‘Vitalina Varela’, película de género

La oscuridad y la mácula

Una de las cosas que me incomodó durante los primeros minutos de visionado de la maravillosa Vitalina Varela (2019), último largometraje hasta el momento del realizador portugués Pedro Costa, fue que me pareció una experiencia estética. Y una película de misterio posible. Varios personajes indefinidos aparecían vagando en procesión, entre la oscuridad, sin que se supiese (aunque se imaginase claramente) el motivo. Estas figuras humanas volvían a sus hogares precarísimos, casi posapocalípticos, y eran alumbrados por focos de luz de procedencia incierta que parecían destinados a enmarcar visualmente un aparte teatral. De fondo, a veces, se oían susurros sin origen perceptible. La realidad de una favela lisboeta, con sus edificaciones penosas en convivencia caótica, me parecía una pesadilla expresionista de doctores Caligari, escrita en lengua (o dialecto) digital. El mundo caligariesco adoptaba, esta vez, el tono y ritmo solemne y ceremonioso (el filme narrativamente comienza con una ceremonia, pero estéticamente es todo él una liturgia) del cine remodernista, como si Béla Tarr se hubiese desplazado a un arrabal contemporáneo en lugar de buscar la pobreza en una granja decimonónica donde parecen estar a punto de conocer el fin del mundo. Y me preguntaba: ¿es lícito mirar las existencias de personas profundamente desfavorecidas, estructuralmente excluidas, y hallar un turbio goce esteticista?

Aunque el suceso podría sugerir que quizá algunos espectadores imprevistos podrían acercarse al cine de Costa transitándolo por senderos inesperados, probablemente la vivencia estaba en mi mirada. Como las motas que van invadiendo, desgraciadamente, el campo de visión de tantas personas a medida que desarrollan una degeneración macular. Las motas y las lineas irregulares del expresionismo (¿no podía ser Vitalina Varela una película expresionista, condicionada por el duelo de su personaje principal?) no están ahí, en el mundo exterior y supuestamente real que percibimos, sino en nuestro ojo: son depósitos localizados en nuestra retina que generan anomalías en la visión. De manera parecida a otros colegas de profesión, el cine violento ha entrado con fuerza en mi mente. Y quizá no ha colonizado del todo mi imaginación, o mis anhelos respecto a lo que aprecio en una proyección fílmica, pero sí ha depositado algún tipo de motas. Una inercia en la mirada que tiende a hacer ver el mundo entero como lugar inquietante. Y facilita que toda película pueda leerse como una narración de terror.

En realidad, me explicó Costa en una entrevista para El Salto, parte de toda esa estética de la oscuridad provenía de las condiciones de rodaje. Era consciente que se lo había comentado a otros compañeros, como a Jaime Pena en su entrevista para Caimán – Cuadernos de Cine: la noche era omnipresente porque el día bullicioso del barrio dificultaba que se grabase con claridad el sonido de los monólogos íntimos de la protagonista. Hemos de creer (hasta cierto punto) que Vitalina Varela se convirtió en una obra de arte estética (en parte) por azar. Un azar cultivado por la técnica de Costa y su equipo, por supuesto, como dejan de manifiesto muchos (¿todos?) los encuadres. Y que encuentra condiciones favorables para la admiración visual mediante una concepción del tiempo ritualística y pausada, que dota de gravedad y permanencia en la retina a cada una de las secuencias.

Fotografía de Vítor Carvalho correspondiente al rodaje de la película

Le planteé a Costa esta idea de la experiencia estética. Me dio la sensación de que le parecía un comentario fuera de lugar, quizá involuntariamente irrespetuoso (seguramente con la realidad de sus actores-persona, más que con su trabajo como realizador), pero me contestó de manera pedagógica y amable. Declaró que no todo el mundo tiene la experiencia de vivir en un barrio tan pobre, pero que las cosas en ese tipo de lugares son como las reflejaba en la película. Alguien que haya visitado Tánger, me dijo, entenderá esta “arquitectura muy orientada a lo secreto”, esta oscuridad, estos murmullos difusos, estos focos de luz insospechados… Parecía resignarse a usar referentes del turismo para hacer entender de manera delicada que un crítico de cine de la Europa del sur, sí, pero que vive en unas condiciones de vida dignas, puede no comprender las realidades que están detrás de las imágenes específicas que contempla en la sala oscura.

En todo caso, Costa lanzó a lo largo de la conversación algún hilo que me hacía volver a esa idea de Vitalina Varela como película de género, inquietante, terrorífica. Hablando en sentido figurado, está claro que estamos ante un filme de fantasmas: uno de sus centros es un personaje que está ausente en el espacio físico, pero que también está muy presente en el recuerdo de la protagonista y en ese lugar de su corazón donde guarda los resentimientos. En otro sentido figurado más, la obra también es una narración de espectros porque sus imágenes están habitadas por las siluetas apenas vistas, socialmente translúcidas, de los excluidos del capitalismo formal. Y, en un sentido nada figurado, esa exclusión de millones de ciudadanos es objetivamente una historia de terror, de violencia, de dolor, uno de los muchos episodios abyectos de una historia de la humanidad donde abundan los horrores precoloniales, coloniales y poscoloniales. Pero Costa añadió algo más que remitió a lo fantasmático: sus compañeros de rodaje suelen ser personas que no-habitan unas casas y unas ciudades que sienten ajenas u hostiles. Ellos, me dijo, sufren frecuentemente una “ausencia de vida”.

La procesión inicial puede adquirir connotaciones (de nuevo, seguramente indeseadas, pero esta vez estamos aquí para jugar con las posibilidades del texto fílmico) de presentación barroca. Se sube el telón y aparecen los personajes marchando lentamente ante la audiencia. Son los muy pobres, cuya experiencia de vida difícilmente podemos llegar a imaginar los pobres estadísticos del primer mundo, espectadores de renta baja pero que cuentan con un techo digno o algo parecido. La presentación barroca (o la ofrenda musical, término también barroco que el realizador portugués recordó durante la entrevista) tiene algo de danza de la muerte de los olvidados. Unos olvidados sobre quienes, solo ocasionalmente, se detiene el objetivo de una cámara, de noche. Como en tantas películas de terror asiático tecnocéntrico del cambio de siglo —con Shutter (Banjong Pisanthanakun y Parkpoom Wongpoom, 2004) como ejemplo evidente—, el ojo mecánico dirigido por la mirada comprometida de Costa y su equipo capta aquellos espectros con más facilidad que unos ojos humanos que no los suelen percibir. Quizá porque no quieren verlos y se resisten a mirarlos. Quizá sí, efectivamente, Vitalina Varela fuese una película de género, de fantasmas, de muertos vivientes, de vampiros ronin sin patrón capitalista identificado, resultaría más atractivo y más cómodo fijar su mirada en ella. Con motas o sin motas.

 

© Ignasi Franch, octubre de 2020