A propósito de Llewyn Davis

El discreto esplendor de los perdedores

 

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¿Puede una imagen, una secuencia, revelar toda la esencia de una película? Esta pregunta ronda en mi cabeza frente a cada nuevo film, y me siento como un explorador a punto de descubrir una maravilla, pues trato de hallar todo el espíritu de una obra concentrado en unos fotogramas. “Si nunca es nueva y nunca envejece, es una canción folk”, dice el protagonista de A propósito de Llewyn Davis (Inside Llewyn Davis, 2013) al inicio de la última cinta de Ethan y Joel Coen. Una frase que parece resumir todo su animalario, nacido bajo la pluma de estos maestros en escribir y filmar pedazos de existencia de aquellos que nunca hallan la estrella que los ilumine; individuos que mantienen una dignidad a veces rota por una ironía que hunde sus raíces en el más absoluto patetismo —véase el resignado barbero de El hombre que nunca estuvo allí (The Man Who Wasn’t There, 2001) o el desesperado marido de Fargo (1996) convertido en delincuente de medio pelo—. Y en lugar de hacer un biopic que se ajuste a la realidad, los hermanos de Minnesota se decantan por el reverso y construyen una ficción donde fantasean sobre la existencia de Dave Van Ronk, uno de los tantos músicos que poblaban el Greenwich Village en unos sesenta en los que surgieron otros cantautores con más fortuna como Bob Dylan.

InsideDaveVanRonkLa fotografía de Llewyn apoyado en el marco de la puerta de un local, cigarro en mano, con ese aire algo melancólico de los artistas folk, como imagen promocional del disco que da título a la película es a la vez homenaje al álbum Inside Dave Van Ronk y germen del film que protagoniza Oscar Isaac. Entre la portada de uno y la del otro hay una diferencia —que los que hayan visto ambas ya sabrán—, el gato, ese minino que asoma Inside_llewyn_vynilla cabeza desde el interior del recinto en cuya fachada se tomó la foto de Van Ronk. Sin embargo, en el vinilo que vemos en A propósito de Llewyn Davis nunca se llega a mostrar ese animal, pues lo más cerca que estamos de observarlo es en la mesa del productor musical de Chicago, Bud Grossman (F. Murray Abraham), que tapa la imagen del gato con su dedo. Y no hace falta mostrarlo, porque ya aparece de sobra a lo largo de la película como contraplano del propio destino del protagonista. Los Coen parecen fabular, pues, sobre las miserias escondidas tras esa imagen —las mismas que el calor iba descubriendo tras el papel de la pared en Barton Fink—, algo en lo que estos cineastas se gradúan con honores.

La secuencia que lo confirma llega justo después de ese viaje en el que Llewyn, tras enfrentarse a la audición más importante de su vida, conduce de regreso a Nueva York en la plena oscuridad de una noche invernal, luchando por mantenerse despierto. De repente, el cruce de un animal en su camino le obliga a frenar bruscamente, sin embargo, la sangre en el parachoques delata el atropello. El músico vislumbra, entonces, entre el espesor de esa negrura, el contorno de un gato, que como una sutil lucecilla se aleja cojeando. Ese fulgor intermitente interrumpe de forma instantánea las tinieblas por las que el automóvil circulaba e ilumina, con un resplandor inusual, ese animal herido. “Pequeñas luces de la vida, con sus sombras pesadas y sus penalidades como corolario obligado” (1), escribía Didi-Huberman al hablar de las luciérnagas dantescas, que Pasolini asimiló a los pueblos marginados en contraste a la luz celestial de los poderosos. Ante el retrato que los Coen realizan de estos cinco días en la vida de un perdedor, no puedo más que trasladar las palabras del teórico francés a este Llewyn Davis. Si en el primer viaje que el músico realiza desde una punta a otra de la ciudad en metro ya vemos el reflejo del gato Ulises mirando al exterior del vagón, retratado como leve imagen lumínica que flota en la oscuridad, y sometido a la intermitencia del movimiento del subterráneo; en la secuencia del atropello comprobamos que pese a las penalidades que soporta el otro felino, ese que el músico rescata tras confundirlo con Ulises —y que funciona como su propio álter ego—, su luz sigue brillando, sigue sobreviviendo.

 

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Justo el día anterior, Llewyn había abandonado a su suerte a esa gata callejera sin nombre, no sin antes recibir una última mirada del felino en la que le rogaba la misma compasión que él le exige a la vida. La misma que la bella Jean (Carey Mulligan) le ofrece, incluso cuando ella misma había levantado entre ellos un muro de reproches y condescendencia. Y, sin embargo, por encima de esas complacencias, Llewyn correrá la misma suerte que el animal y prevalecerá lo de “si nunca es nueva y nunca envejece, es una canción folk”, perfecto epitafio de la paradoja de su destino: vivir en una década gloriosa para el folk americano y saber que su música nunca le reportará dinero.

Hasta dos veces escuchamos esa frase, ambas en el mismo lugar, donde la suave luminosidad de los focos se cuela entre las finas grietas de la oscuridad previa a un recital y acaricia el micrófono, lo enmarca, y, por fin, ilumina el rostro de Llewyn mientras la letra de Hang me, oh hang me sale de su boca. Su cuerpo, como su guitarra, resplandece en los claroscuros del Gaslight Café de Nueva York, con una intensidad que transforma cada partícula en pura belleza, y que invita al espectador a entregarse a ese estado estético del que hablaba Schopenhauer, ese que atraviesa como una lanza el corazón de quien lo contempla. Al observar la candidez con la que esa luz baña el contorno del autor folk en sus actuaciones, es difícil no disiparse entre la neblina que desprende y perder la propia conciencia para volcarla en la de la materia fílmica.

 

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Gato y músico conforman esa clase de marginados que sobreviven cual luciérnagas en la frontera, entre su propia oscuridad y la luz cegadora de los triunfadores. Llewyn solo resplandece en el escenario, siempre discreto, cuando interpreta su música enfrentándose al público, porque el resto del tiempo debe afrontar su propia existencia, hundido bajo el peso de una cruz que le impide estar en el momento y lugar adecuados. Mientras que todos los Troy Nelson y Jean & Jim, rendidos a las exigencias del público, son filmados bajo un luminoso plano fijo que apuntala el hogar y el amor al prójimo como bandera.

Construida de una manera sublime, A propósito de Llewyn Davis demuestra que quizá el mundo se divida en dos clases de personas, sin embargo, los perdedores no pertenecen a ninguna categoría. Viven en los márgenes, bordeando la existencia del resto, con la capacidad de poner siempre la otra mejilla, buscando siempre la fortuna que nunca llegarán a encontrar, levantándose de nuevo para seguir ahí pese a que, ni siquiera para rendirse, la suerte esté de su lado. Quizá la luz del poder sea ahora la de los focos de las entregas de premios, los platós de televisión o los grandes conciertos. Detrás quedan aquellos cuya vida puede parecer insignificante, aquellos cuya supervivencia no llega a alcanzar la justicia poética que los redima. Sin la resistencia de todos los Llewyn no habría división posible, porque es precisamente ahí, en esa opacidad, y a pesar de caminar con un grueso manto de desdichas, donde podemos observar la mayor gloria de su discreto esplendor.

© Ana Aitana Fernández, enero 2014

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(1) DIDI-HUBERMAN, G., Supervivencia de las luciérnagas, Abada Editores, Madrid, 2012.