Las múltiples verdades de la imagen cinematográfica

Beso, (pos)verdad o atrevimiento

 

Para Javier Marzal Felici

 

* Este artículo forma parte del dosier especial «Cine, posverdad y burbujas»

 

1. De qué hablamos…

Nos gustaría partir de un pequeño juego lingüístico. A poco que lo piense, el lector o lectora que reflexione sobre las expresiones hablar de verdad y hablar de (la) verdad verá que no consigue hacer coincidir sus efectos significantes. En efecto, cuando hablamos de la verdad estamos refiriéndonos a un cierto juego lógico, lo que generalmente se define como una coincidencia entre el contenido de un enunciado (por ejemplo: “Antoine Doinel mira a cámara”) y el valor de verdad de dicho enunciado, que se clasifica a su vez de manera general como verdadero o falso.

Ahora bien, cuando hablamos de verdad, implicamos más bien una cierta posición con respecto a nuestra enunciación o, dicho con más precisión, a los efectos que esperamos extraer de nuestro discurso o a la posición en la que situamos a nuestro interlocutor. Al que habla de verdad se le presupone un peso en el decir, una densidad y un compromiso con aquello que enuncia que, por cierto, nada tiene que ver con el valor de verdad que flota en el significante. En otras palabras: es perfectamente posible hablar de verdad con metáforas, juegos literarios e incluso en el límite, con enunciados contradictorios o totalmente alejados de eso que, muy confusamente, llamamos “el mundo real”. Quizá cuando Antoine Doinel mira a cámara al final de Los cuatrocientos golpes (Les Quatre cents coups, François Truffaut, 1959) un espectador que realmente haya transitado el relato no se sienta especialmente conmovido o interpelado por la relación de ese gesto con la propia enunciación —el hecho de que exista una tramoya fílmica que quede al descubierto, un mecanismo de sutura clásico puesto en jaque—, sino más bien porque tiene la impresión de que ahí Truffaut está hablando (cine) de verdad, es decir, que al mirarnos la película nos sitúa en una posición de compromiso salvaje con su contenido que atraviesa al mismo tiempo lo político, lo afectivo, lo histórico, lo cinematográfico y, ante todo, lo más inconsciente.

«Los cuatrocientos golpes»

Se me permitirá, por lo tanto, señalar una cierta boutade: que hablar de (pos)verdad y cine tiene, en principio, tan poco sentido como hablar de verdad y cine. Al menos, siempre y cuando entendamos la “verdad” en el sentido lógico, en el hecho de que las imágenes pueden ofrecer una correspondencia, un encaje perfecto entre los contenidos del “mundo real” —véase el estupendo estudio de Zunzunegui y Zumalde al respecto (2019)— y aquello que queda plasmado en las imágenes de una cierta película por el propio efecto mimético de la cámara. Ciertamente, dicha aproximación puede resultar fructífera en campos muy concretos como en el de aquellos autores y autoras que trazan líneas de fuga y paralelismos en el campo de la historia (Seguer, 2021) o en el de la comunicación política (Marzal-Felici & Soler-Campillo, 2018), por poner apenas un par de ejemplos. Saber si una película se desvía —o mejor aún, por qué y cómo se desvía— de cierto postulado tomado como verdad puede ser una aventura fascinante y llevará tanto al analista como al lector a un terreno de discusión apasionante y fructífero. Sin embargo, lo que creemos que debe guiar nuestra atención en el presente texto es, muy precisamente, saber si el cine puede hablar de verdad, y qué podría significar dicha expresión. Y, dicho sea de paso, si esa posición podría suponer algún cortocircuito notable o valioso ante los nocivos efectos de la dichosa (pos)verdad.

Ensayemos, pues, algunas respuestas.

2. …cuando hablamos de cine y posverdad.

Al cine, de entrada, se le supone en principio una cierta capacidad que desborda sus contenidos meramente informativos —en los que, como señalábamos, podría ejercerse una lectura en términos de enunciados y de valor de verdad— para internarse en una suerte de estremecimientos y valores éticos y estéticos en los que el debate parece complicarse demasiado —y en los que, dicho sea de paso, se espera que la crítica cinematográfica tenga algo más o menos relevante que decir.

«A Serbian Film»

La cuestión de lo ético y lo estético cinematográfico abre no pocos problemas irresolubles de entre los cuales, como poco, se puede decir que sirven para mantener abierta una constante reevaluación de las películas que mantiene viva la llama de la comunidad cinéfila y que nos sorprende con el inevitable baile de valores al alza y a la baja que cotizan en los amores de la cinefilia. Y les ruego: léase sin una gota de ironía. Nos gusten más o menos, cintas tan antagónicas —en todos los sentidos— como A Serbian Film (Srpski film, Srdjan Spasojevic, 2010) o Quo Vadis, Aida? (Jasmila Zbanic, 2020) forman parte de un complejo mural de voces, opiniones y exploraciones del concepto de verdad que deberían tenerse muy en cuenta. Si bien la primera ha ido quedando más o menos olvidada al fondo de las vitrinas del museo de atrocidades cinematográficas —piénsese en la nula continuidad de la carrera de Spasojevic—, la segunda es probable que permanezca, al menos en el campo de los estudios fílmicos sobre los genocidios, de manera indeleble. Incluso, más allá de lo que opinemos sobre ambas cintas en cuestión, parece claro que la de Zbanic —como casi toda su carrera, por otra parte— habla de verdad o, al menos, realiza un titánico esfuerzo por ganarse dicho estatuto.

Y eso, ciertamente, porque la ligazón, el arquitrabe que sostiene las relaciones entre lo que se muestra y lo mostrado es de enorme densidad. Ofrece una complejidad y una precisión enunciativa que nos permite sentirnos, si la cosa funciona, lo suficientemente interpelados por el film como para entablar un cierto diálogo de altura con las cosas que allí quedan escritas.

Y huelga decir: dicha posición no se vincula en sí misma a los mimbres de la historia —véase la sobrecogedora pequeñez de los burgueses de Ingmar Bergman o Michelangelo Antonioni, por ejemplo—, ni a los niveles de voltaje dramático de la trama —las comedias dislocadas de Miranda July hablan, sin duda, de verdad—, sino probablemente a una especie de álgebra inaprehensible entre las decisiones formales y las apuestas temáticas. Un cierto corte en la construcción de plano —por ejemplo, el que impide ver gran parte de los cadáveres en el comienzo de la propia Quo Vadis, Aida?— puede resultar lo suficientemente decisivo como para que percibamos en su justa medida el estremecimiento de, repito, la posición de la enunciación frente al mundo que retrata. Porque, vamos a decirlo de nuevo, la verdad es una cuestión que depende única y exclusivamente de las decisiones de la propia enunciación.

3. Beso

Se nos podría señalar, con toda razón, que los establecimientos de dicho estremecimiento que sentimos ante ciertas decisiones de la enunciación son de corte netamente subjetivo. De hecho, nuestra propia relación con los textos a lo largo del tiempo —la manera en la que un único espectador se posiciona frente a la misma película en diferentes momentos de su vida— es necesariamente móvil, pasajera, casi siempre cambiante. Por poner un único ejemplo, cuando en el momento de su estreno contemplé por primera vez la película de Spasojevic tuve la sensación de encontrarme ante una especie de desvelamiento mayor de la crueldad, una apuesta majestuosa de violencia cinematográfica, si bien hoy en día mucho me temo que un nuevo visionado me desagradaría mortalmente y me llevaría a preguntarme —como he intentando formular en otros lugares— por qué demonios tengo que someterme, como espectador, a ciertos gestos visuales poco menos que pornográficos.

«Quo Vadis, Aida?»

Que la experiencia cinematográfica sea principalmente subjetiva no invalida en modo alguno su capacidad para hablar de verdad. De hecho, es precisamente de ese temblor desde el que —siempre apoyándose en la propia naturaleza formal y temática del texto— debería trabajar el analista y el crítico. En ese desencuentro con la posibilidad de levantar un juicio objetivo y verificable surge, de alguna manera, el poder literario de la lectura, su fascinación, su capacidad para enfurecer —y vive Dios que las cosas que escribimos suelen enfadar y desagradar, quizá más incluso que las propias películas que analizamos—, pero también para enamorar, para seducir o para acompañar. No han sido pocas las metodologías que han ideado aproximaciones para pasar por encima del problema de la subjetividad fílmica. Pienso, por ejemplo, en la Teoría del Texto de González Requena (2006) —en la que, mejor que peor, uno aprendió a leer las imágenes hace ya casi dos décadas—, que ponía el foco en la verdad como una huella de la experiencia vivida por el creador cinematográfico que, de alguna manera, reverberaba en el inconsciente del espectador. La idea es brillante, pero corre el peligro de arrojarnos a aproximaciones que no respeten los límites de la interpretación, a una excesiva subjetividad en la lectura —aquí entono un mea culpa sin el menor espíritu de arrepentimiento— o, en el límite, a creer de manera acrítica que la única lectura correcta es aquella que desvela “lo reprimido” del texto.

Y sin embargo, al final la sensación de que cualquier modelo de lectura queda siempre escorado y limitado ante la verdad de lo que queda escrito en el texto fílmico es algo que cualquier crítico o analista más o menos consciente no podrá dejar de lado jamás. Siempre queda en lo vivido en la película un núcleo irreductible, inefable, una suerte de exceso al que no se ha podido llegar y que nos obliga a volver, una y otra vez, durante décadas. La (im)posibilidad de llegar a decir esa verdad que nos atravesó en un cierto movimiento de cámara, en un encuadre, en un zoom o en el gesto de una actriz es el dulce magnetismo que nos hace regresar a esa particular constelación de referentes que es, fíjense, única por cada espectador y en cada analista.

(Permítaseme un breve rodeo para poner de manifiesto la inutilidad parcial de las redes sociales cinematográficas como Filmaffinity o similares: por mucho que tengamos “almas gemelas” y por mucho que los algoritmos nos recomienden con aparente precisión títulos que debemos ver tras conocer minuciosamente nuestros gustos, lo cierto es que siempre somos sujetos imprevisibles, atravesados por la subjetividad, siempre a la caza de películas que nos atraviesen de una manera particular y, en el mejor de los casos, descubriendo cada cierto tiempo nuevas obras que el algoritmo de turno no sospechaba ni preveía).

La metáfora del beso que proponía, por lo tanto, no es tan descabellada. De una manera netamente subjetiva —quizá se trate, después de todo, de ese lenguaje silencioso pero radical en el que los inconscientes dialogan entre sí—, uno siempre sabe cuándo un beso es verdadero o falso. Sabe perfectamente si se otorga por cortesía, por rutina, con rabia o con desinterés, con deseo o con pura desesperación. Sabe si detrás de él hay una voluntad de contacto o un pensamiento apresurado sobre el recibo de la luz que hay que pagar, el seguro del coche que llega o los platos sin fregar en la cocina. El cine participa de ese tipo de comunicaciones no codificables sino netamente afectivas, con la diferencia de que aquí la piel es el misterio de un cuerpo dominado por los procesos significantes de la película. Y por ello mismo, como ciertos besos jalonan, configuran, dominan todo nuestro futuro —besos que cambian en el recuerdo, a los que se vuelve, frente a los que descubrimos lo mucho que hemos cambiado—, ciertas películas también resuenan de la misma manera.

4. Verdad

Prácticamente desde el arranque de los estudios semióticos del cine —estoy pensando, concretamente, en la obra de Casetti (1996) —, se puso el foco en la idea de que la verdad era una suerte de efecto de confianza, de pacto, entre texto y espectador. El truco de magia es bueno en tanto permite desvincular el autor real del autor implícito, pero deja siempre fuera de campo la problemática del inconsciente del espectador. El hecho de que ese pacto a propósito de la verdad es una renegociación absolutamente diferente con cada uno de los cuerpos que se sitúan frente a un texto —pensemos, por ejemplo, en dos espectadores, serbio y croata, frente a la película de Zbanic— habla a las claras de su fragilidad, pero también de la complejidad del ejercicio mismo de la escritura de cine.

Cuando hablamos de posverdad, conviene no perder de vista que nos encontramos con un estado social que parece partir de la base de que un cierto estado de las cosas —una manera de aproximarse a ese estatuto objetivo de la verdad— ya ha quedado desfasado y, por lo tanto, nos agotamos en esa vieja profecía que los pensadores anti-postmodernos ya habían dejado en negro sobre blanco: la crisis definitiva de las certezas convertida en moneda de cambio, en estado de las cosas, en inevitable ruido de fondo que atraviesa la Academia, la política, la formación de ciudadanos. No sería demasiado descabellado sugerir que, quizá al contrario, la idea misma de que existiera una única verdad en la que vivir era el espejismo, la trampa mortal, el efecto de un discurso dominante que había situado los usos y costumbres de los cuerpos, de los textos, de los afectos. Quizá no había dicha verdad, y de ahí se puedan entender triunfos como el de ciertos idealismos o el de ciertos regímenes políticos que llenaron el siglo XX de horror y sangre. Quizá la posverdad sea también la normalización de una sospecha total que hunde sus raíces en el terreno ontológico y del que el cine contemporáneo no sería, al fin y a la postre, sino un síntoma más: la absoluta falta de certezas o, mejor dicho, la imposibilidad de enunciar certezas por parte del sujeto.

Pensar que dicho movimiento es simplemente un rasgo de nuestro cine muestra, además de una preocupante desmemoria, una voluntaria pereza mental. Que la enunciación puede mentir hasta el punto de quebrar voluntariamente ese pacto tácito semiótico entre texto y espectador es algo que ya estaba en John Ford, en Akira Kurosawa, en el propio Serguéi Eisenstein. Era la broma de los experimentos de montaje de la escuela soviética, el pasaporte mismo de los cortocircuitos significantes de las vanguardias. Cuando el cine ha sido el portador de los relatos oficiales —véase, por ejemplo, el cine de Leni Riefenstahl—, la enunciación ha mentido, lleva mintiendo, más que nunca. De ahí que la pregunta que se nos formule es si la mentira es un gesto netamente totalitarista, o con otro matiz, hasta qué punto esa renuncia a la verdad de los discursos es compatible con nuestra idea contemporánea del intercambio democrático.

A menudo se suele olvidar que la democracia es, al menos a mi juicio, una democracia de los afectos. Llama la atención, por ejemplo, la tensión que se establece en el cine español de la primera democracia —estoy pensando en obras como El diputado (Eloy de la Iglesia, 1978) o Después de… (José Juan y Cecilia Bartolomé, 1983) — entre los cuerpos que gozan/sufren y que son dirigidos con los propios marcos de poder en los que se asfixian. Cuerpos que exigen, precisamente, la quiebra de esos marcos de verdad normativos y que se valen de las decisiones de la enunciación para que algo —ahora sí, reprimido— de su propia verdad pueda emerger a la superficie.

«El diputado»

Ciertamente, somos animales heridos de nostalgia, de melancolía de una cierta certidumbre. Creo que no se nos puede culpar de eso, en tanto consumidores de cine siempre tendemos, peor que mejor, a consumir fragmentos de tiempo momificados. La pregunta es hasta qué punto dicho consumo no esconde en ocasiones —y aquí, probablemente, Vicente Monroy hile muy fino en su ensayo al respecto (2020)— una cómoda coartada para seguir manteniendo gestos, tics y organizaciones del canon cinéfilo que arrastran gestos explícitamente conservadores, machistas, homófobos o directamente excluyentes. No nos gusta la posverdad pero cabría preguntarse por qué nos gustaba la certeza de la verdad y, en esencia, lo que dicha verdad encubría bajo la cómoda etiqueta de lo normal.

Los efectos significantes son, sin duda, extraños. Por un lado, tenemos el blanqueamiento contemporáneo del fascismo con su extraña reivindicación de la verdad en nombre de un mecanismo explícitamente paranoide: “Nosotros, aunque perseguidos, aunque sufriendo las dictaduras y las censuras de lo políticamente correcto, estamos aquí para enunciar aquello que todos los demás no quieren enunciar”. Paradójico, digo, en tanto no se sabe muy bien por qué clase de mecanismo perverso consideran negativa esa expresión: políticamente correcto, esto es, lo que permite una buena inserción de todos los ciudadanos y ciudadanas en los mecanismos de reflexión y gestión sobre el hecho social. Francamente, parece más sensato reivindicar una escritura y un pensamiento —sobre el cine, o sobre cualquier otro campo— donde se piense de manera correcta aquello que pone en juego el buen funcionamiento de las normas de juego democrático.

En el cine, la cuestión de la verdad, ya digo, tiene suficientes filos como para que en 2022 nos sentemos a pensar, antes de nada, si en cada una de las propuestas que analizamos se hace justicia a la pluralidad de las subjetividades de las que hablaba en el epígrafe anterior o si, por el contrario, se propone una única lectura en plancha de los acontecimientos que maquilla un tic autoritario por el que la reivindicación de la verdad esconde, simple y llanamente, el retorno de un marco simbólico opresor basado en la diferenciación salvaje y el agotamiento de las alteridades.

5. Atrevimiento

Por lo tanto, queda de nuevo abierta la pregunta insoslayable sobre qué lugar dejamos que ocupe el hecho cinematográfico en el diálogo sobre la verdad de nuestro mundo y, lo que es más relevante, cómo se formula y se despliega. En primer lugar, aunque sea evidente que corran —en lo económico, en lo estructural— malos tiempos para la crítica, no es menos cierto que dicho panorama no nos exime a los protagonistas de, por decirlo claramente, tomar posición.

Esa posición ya no pasa tanto por la prescripción ni, probablemente, por la revisión más o menos crítica de las herencias de la historiografía fílmica, sino también por la búsqueda de una vieja/nueva mirada en relación con los textos. Una vez que se ha asumido voluntariamente la subjetividad de lo escrito, se puede experimentar una cura de humildad que permita una cierta ligereza, una cierta frivolidad incluso, en la propia aproximación a los textos.

Despojadas de su aura sagrada, situadas fuera de los intereses de la Academia —como hemos demostrado en otro lugar (Rodríguez Serrano et al., 2019), a la universidad y al campo en general de las ciencias de la comunicación parece interesarle cada vez menos la cuestión de lo cinematográfico— y prácticamente improductivas en el campo del periodismo especializado remunerado, las películas vuelven a ser objetos que se insertan en el flujo cotidiano de los sujetos de manera puntual, anecdótica, más o menos apasionada pero ya inevitablemente parcial. En un paradigma de producción y exhibición donde tienden a considerarse como contenidos de lotes, fogonazos breves o puros productos para generar imagen de marca —véanse, por ejemplo, el folletín entre Netflix, Cannes y los Oscar, o entre Disney y las salas de cine en general—, las películas están atravesadas todavía más por una naturaleza efímera, anacrónica, casi romántica. Ni siquiera se usan ya apenas como elementos de “reflexión política divulgativa” —honor o deshonor que por su propia relevancia cultural han heredado las series.

Nos convertimos, por tanto, en el enamorado coleccionista de mariposas disecadas o de escarabajos clasificados en impolutas vitrinas decimonónicas. Eso no hace, por supuesto, que nuestro amor sobre el objeto de estudio deba ser menor, ni que descienda un ápice nuestra voluntad de compartir cierto descubrimiento, o de reivindicar un viejo título hoy ya desconocido. Al contrario: si finalmente somos capaces de asumir que el cine es nuestra manera de hablar de verdad —y no de la verdad— es probable que nuestra escritura, nuestra experiencia misma del hecho cinematográfico, pueda cambiar y modificarse positivamente.

Atrevimiento, decía, en tanto sin duda es atrevido abrazar a las películas como compañeras de viaje ya sin los oropeles de la fama, el dinero o la gloria académica sino, simplemente, porque nos merecen la pena y nos permiten decir aquello que, en justicia o en pura intimidad, tenemos que decir. Aquello que, más concretamente, tenemos que decirnos y que, por extensión, puede ser escuchado y discutido por unos pocos y pocas. Atrevimiento en tanto desbloquea —vuelvo a pensar en el libro de Monroy— las pasiones desaforadas que marcaban cánones, tics, modos unilaterales del decir cinematográfico, y abre a su vez un amplio panorama para encontrarnos en el campo de las identidades, los cuerpos y las vivencias. De la verdad, digámoslo de nuevo.

«La gran belleza» (La grande bellezza, Paolo Sorrentino, 2013)

Si el cine no es más —ni menos— que el campo de la experiencia, si lo que nos interesa de verdad sigue siendo la cuestión afectiva de sus procesos de significación estética, entonces cabe preguntarse por qué seguir manteniendo el espejismo de la (hipotética) infalibilidad del crítico, del teórico, del cinéfilo, o por qué no aceptar que, en el fondo, todo visionado no es más que un truco de magia — “todo sepultado bajo el manto de la molestia de estar en el mundo, bla, bla, bla”, que dejó escrito Paolo Sorrentino, ya lo saben.

Después de todo, solemos olvidar que las dos horas que depositamos en un visionado son dos horas que nos acercan, irremediablemente, a la muerte. Esa es, guste más o menos, la verdadera verdad del cine.

 

© Aarón Rodríguez Serrano – Universitat Jaume I, febrero de 2022

 

 

Bibliografía

– CASETTI, F. (1996). El film y su espectador. Cátedra.

– GONZÁLEZ REQUENA, J. (2006). Clásico, manierista, postclásico. Los modos del relato en el cine de Hollywood. Castilla Ediciones.

– MARZAL-FELICI, J., & SOLER-CAMPILLO, M. (2018). El espectáculo del exceso. Representaciones de la crisis financiera de 2008 en el cine mainstream norteamericano. Revista Latina de Comunicacion Social, 73, 89–114. https://doi.org/10.4185/RLCS-2018-1247

– MONROY, V. (2020). Contra la Cinefilia. Historia de un romance exagerado. Clave Intelectual.

– RODRÍGUEZ SERRANO, A., Palao Errando, J. A., & Marzal Felici, J. J. (2019). Los estudios fílmicos en el contexto de las ciencias sociales: un análisis de autores, objetos y metodologías en las revistas de impacto españolas (2012–2017). BiD: Textos Universitarios de Biblioteconomía y Documentación, 43.

– SEGUER, D. (2021). Emir Kusturica. Cátedra.

– ZUNZUNEGUI, S., & ZUMALDE, I. (2019). Ver para creer: Avatares de la verdad cinematográfica. Cátedra.