My Son, My Son, What Have Ye Done

Flamencos contra avestruces

 

A Alfred Hitchcock no le gustaba trabajar con niños ni con animales. Y quizás fuera, entre otras cosas, porque su naturalidad, lo imprevisible de sus movimientos, podían romper con los cálculos previos del director y su control de la puesta en escena. En cambio, los animales abundan en el cine de Werner Herzog, desde los insectos de Signos de vida (Lebenszeichen, 1968) hasta los peces de Teniente corrupto (The Bad Lieutenant: Port of Call – New Orleans, 2009). Probablemente sea porque ahí, en sus movimientos naturales, lo inesperado de sus gestos, puede encontrar el azar, lo imprevisto, lo no civilizado. Ya sea como expresión de su bestialidad (las gallinas de También los enanos empezaron pequeños -Auch Zwerge haben klein angefangen, 1970-, los simios de Aguirre, la cólera de Dios -Aguirre, de Zorn Gottes, 1972-) o de lo patético de su domesticación (las gallinas bailarinas de Stroszek -1977-, el mono fumador de Ecos de un reino oscuro-Echos aus einem düsteren Reich, 1990-), una de las características fundamentales de su cine es la detención ante estos animales para interrogarse, e interrogarnos, sobre la naturaleza del hombre y de la civilización. Una detención que muchas veces va más allá del desarrollo narrativo de la historia, proponiendo una ruptura con aquello que se nos estaba contando.

Dos flamencos aparecen en su última película, My Son, My Son, What Have Ye Done (Werner Herzog, 2009). Se llaman McDougal y McNamara y son las mascotas de Brad McCullum (Michael Shannon), joven que acaba de asesinar a su madre (Grace Zabriskie). Cuando Herzog los presenta, la cámara se acerca a ellos, buscando esa extrañeza y bestialidad que tienen todos sus animales. Prácticamente no volverán a aparecer y, sin embargo, su imagen queda grabada en la mente del espectador. La causa es fácil de adivinar: todo en la casa se encuentra contagiado por ellos. Figuras pintadas en las paredes, esculturas aquí y allá, muñecos por todas partes e incluso el color rosa de muchas paredes de la vivienda: los flamencos no están ahí, pero sí su imagen, su representación inmóvil. Su figura y su color continúan presentes, pero la energía, el nervio, el movimiento, han desaparecido.

Algo parecido es el riesgo al que se enfrenta todo artista y, por lo tanto, todo cineasta: que las imágenes que antaño creó con convicción y genio se conviertan, con el paso de los años, en marcas de fábrica que necesariamente deben estar ahí. En otras palabras, que los delirios en el paisaje de Fata Morgana (1971), cuyo proceso de rodaje Herzog ha descrito como una alucinación, que nacieron por el contacto entre un cineasta y lo que su cámara descubría, lleguen a consolidarse y a convertirse en figura estable. No en vano, la banda sonora de The White Diamond (2004) se recupera con parecidas intenciones en The Wild Blue Yonder (2005) y el planteamiento de esta odisea espacial (el fondo marino como galaxia inabarcable) se traslada, con algunas variaciones, a un filme como Encuentros en el fin del mundo (Encounters at the End of the World, 2007). Pese a que estas obras nos fascinan, nos asalta el miedo a la rutina, a que la figura devenga cliché y marca de fábrica, chocando frontalmente con las tesis de un director que ha ido siempre a la búsqueda de imágenes nuevas. De todos modos, las cosas no son tan fáciles: desde el principio su obra está llena de rimas, con personajes, escenarios, músicas e incluso planos que se repiten de una película a otra. No está nada claro: ¿dónde termina el sello autoral y empieza el cliché, la rutina? Y, puestos a preguntar, ¿qué es el sello autoral?

Si tomamos las primeras películas de Herzog, desde Signos de vida hasta Aguirre, la cólera de Dios, podemos concluir que forman parte de la misma familia, pero que en ningún caso componen un universo coherente y cerrado. A primera vista no se parecen, algo que sí ocurre con los últimos filmes de Herzog. En cambio, hay en ellas procedimientos parecidos a la hora de trabajar con el material fílmico: dilatación temporal, interrupciones delirantes y, sobre todo, una superposición violenta de banda sonora e imágenes. Tomemos dos ejemplos: la voz de la anciana Lotte Eisner sobre el desierto en Fata Morgana y las folías canarias sobre los liliputienses enloquecidos de También los enanos empezaron pequeños. Se trata de operaciones en el fondo parecidas, ejercicios-límite que estrellan imagen y sonido, y de cuya explosión nace una nueva visión del mundo. Si tuviéramos que escoger una secuencia que resumiera esta primera época de Herzog, nos resultaría imposible: lo que une sus primeras películas es algo intangible, una energía visceral que conjuga la materia del cine con total libertad, una operación creadora antes que una figura visual estable. En cambio, si tuviéramos que hacer lo mismo con los tres documentales antes mencionados nos resultaría más fácil: el fondo marino, o una cascada, acompañados de una música espiritual. El descentramiento, el campo de pruebas que proponían las primeras películas de Herzog se ha convertido, con el paso de las décadas, en la sólida configuración de determinados rasgos de estilo y motivos visuales. Ya no tenemos ninguna duda sobre qué música corresponde a los mares de Herzog. Y eso es un síntoma de las cuestiones con las que iniciábamos este párrafo.

Uno de los integrantes de la banda sonora en The White Diamond y The Wild Blue Yonder es el cantante senegalés Mola Sylla. Su voz está, indefectiblemente, ligada a la contemplación mística del paisaje de estas películas, en las que el tiempo se detiene para invitar al espectador a la comunión con la naturaleza. Se trata, sin duda, de una imagen habitual en Herzog. Imagen habitual que ha llegado hasta My Son, My Son, What Have Ye Done, aunque esta vez ha sido distinto. De entre sus varias apariciones, centrémonos en dos secuencias especialmente significativas. En la primera, Brad está comiendo con su madre y su novia cuando, repentinamente, la voz irrumpe y el tiempo se detiene: los tres personajes se quedan estáticos, sin moverse. En la segunda, Brad y su novia Ingrid (Chloë Sevigny) caminan por un parque y la imagen que se encuentra tras ellos empieza a moverse a cámara lenta; la voz de Sylla, que ya estaba sonando previamente, se mantiene en la banda sonora. En ambos ejemplos, la contemplación extática del paisaje se traslada a las nuevas imágenes gracias a los delirios vocales del cantante senegalés. Mola Sylla es una pieza del laboratorio Herzog que el director descentra, situándola en un contexto distinto, consiguiendo sacarla de la asociación habitual y obteniendo, como en sus primeros años, una superposición violenta. Además, Herzog es plenamente consciente de que esta música arrastra unas connotaciones anteriores: la dilatación del tiempo que sentíamos en la contemplación del paisaje se filtra en las nuevas imágenes, deteniendo el movimiento de los personajes para buscar algo que vaya más allá de los límites de la realidad. Es lo que ocurría en los saltos al vacío del esquiador de El gran éxtasis del escultor de madera Steiner (Die große Ekstase des Bildschnitzers Steiner, 1974), también ralentizados. La diferencia es que, donde antes había éxtasis en la naturaleza, ahora hay la banalidad de un comedor o un parque. Situando la voz de Sylla en este nuevo contexto Herzog no solo consigue romper con los rasgos de su cine, sino también ofrecer un comentario sarcástico de sus queridas detenciones temporales.

Cuando, en el viaje de Brad a Perú, Herzog filma una montaña muy parecida a la que iniciaba Aguirre, la cólera de Dios, una panorámica vertical nos descubre un prado con unas cuantas tiendas de campaña. Obviamente, para Herzog no es lo mismo filmar una montaña en 1972 que en el 2009, pues a lo largo de 40 años ha construido un universo fílmico del que es muy difícil salir, en el que el peso de su sello autoral ha ido devorando poco a poco la terrible novedad de sus primeras obras. Huir del cliché es casi imposible, así que merece la pena jugar con él. Contrariamente a toda su filmografía, My Son, My Son, What Have Ye Done no nace del choque con la realidad física, sino del contacto con las propias imágenes de Herzog. La prueba más palpable es la superposición de capas visuales: no solo Brad e Ingrid paseando por un parque que se mueve a velocidad distinta (efecto que solo puede lograrse con dos imágenes filmadas por separado y luego juntadas), sino también, y sobre todo, una de las secuencias del pasado de Brad: mientras él se pregunta por qué todo el mundo lo está mirando, se pasea por las calles de Kashgar (China), observando con extrañeza a las personas que lo rodean. Es fácil ver que también se trata de una imagen superpuesta con chroma key. ¿Alguien puede imaginarse a Klaus Kinski incrustado sobre la selva de Perú? ¿Qué habría pasado entonces con una película tan táctil como Aguirre, la cólera de Dios, en la que cámara, espacio y personajes acababan conformando una unidad física? (1) Contacto con la realidad, pues, que deviene aquí contacto entre imágenes.

El extrañamiento sobre el mundo que contienen todas las películas del director alemán se torna, pues, extrañamiento, ironía y parodia sobre el propio cine. Solo así es posible que huya del cliché y se vuelva a poner en funcionamiento. A ello ayuda el cambio de contexto: Herzog transita aquí por la vida de los barrios residenciales estadounidenses, en los que lleva años viviendo aunque no aparezcan en sus películas. No hay aquí un descubrimiento del mundo, como en muchas de sus obras, sino la concentración en cierta cotidianeidad siniestra, la que lo acerca a David Lynch, productor ejecutivo del filme, mediante la atención prestada a ciertos objetos y la figura diabólica de Grace Zabriskie (2). La aparición de este nuevo escenario en su filmografía, sumado a la trama de cine policíaco (ya presente en su anterior Teniente corrupto), permite el desajuste, el desplazamiento, la superposición violenta entre sus constantes estilísticas y los nuevos escenarios, favoreciendo así la ironía y la parodia, y permitiéndonos ver estos espacios domésticos con la nueva mirada que Herzog siempre ha reclamado para acercarse al mundo. Obviamente, la historia del joven que mata a su madre no es más que una excusa para ello, y por eso las analogías entre los ensayos de la Orestíada y el asesinato que perpetra resultan artificiales, forzadas e innecesarias. Es inútil buscar una solución racional al problema: cuando los policías llegan al escenario del crimen y empiezan a medir obsesivamente las distancias entre los objetos viene a la cabeza el escribiente de El enigma de Kaspar Hauser (Jeder für sich und Gott gegen alle, 1974), aquel que apuntaba de forma incesante los datos sobre el expósito. Se trata en ambos casos de personajes que intentan encontrar la lógica ahí donde no existe, que buscan construir un relato donde no tiene sentido. Aquellos que se acerquen a My Son, My Son, What Have Ye Done buscando una satisfacción narrativa resultarán decepcionados. Es más, las dos grandes promesas que la historia hace al espectador se resuelven de manera frustrante: el giro narrativo de quiénes son los dos rehenes no resulta en ningún caso una sorpresa, sino que puede intuirse desde mucho antes; y el asesinato de la madre, que concentraría todo el dramatismo de los personajes, es relatado por la vecina pero no se visualiza. Ante este panorama, está claro que el rótulo inicial “Inspired by a true story” solo puede ser leído como una broma mayúscula.

La verdadera historia que cuenta la película es, en todo caso, la de un cineasta que ha pasado de la modernidad a la posmodernidad, de la apertura libre al mundo a la reflexividad de las imágenes, de una espiritualidad trascendente a cierta banalidad urbana. Esta dualidad se encuentra plasmada de forma singular en el desenlace. Brad, atrapado por la policía, dice al detective Havenhurst (Willem Dafoe) que incluya dos cosas en su informe. La primera es que se olvide de los flamencos, porque él ve avestruces corriendo. Y al mostrárnoslas el filme vuelve al movimiento de los animales reales, a la libertad salvaje, la del viejo Herzog, el que filmó la multitud de flamencos desplazándose en Fata Morgana. En cambio, en la segunda Brad se pregunta qué ha pasado con su pelota de baloncesto. Y ahí volvemos, retornando a esa pelota que había dejado sobre un árbol en su paseo con Ingrid, casi un pillow shot adornado con música mejicana. Pelota que será fotografiada por una joven y, después, recogida por un niño. Un árbol sin hojas en lugar de una montaña, una pelota de goma en vez de un barco colosal, una ciudad al fondo donde acostumbramos a ver majestuosos paisajes, una canción popular y no coros espirituales. Si los avestruces nos llevan a los inicios, esta segunda imagen, la que cierra el filme, nos habla de otro Herzog, el que asume la broma y se ríe de la trascendencia, usando precisamente el humor para crear nuevas imágenes y continuar haciendo lo que ha hecho siempre: presentar planos y sonidos que nos propongan una visión alternativa de lo que ya creíamos conocer. Por eso, aunque My Son, My Son, What Have Ye Done esté protagonizada por animales dibujados, estáticos, sin energía, el resultado final del filme es el movimiento de una bestia revoltosa, un animal travieso que, en lugar de salir a explorar el bosque, prefiere quedarse en casa jugando con los bichos que ha encontrado.

 

(1) Apuntamos como curiosidad que la cuestión de la superposición con chroma key en los filmes de Herzog ya apareció con anterioridad, concretamente en las dudas que generó una película como Grizzly Man (2005). Ver CASAS, Quim: “Grizzly Man. Dos percepciones y un solo film”, Dirigido por…, n.º 358, julio-agosto, 2006, pág. 20.

(2) De hecho, también es posible leer el filme como el curioso pero muy probable encuentro de Herzog con Lynch. Ambos autores comparten un gusto singular por las rarezas, por lo extraño que se agazapa bajo la superficie, tomando a Buñuel como referente común, aunque leyéndolo en ambos casos de forma distinta: Lynch prefiere trabajar la dualidad de los personajes, el diálogo entre el sueño y la realidad y los mecanismos del deseo, mientras que Herzog de algún modo hereda el carácter primitivo, imperfecto y grotesco de sus películas mejicanas.

 

© Albert Elduque Noviembre 2010