos —Demi Moore y Margaret Qualley— ahonda en la tradición patriarcal de la eterna competitividad entre mujeres. Y apuntemos a vuelapluma que lo grotesco también toma cuerpo en el último trabajo de Paolo Sorrentino, Parthenope (2024), título que alude al nombre con el que los griegos se referían a Nápoles: otra película con vocación feminista pero incontestablemente misógina y fallida.
Algo fantástico hay también en Rumours (2024), nuevo largometraje firmado por Guy Maddin, Evan Johnson y Galen Johnson, que parodia los films de terror de serie B y los diálogos de telenovela. El punto de partida es nada menos que una cumbre del G-7 en un bosque de Alemania en la que los principales líderes de Occidente mantienen discusiones bizantinas para consensuar una declaración institucional totalmente vacua. Lo cual es coherente con el discurso —y la retranca— de toda la filmografía de Maddin tanto en solitario como con los hermanos Johnson, que pone distancia respecto a cierta fatuidad de las formas de representación audiovisual convencionales. Rumours es una película muy kitsch, aunque quizás no tanto como la Megalópolis (Megalopolis, 2024) de Francis Ford Coppola, el título más esperado del festival y, a la postre, uno de los más polémicos. Porque no todo el mundo ha apreciado la abrupta hibridación de géneros, formatos e ideas de un film clásico y rupturista a la vez cuya megalomanía es casi un chiste autoparódico enunciado en el propio título. La película alude a la Roma de Cicerón y Catilina, denuncia entre líneas el clima de golpismo y radicalización de la América de Donald Trump y, como si fuera un cruce entre Cotton Club (The Cotton Club, 1984) y Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), da más relevancia a la exuberancia visual y a la exhibición de trucajes visuales —de Georges Méliès a la IA— que a la trama, por la que parece transitar caprichosamente.
También es muy, pero que muy kitsch el nuevo episodio de la serie de George Miller sobre una Australia postapocalíptica, desértica y deshumanizada: Furiosa: De la saga Mad Max (Furiosa: A Mad Max Saga, 2024) es una hermana muy menor de Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015) pero, en sus mejores momentos, recupera el poderoso sentido visual y el contagioso ritmo de su predecesora. Y no podemos dejar de hacer notar los puntos en común entre autores muy relevantes del cine de los años setenta presentes en la muestra: los norteamericanos Coppola y Schrader, el canadiense Cronenberg y el australiano Miller han mostrado un desparpajo maduro y casi insolente al presentar films que no pretenden ser perfectos ni en la puesta en escena ni como relatos, sino más bien directos, brutos y descarnados. Sus películas serán mejores o peores, pero los cuatro han demostrado que tienen aún algo que decir, una voz viva. Por el contrario, su coetáneo George Lucas ha comparecido en el festival para recibir un premio honorífico por una filmografía que jamás tuvo cabida en la línea del festival de Cannes e impartir una charla mortecina en la que, en puridad, apenas habló de cine.
Los años setenta, en suma, siguen siendo un referente estético importante para el cine actual, tal y como demuestra el look visual de Limonov: The Ballad (2024), enérgico film de Kirill Serebrennikov que adapta la novela de Emmanuel Carrère con un sentido de lo kitsch que no va a la zaga de las películas de Coppola, Maddin o Miller. También quiere parecer una película de los setenta The Surfer (2024), lo último de Lorcan Finnegan, que resulta un producto sólido y divertido pero con un discurso demasiado enfático. Por su parte, Ali Abbasi ambienta en la década del Watergate su recreación del ascenso profesional de Donald Trump en The Apprentice (2024), cuya principal virtud no es el retrato sangrante del magnate ultraneoliberal sino su consistente pulso narrativo. Y Karim Aïnouz parece tomar el testigo de Bob Rafelson con una nueva versión no declarada de El cartero siempre llama dos veces: su Motel Destino (2024) tiene la gracia de recrear el cine negro clásico en un ambiente muy heterodoxo —un motel con funciones de meublé en el nordeste brasileño— y lograr un gran resultado. Finalmente, puede ser que un cierto espíritu de los cineastas del Nuevo Hollywood esté detrás del cálido tono que transmite Good One (2024), el primer largometraje de India Donaldson. Nos recuerda también al cine de Kelly Reichardt, muy apegado a su vez a las texturas de los años setenta, y tiene la virtud de parecer sencillo pero ser un film denso, fino e inteligente, además de uno de los títulos feministas más agudos de Cannes 2024.
En cualquier caso, nadie ha mostrado tanta capacidad de integrar lo clásico y lo moderno, la ficción y la imagen documental, el romanticismo y la guasa, como Miguel Gomes, que ha presentado en Cannes Grand Tour (2024). Parece un film compuesto por mil retazos zurcidos por el cineasta pero es en realidad un relato de aventuras perfectamente armado y narrado en dos actos como Tabú (Tabu, 2012). Compone un denso y sugerente universo de cartas manuscritas, naipes polvorientos, miradas torvas… Y, como en Pacifiction (2022), de Albert Serra, hay guiños que nos indican que no hay que tomarlo todo demasiado en serio, como esa mezcla imposible de idiomas en mitad de los diálogos. La integración de imágenes documentales y de materiales de diferente procedencia la hermana con Caught by the Tides (Feng liu yi dai, 2024), en la que Jia Zhang-ke retoma la historia de la búsqueda de un hombre extraviado por parte de una mujer enamorada que vimos en Naturaleza muerta (San xia hao ren, 2006); trama que, por cierto, es prácticamente la misma que la de Grand Tour. Hay también alusiones a otros títulos de la filmografía de Jia, que vuelve a mostrarse, por su manera de filmar el vacío y la melancolía, como un discípulo aventajado de Michelangelo Antonioni. Caught by the Tides ha sido una de las películas más hermosas y misteriosas del festival. Su tono realista la acerca a la textura de las imágenes documentales de Ce n’est qu’un au revoir (2024), de Guillaume Brac. A partir del motivo de un grupo de adolescentes que se prepara para separarse y afrontar una nueva etapa de la vida, Brac filma un momento de crisis, la zozobra de un cambio de etapa, igual que Trueba y su historia de separación a finales de agosto y principios de septiembre en Volveréis. Hay una estética muy realista también en All We Imagine as Light (2024), de Payal Kapadia, que resulta algo irregular pero contiene secuencias de gran belleza. Y Sergei Loznitsa, como de costumbre, parte únicamente de imágenes reales en The Invasion (2024) para construir un discurso personal alrededor de la guerra actual en Ucrania en el que, fiel a su estilo, caben multitud de matices y ambigüedades.
No podemos acabar sin mencionar el que puede haber sido el gran film francés de Cannes 2024: Miséricorde (2024), de Alain Guiraudie, que comparte con Motel Destino y The Shrouds la idea de volver a recorrer el cine negro con un acento renovado, como ya hizo el cineasta en El desconocido del lago (L’Inconnu du lac, 2013). Aunque, en Miséricorde, el referente parece estar sobre todo en las cuitas del joven Raskolnikov en Crimen y castigo. Guiraudie nos lleva a su habitual atmósfera de turbiedad moral, deseos inconfesables y bizarro onirismo, dejándonos un nuevo reflejo lunático de la Francia rural que rima con el ambiente de Le Roman de Jim (2024), la estimulante última realización de los hermanos Arnaud y Jean-Marie Larrieu, protagonizada también por un individuo zarandeado por el entorno y las circunstancias.
La segunda estrofa de la Égloga III de Garcilaso de la Vega reza así: «Mas con la lengua muerta y fría en la boca pienso mover la voz a ti debida». Frase que dio título a La voz a ti debida, el libro de Pedro Salinas, quien tuvo el acierto de adoptar esas palabras tan inspiradoras y evocadoras. La cinefilia, en muchos y diversos sentidos, parece ser el motor que ha movido el cine exhibido este año en el festival, como decíamos al principio. Por eso, desde la saturación de imágenes, desde el recuerdo, desde la más pura esencia de espectacularidad, desde las hibridaciones y el kitsch, en esta última edición de Cannes, los y las realizadoras han levantado la voz al cine debida.
© Mireia Iniesta y Lucas Santos, junio de 2024