Afterschool

Amor y muerte en el ordenador

 

Algunas películas son como cuerpos desnudos en el cauce de un río, cuerpos que a veces respiran, pero no siempre. Otras son como olores y sonidos, pero también existen las películas con vocación de artefacto, que deben mirarse con ojos de mecánico de taller de barrio pobre o de científico loco porque están hechas a base de sofisticados engranajes, y en algunas de sus piezas puede leerse algo parecido a Made in Taiwan aunque no estén hechas en ese país. Hay en Afterschool (2008), el debut del neoyorquino Antonio Campos, una secuencia que sería ese Made in Taiwan; no estoy seguro de si se trata de una autoironía, un apunte para ser observado por los críticos o una pieza que extraes de una máquina para descubrir, atónito, que sigue funcionando… Conscientemente o no, ese momento del filme deviene casi un compendio de sus virtudes y defectos, unas intrínsecas a los otros. A la película la define todo aquello que la lastra y la hace más aburrida de lo que, en ocasiones, muchos estaríamos dispuestos a tolerar.

En la secuencia de la que hablo, el protagonista del filme muestra a un profesor, en una sala oscura, un encargo que se le ha pedido, un vídeo recordatorio para dos compañeras de clase muertas en circunstancias no aclaradas. El inquietante montaje, sin música alguna, intercala algunas imágenes del colegio con frases sueltas de alumnos, profesores y los padres de las chicas. Al terminar la proyección el profesor le dice al chaval que el vídeo es lo peor que ha visto en su vida y que encargará a otros alumnos un nuevo montaje: un réquiem adecuado, con las habituales sentencias amables de gente que ni siquiera cruzó dos palabras con las finadas y todo eso. Claro que la muerte nunca es una sentencia amable, pero la gente suele preferir las condolencias prefabricadas y un resumen de las buenas obras que hizo esa persona antes que enfrentarse al vacío y a preguntas que quizá no tengan respuesta. El vídeo original no tiene mucho sentido del ritmo, pero su problema mayor es que produce incomodidad cuando su objetivo teórico es el de sosegar y tranquilizar a la parroquia estudiantil, previsiblemente alterada tras la muerte de sus compañeras.

La película de Antonio Campos se parece bastante a ese vídeo, no en la estética pero sí en el espíritu: tampoco tiene mucho sentido del ritmo y si lo tiene, es un sentido definitivamente retorcido. La redime cierta fuerza visual, que a menudo sacrifica la fluidez narrativa para recluirse en los estados emocionales de sus personajes y el hermetismo de ciencia ficción anticipatoria que tiene ese instituto de paredes blancas.

Campos quiere mirar a la generación 2.0 desde un punto de intersección entre la plástica distante del último Van Sant, el tremendismo de Larry Clark y el horror fuera de campo de Haneke. Pero Afterschool termina siendo una experiencia frustrante, que interesa más por algunas de las cosas que dice que por cómo las dice. El filme se abre mostrándonos varios vídeos de Internet sin aparente conexión, escenas de violencia en determinados contextos, hasta que se detiene en uno de esos sórdidos pornos caseros de chicas que “cobran por dejarse follar”, como dicen en la peli, cuya mayor baza es precisamente la ambigüedad de la representación, el no tener claro si está todo pactado de antemano o las maneras de psicópata del tipo son reales y la engañada adolescente lo está pasando mal.

Robert, el protagonista de Afterschool, ha perdido la fe en el porno convencional (o es que ha crecido en una era en la que el porno convencional es ya algo “demodé”) y lo que le excita es el voyeurismo aleatorio que posibilita Internet: toparse con vídeos extraños, que podrían o no ser reales, en los que la violencia o el sexo que importa no es el que se explicita sino el que se percibe. Fragmentos de emociones reales de otras personas. Actos inexplicables para un mundo demasiado explicable. Es este aspecto el que hace de Afterschool una película perturbadora, aunque irregular. No es tan descabellado hablar, si no de ciencia ficción -a Robert le encantarían, por ejemplo, el tipo de vídeos con los que se trafica en Días extraños (Strange Days, Kathryn Bigelow, 1995)-, de una epifanía rabiosamente actual y ya cumplida sobre la corrupción definitiva de la sugestión erótica tal y como la hemos conocido hasta ahora.

Supongo que todos nos arreglamos con lo que tenemos a nuestro alcance, así que quién sabe si los adolescentes del futuro harán sus necesidades con grabaciones mal encuadradas, provistas de un rudimentario contador de tiempo en una esquina e interrumpidas justo en el momento en qué parece que va a pasar algo.

 

© Toni Junyent Noviembre 2010