Singularidades de una chica rubia

La (son)risa serena

No solo su edad sino su apellido pesan lo suyo al acercarse a la poliédrica obra de Manoel de Oliveira. Somos muchos los que nos sentiríamos incapaces de descifrar las citas literarias y teatrales que inundan su cine, pero estimo que, no por ello, debemos renunciar a gozar de la mayoría de sus películas que, pese a su tan temida complejidad, suelen ofrecer capas de lectura suficientemente estimulantes como para satisfacer al cinéfilo más escéptico. El tópico crítico indica que estamos ante un autor sesudo, denso y difícil, y no siempre es así. Al menos no tanto como suele decirse. Recientemente, el tratamiento mediático del centenario del director de Oporto volvió a poner de manifiesto el desconocimiento general de su figura. Hasta el punto de que, más allá de destacar su extraordinaria longevidad, los medios apenas huyeron del cliché perezoso y desaprovecharon la inaudita ocasión para (re)ver sus filmes y descubrírselos al espectador potencial desde una perspectiva distinta a la habitual.

Por ello -y aprovechando que, dada la conclusión de una década, es tiempo de listas- no me parece descabellado afirmar que, al igual que Miguel de Cervantes es considerado por varias publicaciones el mejor escritor “no leído” de la historia, Oliveira es el mejor cineasta “no visto” (o “mal visto”) del último siglo. Dicho esto, permítanme que le reivindique desde su singular sentido del humor que ha ido ganando peso en su última etapa, ya sin la compañía del emblemático productor Paulo Branco. Rota esta fructífera relación profesional -que dio pie a las películas más ambiciosas, caras y monumentales del director portugués-, es fácil constatar la progresiva ligereza -de medios y de tono- de un Oliveira sereno y socarrón que no necesita justificarse y que filma (con reducidos presupuestos) lo que le apetece, con la calma del maestro y el entusiasmo de un aprendiz que rezuma jovialidad. Algo que queda patente en piezas tan breves como Do vísivel ao invisível (2005), Belle toujours (2006), Cristóvão Colombo – O enigma (2007) o la magnífica obra que nos ocupa: Singularidades de una chica rubia (Singularidades de uma rapariga loura, 2009).

El gran cineasta se nos ha vuelto, por tanto, más juguetón de lo esperado y su genuina ironía ocupa ya un lugar primordial en su etapa postrera. El gusto por las bromas (generalmente cinéfilas y metacinematográficas) no es, sin embargo, patrimonio de los últimos filmes de Oliveira. Ya en esa deliciosa excentricidad llamada O convento (1995) era perceptible la querencia por lo ridículo -ese delirante infierno en el que habita uno de los personajes- y por la comicidad propia de los clásicos -esos juegos de luces y puertas que hubiera firmado el mismísimo Ernst Lubitsch. Algo también evidente, por ejemplo, en su comedia burguesa Party (1996) donde, a modo de conclusión, el director portuense se permitía un chiste demoledor digno del mejor slapstick.

Pese al componente trágico del cuento original de José María Eça de Queirós, Singularidades de una chica rubia contiene, al menos, un par de escenas en esa misma línea. A saber: el ortopédico baile del protagonista en su balcón y el plano detalle del pie levantado pícaramente por la bella joven cuando besa a su enamorado. Se trata de dos instantes para nada gratuitos que, si bien chocan al espectador por su extrañeza, ponen aún más de manifiesto el juego lúdico que plantea el cineasta en su adaptación literaria donde incluso se permite algún chiste referente (o no) a la crisis económica.

“Actualizando” (1) a un escritor de la segunda mitad del siglo XIX, Oliveira pone en práctica uno de sus exquisitos ejercicios de estilo donde personajes procedentes de otra época -su forma de vestir, sus hábitos o sus estrategias de cortejo están del todo desfasadas- habitan en la Lisboa contemporánea (2). Si bien trabajan con ordenadores de sobremesa, cobran en euros, usan máquinas de afeitar eléctricas y viajan en trenes confortables, nunca dejan de ser individuos surgidos de una ficción que solo existía en el pasado o en la prosa de su citado autor (3). Ese feliz anacronismo nada tiene de puesta en escena nostálgica; pues el director nunca momifica a sus personajes sino que, a través de ellos, nos advierte de los mecanismos de la representación y nos invita a participar en un reto estético deslumbrante. Una partida tragicómica donde la ingenuidad se funde con la autoconsciencia y en la que un hurto -y su abrupto plano consecuente- puede expresar tanto la desesperación burguesa como la sofisticada ironía de quien sabe que la vida no es más que una farsa.

 

(1) La cita completa en los títulos de créditos iniciales es la siguiente: “En homenaje a la familia de Eça de Queiroz, autor de este cuento. Adaptado y actualizado por Manoel de Oliveira”.

(2) Hay una serie de panorámicas sobre la ciudad -muy similares a las que Oliveira filmó de París para Belle toujours– que hacen patente el espacio donde se ubica el relato. Aunque cabe reseñar que los personajes del mismo apenas se mueven por exteriores y aparecen constantemente encuadrados geométricamente por la cámara en espacios que los encierran en su universo demodé particular.

(3) En una secuencia de extraordinaria naturalidad, ubicada en un local conocido como El círculo, un personaje nos explica quién era Eça de Queiroz, del que vemos un busto y una serie de muñecos que equivalen a personajes pertenecientes a su obra.