Algunas meditaciones sobre la verdad de las imágenes y los sonidos a través de Guy Debord

Metafísicas de la separación (y un elogio del amor)

* Este artículo forma parte del dosier especial «Cine, posverdad y burbujas»

I.

Soy muy amigo de Platón, pero más amigo soy de la verdad
(Amicus Plato, sed magis amica veritas)
Aristóteles

Comenzó así Román Gubern, olvidándose del sonido, y del oído, su Historia del cine: “El órgano con que yo he comprendido el mundo es el ojo” (Goethe). La comunión entre el ojo y lo cinematográfico, en el siglo XX, hizo de la vista el sentido privilegiado, y lo expuesto ante la misma, bajo los subterfugios de lo mimético, la imitación de la realidad, se presentó como verdad.

La gaya ciencia (Le Gai savoir, 1969), de Jean-Luc Godard, ese filme cartesiano, dejó varias lecciones sobre por qué es indispensable, para el cine, no olvidarse jamás de los sonidos. Escuchamos, junto a las imágenes de Juliet Berto y Jean-Pierre Léaud apegados al telón negro, los sonidos de mayo del 68, ecos de las revueltas robados de las calles que todavía resuenan hoy. “— Solo hablas de imagen, te olvidas del sonido. — Es lo mismo. En cada imagen hay que saber quién habla”, conversan Juliet y Jean-Pierre. Es en esa coimplicación imágenes-sonidos, opsignos-sonsignos, junto a la relación con el espectador, donde se juega el terreno, en el cine, de la verdad, o lo verdadero.

Como recogió el historiador del arte Michael Camille, las teorías medievales sobre el ojo y la visión discutieron —Platón y Aristóteles mediante— sobre una cuestión esencial: ¿disparan nuestros ojos rayos hacia los objetos o son los objetos los que nos disparan a nosotros? (1) El cine, la imposición de una determinada noción del ojo, donde las lindes entre lo expuesto y el espectador se difuminan, tornándose pliegue, tiene mucho que decir aún sobre esta ello.

¿Quién habla detrás de qué imágenes? ¿Disparamos o nos disparan?

Fotograma de «La gaya ciencia» (1968), de Jean-Luc Godard

II.

Los espejos deberían reflexionar un poco antes de devolver las imágenes
«La sangre de un poeta», Jean Cocteau

Escribió Borges, en un pasaje de Del rigor en la ciencia, sobre aquellos que  “levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”. Ese mapa fuera de quicio del relato borgeano inspira la lógica del simulacro de Baudrillard y se asemeja, en una anacronía intempestiva, a Google Maps, que, en una injerencia política, es quien moldea y modifica la geografía misma eliminando del mapa, fácilmente, los dígitos “Palestina”. Este simulacro del mundo no es sino una imagen-aparato del Estado, aquella capaz de reafirmar la condición biopolítica de Palestina como Muselmann, aquellos humanos despojados de voz, o de la vida misma, en los campos de exterminio, como relató Primo Levi en Si esto es un hombre. ¿Es Google Maps un reflejo del mundo o un artefacto estético-político que opera sobre él? La lógica indicial volcada en el cine y la fotografía, bajo el paradigma naturalista, perece: las imágenes no son un reflejo del mundo. Lo representado no guarda una relación de verdad con la realidad, en términos epistemológicos; su configuración material como imagen es lo verdadero.

El cine ha acumulado ya demasiadas imágenes. Pronto habrá más imágenes y sonidos de los que el mundo podrá contener.

Captura de pantalla de Google Maps

 

III.

¿Con quién nos podemos identificar? Evidentemente, la identificación se
produce siempre con respecto a una imagen. Pero pregúntenle a cualquiera si de veras le gustaría ser un archivo jpeg
«Los condenados de la pantalla», Hito Steyerl

 

Dice Godard, en las Histoire(s) du cinéma (1988): “y si las pobres imágenes / golpean aún / sin cólera y sin odio / como el verdugo / es que el cine está ahí” (2). Son estas imágenes las que dan forma a la “imagen pobre” descrita por Hito Steyerl: aquella rasgada, violada, robada, editada, agraviada e idolatrada (3). La imagen digital adquiere nuevas formas de socialización, un paradigma relacional inédito con otras imágenes y con nosotros mismos. Las imágenes en la contemporaneidad son, dice Steyerl, “una cosa como cualquier otra, una cosa como tú y yo” (4). Así, la pregunta idónea ya no es por la imagen, en abstracto, o por su posibilidad como reflejo, sino por qué clase de imagen, qué tipo de imágenes habitan hoy la metrópolis y cómo es nuestra relación con ellas.

Las imágenes-ciudadano, diríamos, transmiten información y tienen voz, ocupan los carteles publicitarios y los lugares de representación; las imágenes-lumpen sollozan, emiten un ruido inaprensible para los sistemas de legibilidad: son memes, spam, formatos jpeg o elementos que vagabundean la deep web. La diferencia entre una imagen-ciudadano y una imagen-lumpen no es, pues, semiótica; es del orden de lo biopolítico.

IV.

Los durmientes y los muertos son como retratos;
solo el ojo de un niño teme ver a un diablo en pintura
Lady Macbeth en «Macbeth», William Shakespeare

Así pues, las imágenes no son reflejo, sino mundo; no son objetos, sino sujetos u organismos vivos. ¿Son las imágenes a través de las cuales los drones operan intervenciones militares objetos pasivos o más bien agentes estéticos de la masacre? El devenir del invento de los hermanos Lumière, la imagen en movimiento, alcanzó la muerte y el terror, más allá de lo representacional. Es ingenuo temer a un diablo en pintura, como dijo Lady Macbeth a través de Shakespeare; y, sin embargo, ese diablo devino snuff movie o muerte filmada en directo.

El objetivismo imposible de Dziga Vertov, la pretensión del Kino-Glaz de desvelar el mundo a través del ojo mecánico, soñó con la verdad, pero nunca llegó tan lejos como un dron: una imagen de la masacre que vigila, encuadra y dispara. Si toda representación es mentira, o es opaca, si debemos desconfiar de las imágenes, el terror de sus operaciones es lo verdadero.

V.

Pero cuanto más se ve la televisión japonesa más se tiene la sensación de ser visto por ella. Los informativos de televisión son un testimonio incluso de que la función mágica del ojo está en el centro de todas las cosas.
«Sans Soleil», Chris Marker

 

Guy Debord fue, entre otras muchas cosas, un pensador sobre el ojo y las operaciones contemporáneas de la imagen, su función relacional y ontológica en la sociedad moderna. Usar el cine contra el cine, según el paradigma situacionista (5), significó negar la imagen propia para hurtar la ajena, o expropiar a los expropiadores. Es a través del détournement, la descontextualización o el desvío de elementos ajenos como Debord erige su cine contra el cine, la composición de sus anti-filmes.

La sala de cine fue comprendida por Debord como un espacio de la pasividad donde la subjetividad del espectador está atravesada por la contemplación. La sala de cine es, en estos términos, principio y fin. Abolir el cine, para Debord, significa destruir la sala y, sin embargo, esta también es concebida como un lugar para la subversión: espacio micropolítico donde ejercer la crítica o ejecutar la revolución, abrazando la noción marxiana del conocimiento como práctica. Uno de los détournements más célebres de La sociedad del espectáculo (La Société du spectacle, Guy Debord), anti-filme compuesto en 1973, dice: “El mundo ya está filmado; ahora se trata de transformarlo”. El situacionista apela, como sabemos, a la celebérrima tesis de Marx sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.

La sala de cine es, potencialmente, un espacio para la transformación, más allá de la reproducción pasiva de imágenes. Es, en estos términos, cuando el anti-filme se concibe como máquina de guerra. La retórica y la composición naturalista es rechazada en pos de la composición de artefactos cinematográficos contra el cine, o el cine entendido como herramienta estético-política. Lo que se presenta, a priori, como paradoja, esto es, la intención de destruir el cine recurriendo al cine mismo, termina por manifestarse, en realidad, como una forma de combatir al espectáculo con sus mismas armas, su mismo lenguaje.

La relación trazada por Debord entre el espectador y el espectáculo termina de tensarse en su concepto de separación. En un pasaje formidable de TIQQUN encontramos lo siguiente: “¿Comprender la estética? […] Todo el trabajo de la metafísica, toda la obra de la civilización, en Occidente, ha consistido en separar, en todas las ocasiones, lo “humano” de lo “no-humano”, la “consciencia” del “mundo”, el “saber” del “poder”, el “trabajo” de la “existencia”, la “forma” del “contenido”, el “arte” de la “vida”, el “ser” de sus “determinaciones”, la “contemplación” de la “acción” […] Una vez operada esta separación y producida cada una de esas unilateralidades, será vista en cada ocasión una institución con la tarea confiada de mantenerlas en su separación” (6).

Todas las separaciones anotadas en este pasaje entretejen el aparato conceptual que Debord elucubra, especialmente, a partir de 1967, a tenor de la publicación en Francia del dispositivo escrito La sociedad del espectáculo. No es el espectáculo, simplemente, una acumulación de imágenes, sino una relación social, material e histórica mediada por las mismas. El modo de producción capitalista, como Narciso condenado a mirarse eternamente a sí mismo, de un modo tautológico, devino en una imbricada problemática estético-política, un plano de inmanencia saturado ya de imágenes.

Ese plano de inmanencia, el espectáculo, se presenta a sí mismo como un sujeto. Es a través de la inversión entre el sujeto y el predicado, el ser humano y el espectáculo, cuando se produce la alienación, cuando el individuo “posee valor solo en cuanto participa de lo abstracto, es decir, en cuanto posee dinero, es ciudadano del Estado, es un hombre ante Dios” (7). Si Feuerbach, en el siglo XIX, cartografió las lógicas alienadas que subsumieron las potencias, las pasiones humanas y los futuros posibles en el Cielo, bajo el orden teológico, Debord encontró en el espectáculo el mecanismo que reúne todos los sistemas de alienación previos, y en el cinematógrafo las lógicas implícitas de la separación. El cine, así, no sería solo una esfera separada de la vida, a través de instituciones como el museo o la filmoteca, sino una práctica de la separación, un elogio de la contemplación pasiva.

Contra muchos de sus exégetas, las críticas que Debord dirige hacia el cine o hacia la representación estética no aíslan el hecho artístico de las operaciones sociales a las que se somete; esto es, a las limitaciones que la propia sociedad moderna le impone al acto cinematográfico. Escuchamos, en In girum imus nocte et consumimur igni (1978), un anti-filme a modo de palíndromo: “Es una sociedad, y no una técnica, la que hizo al cine así” (8). El cinematógrafo y el espectáculo, en el siglo XX, se entretejen, inevitablemente. El apego al paradigma representacional, en los campos estético y político, implica la petrificación apolínea de la vida: es, al mismo tiempo, su negación. La subversión micropolítica y los deseos revolucionarios deben realizarse prácticamente, alejando al sujeto de la contemplación pasiva de imágenes.

Así, tanto la sala de cine como el resto de dispositivos de la sociedad moderna tienden a reunir a los individuos en tanto separados: en ella, los átomos sociales ven y escuchan. En In girum imus nocte et consumimur igni asistimos a la proyección dilatada de una fotografía: personas de distinto género y raza, de distinta clase social y apariencia física. Escuchamos, mientras clavamos el ojo en múltiples rostros: “En esta película no haré ninguna concesión al público […] ninguna comunicación importante se ha dado guiando a un público, así estuviese compuesto por contemporáneos de Pericles; en el espejo helado de la pantalla, en este momento, los espectadores no ven nada que evoque a los ciudadanos respetables de una democracia”.

«In girum imus nocte et consumimur igni» (1978), de Guy Debord

Este pasaje no es solo un gesto autoconsciente, sino un ataque frontal a los espectadores. Pese al tono, a la agresividad excesiva, habitual en la retórica de Debord, existe una relativa ambigüedad: “No sabemos si son una amenaza, una masa, si nos representan o si son, al contrario, los que esperan algo de nosotros” (9). La imagen evoca, en esta confusión, el célebre movimiento bidireccional anunciado por Georges Didi-Huberman, uno que intenta atajar, finalmente, los añejos debates entre platónicos y aristotélicos: “lo que vemos, lo que nos mira”. La agresividad hacia el espectador es, al mismo tiempo, y según las coordenadas prácticas de los situacionistas, una puesta en valor de la vida al desnudo, al pretender despojar a aquel que mira y escucha de una subjetividad construida en torno a la pasividad y la contemplación.

Filmes contemporáneos como Shirin (2008), de Abbas Kiarostami, parecen atentar contra la visión unidimensional que se le ha atribuido en las últimas décadas al espectador debordiano, al presentar la sala de cine como un espacio habitado por multiplicidades. Kiarostami, como Debord, encuadra al público, manteniendo la cámara apegada a los rostros —en plural— de las espectadoras, para desvelar entre ellas  reacciones diferentes y emociones disidentes, particularidades que se alejan de lo unívoco. Sin embargo, como hemos visto, Debord no atenta contra la multiplicidad, sino que rehúsa los dispositivos sociales, entre ellos el cine, que pretenden ordenar socialmente el comportamiento de los individuos. Shirin, mejor dicho, parece articular una propuesta similar a la de Roland Barthes: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor. Cada uno de los rostros visibles, ante una representación en pantalla que no vemos, experimenta de un modo distinto el filme. La propuesta de Debord y su concepto de espectador no giran, pues, en torno a una suerte de univocidad hermenéutica, sino sobre la aseveración que denuncia que el cine participa de la pasividad espectacular y de la reunión de multiplicidades bajo lo separado, fuera de los márgenes de la intervención. In girum imus nocte et consumimur igni y Shirin coinciden, entonces: no hay un espectador, sino cientos; lo difícil, en el marco de lo cinematográfico, es dejar de serlo.

«Shirin» (2008), de Abbas Kiarostami

Esta fricción entre las propuestas de Debord y Kiarostami nos conduce, también, a otra de tantas posibilidades: La morte rouge (Soliloquio), un mediometraje dirigido por Víctor Erice, en 2006, para “Erice-Kiarostami. Correspondencias”, expuesto en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y otras instituciones museísticas (10). Recuperando la mirada extasiada de Ana Torrent frente a la representación mágica de Frankenstein, en El espíritu de la colmena (1973), vemos a un niño confuso ante las representaciones expuestas en pantalla, en su primera experiencia cinematográfica. Lo que el niño ve son las imágenes de un lugar perdido en Quebec, La Morte Rouge, solo existente en La garra escarlata (The Scarlett Claw, Roy William Neill, 1944), un filme de Hollywood protagonizado por Sherlock Holmes. Erice amalgama imágenes documentales y representadas; así, la ficción se apoya en lo documental y lo documental en la ficción. Esta conjunción participa de la extraña experiencia del niño como espectador, que no tiene capacidad para comprender la dimensión estética y cómplice de esta asociación formal. La niñez se expresa ante la poética ensoñadora del cine, entonces, como un condicionamiento hermenéutico: ficción y la realidad son, para él, unum et idem.

«La morte rouge (Soliloquio)» (2006), de Víctor Erice

El niño se muestra especialmente sorprendido y aturdido ante la actitud solemne, entonces, de las otredades que habitan la sala. En la pantalla donde él aprendió que el ser humano muere y asesina, el espectador-otro disfruta, bajo el pacto no escrito de la pasividad, la metafísica (auto)impuesta de la separación. La sala de cine, en La morte rouge, se aparece bajo el paradigma de la caverna platónica: metáfora atinada que expresa la equivalencia entre el baile de las sombras y sus engaños y las luces proyectadas sobre la pantalla, interpretadas por el niño como la realidad misma. Donde todos ven el cine, él ve la vida.

Una de las cuestiones diferenciales de los medios de reproducción técnica con respecto de otras disciplinas visuales como la pintura es la asunción, a través de diversos procesos de objetivación, de un mayor grado de verdad en relación a la posibilidad de reflejar la realidad misma. Plinio el Viejo recoge, en Naturalis Historia, XXXV, 65, la celebérrima disputa entre Zeuxis, de Heraclea, y Parrasio, de Éfeso, dos pintores del siglo V a. C. Este agón pictórico se vertebró en torno a la mayor o menor diligencia para emular lo real. Zeuxis pintó unas uvas y consiguió engañar a los pájaros; cuando Parrasio pintó unas cortinas, el propio Zeuxis le rogó que destapase ya su pintura, evidenciando la victoria del pintor de Éfeso. Esta anécdota, una que ha generado notable fascinación y ríos de tinta a través de los siglos, es uno de los pilares de la concepción ilusionista o mimética de la pintura y las artes. Hoy, las añejas disputas entre Zeuxis y Parrasio perecen: la imagen, pictórica o cinematográfica, puede ser una representación de la realidad y es, también, un agente de la realidad misma, bajo los parámetros del pensamiento estético contemporáneo; bajo el paraguas que abre, también, el pensamiento debordiano.

Sobre esta cuestión y el cine, leemos en Godard: “historias del cine / es por ahí que vuelve el espectáculo / no se puede explicar de otra manera / que el cine / al heredar la fotografía / siempre quiso / ser más verdadero que la vida” (11). El pensamiento platónico, a través del mito de la caverna, abordó la capacidad del movimiento de las sombras, por encima del eidos, en su teoría de las formas, para actuar como la realidad misma. Debord, como Platón, aunque de otro modo, plantea también una oposición entre lo verdadero y lo falso, bajo la oposición vida-arte. Lo que en el pensamiento platónico se expresa como una problemática entre las formas teoréticas, la Verdad, y lo manifiesto en la región de la vista, la morada de la prisión, en Debord se articula a través de la oposición entre la vida cotidiana y sus pasiones y el espectáculo como máquina totalizadora y forma de lo no-viviente. Los paradigmas epistemológicos se invierten, claro, entre el idealismo platónico y el materialismo debordiano, que plantea lo sensible como lo real por excelencia, frente al ilusionismo de las imágenes-mercancía: “El principio del fetichismo de la mercancía —la dominación de la sociedad a manos de “cosas suprasensibles a la par que sensibles”— se realiza absolutamente en el espectáculo, en el cual el mundo sensible es sustituido por una selección de imágenes que existen por encima de él, y que se aparecen al mismo tiempo como lo sensible por excelencia” (12). En un diálogo prolífico con Godard, Debord asevera: el espectáculo ya es, por desgracia, más verdadero que la vida misma. El espectáculo, lo falso, totaliza ya las relaciones sociales, opacando la vida, lo que Debord identifica, en última estancia, como verdadero.

La imagen es un dispositivo y, al mismo tiempo, es afectado por ellos: es una cuestión ontológica aunque, sobre todo, estratégica. Emerge, así, la posibilidad de concebir las imágenes de un modo revolucionario, de un modo contemporáneo: “Ellas son más bien nodos de energía y materia que migran a través de diferentes soportes, dando forma y afectando a las personas, los paisajes, la política y los sistemas sociales […] Sobrepasan los límites entre los canales de datos y la materialidad manifiesta” (13). Los usos del cine contra el cine de Debord giran, paradójicamente o no, sobre el cine mismo; aquel lugar, quizá añejo, donde el espectáculo y el espectador se reúnen junto a imágenes y sonidos. Es ahí, en ese magma, donde se disputa la tensión irresoluble entre la concepción de las imágenes y los sonidos como creaciones pasivas, como reflejos de la realidad que ilustran, y la potencialidad de las mismas como artefactos de combate.

Debord se opuso, en definitiva, a un nuevo orden de la mirada, a un régimen de cognoscibilidad inaugurado por el cinematógrafo. Aunque ver y escuchar, en los siglos dominados por las imágenes en movimiento, sea un acto complejo, Debord propone una acción más allá: aquella que se oponga al cine para, en definitiva, negar el espectáculo. Escuchamos, en In girum imus nocte et consumimur igni, el último de sus gestos anti-cinematográficos: “Por lo tanto, como el público del cine tiene que pensar ante todo en verdades tan rudas, y que lo tocan tan de cerca, y que tan generalmente le son ocultadas, no se puede negar que un film que, por una vez, le hace ese amargo favor de revelarle que su mal no es tan misterioso como cree, y que quizá no sea incurable, a poco que un día logremos la abolición de las clases y del Estado, no se puede negar, digo, que un film semejante no tenga, por lo menos en esto, un mérito. Otro no habrá de tener”.

Debord elige, como el barroco, la vida contra la eternidad; eternidad de la que el arte y el cine, junto al espectáculo, participan.

VI.

imágenes y sonidos
como personas
que se conocen
en el camino
y ya no pueden
separarse
Histoire(s) du cinéma, Jean-Luc Godard

Asistimos, en Un falso despertar (Meshes of the Afternoon, 1943), de Maya Deren y Alexander Hammid, a una historia experimental de amor, muerte y fantasmas. Hacia el final, vemos un plano-contraplano de los enamorados, ellos mismos. Deren clava su mirada fijamente en Hammid y, haciendo uso de un cuchillo próximo, a su izquierda, intenta asesinar a su marido. Cuando dirige el cuchillo hacia el rostro de Hammid, la imagen estalla: una imagen que, a modo de espejo, se quiebra; imagen rota de la que emergen el mar y las olas.

Ellos, ya en 1943, lo sabían: en el cine, hasta el amor y la muerte son mentira. Lo verdadero son las imágenes y los sonidos de amor y muerte: un rostro amado que deviene océano o el ruido de un cuchillo rompiendo el espejo falso que es la imagen.

Fotogramas de «Un falso despertar» (1943), de Maya Deren y Alexander Hammid

 

© Abraham Roberto Cea Núñez, noviembre 2021/ marzo de 2023

(1) En las páginas de Michael Camille, leemos: “¿Cómo se presentaban las imágenes góticas a los ojos de la gente? En la Edad Media, básicamente, había dos teorías, totalmente distintas, sobre cómo el ojo capta un objeto: la de la extraversión y la de la introversión. La de la extraversión consideraba el ojo como una lámpara que emitía intensos rayos visuales que se posaban literalmente sobre un objeto y lo hacían visible. […] La teoría alternativa, llamada introversión, daba el argumento contrario: era la imagen, no el ojo, la que proyectaba los rayos hacia fuera”. La primera fue una teoría esencialmente platónica, la segunda está relacionada con Aristóteles. Véase: CAMILLE, M. (2005). Arte gótico. Visiones gloriosas, p. 22.
(2) GODARD, J-L. (2014) Historia(s) del cine, p. 74.
(3) STEYERL, H. (2014). Los condenados de la pantalla, p. 57.
(4) Ibídem, p. 54-55.
(5) Nos referimos a las prácticas y a la actividad teórica de L’Internationale situationniste, revista y grupo de vanguardia activo entre 1957 y 1972, donde Guy Debord jugó un papel fundamental. En sus páginas, leemos: “no puede haber pintura ni música situacionista, sino un uso situacionista de estos medios”.
(6) TIQQUN. (2005). El bello infierno. Recuperado en: [https://tiqqunim.blogspot.com/2015/05/infierno.html].
(7) JAPPE, A. (1998). Guy Debord, p. 27.
(8) Todas las citas directas de los anti-filmes de Debord están extraídas literalmente de DEBORD, G. (2018). Contra el cine. Buenos Aires: Caja Negra.
(9) MARZAL FELICI, J. RODRÍGUEZ SERRANO, J. (2019). “Ojos cegados, tierras arrasadas: Apuntes sobre el espectador de cine contemporáneo y su mundo a partir de Guy Debord”, en Cine, imagen y representación en Guy Debord, p. 132.
(10) Véase: “Erice-Kiarostami. Correspondencias”, entre el 10 de febrero y el 21 de mayo de 2006, en: [https://www.cccb.org/es/exposiciones/ficha/erice-kiarostami-correspondencias/12972].
(11) GODARD, J-L. (2014). Historia(s) del cine, p. 83.
(12) DEBORD, G. (2015). La sociedad del espectáculo, pp. 51-52.
(13) STEYERL, H. (2018). Arte Duty Free: el arte en la era de la guerra civil planetaria, p. 198.