Last Days in a Lonely Place

In Memoriam. La elegía ROM de Phil Solomon (2)

* Este artículo es el segundo del autor dedicado a la trilogía de Solomon. El primero, centrado en Rehearsals for Retirement, puede leerse aquí.

 

Platón: ¿Tú crees que el fin del mundo sucederá de noche?» 
Jim: No, no. Al amanecer.
Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955)

 

Todas las películas de Phil Solomon tienen mucho de misteriosas, tanto las que están rodadas en celuloide como las que los están en vídeo. En su exploración del material digital ajeno, la concepción formal con la que había trabajado desde sus inicios se ve truncada en cuanto ya no hay material tangible con el que trabajar. Por el contrario, el found footage del videojuego Grand Theft Auto se ve como un frío y matemático compendio de cifras que poco tienen que ver con la luz natural, la fisicidad de los objetos o la incidencia de las sombras en los mismos… O quizás no. En los films digitales de Solomon y muy especialmente en su trilogía In Memoriam, la forma sigue impactando, pero no por vibrante y mutante, sino por austera, tenue y misteriosa. No es casualidad que Last Days in a Lonely Place (2007), el cortometraje que opera como segundo réquiem por la muerte del cineasta Mark LaPore, comience con una introducción sacada de la famosa película de Nicholas Ray, Rebelde sin causa (Rebel Wihout a Cause, 1955). En la escena del planetario en la que el museólogo comenta que las estrellas seguirán ahí después de que la Tierra haya desaparecido, hay un momento de calma total que muestra el cielo nocturno a modo de proyección didáctica. Después, una nebulosa aparece y se oye un estruendo: “Se avecina algo”, parece anunciarse. “Estad preparados. Es el fin”.

Phil Solomon recurre al audio para dar una atmósfera sonora a su propia atmósfera visual. Aquí la imagen de un edificio abandonado, de un cine desierto en el que no se proyecta ya ninguna película se mezcla con la lluvia incesante y la oscuridad nocturna acrecentada por la tonalidad en blanco y negro del cortometraje. El resultado supone un acercamiento tan brutal como hermoso al concepto que se aborda en toda la trilogía. El misterio de la muerte resurge tan evocador y melancólico como la música y los sonidos, aparentemente aleatorios, que bañan el espacio simulado y lo recrean. En Last Days in a Lonely Place volvemos a presenciar cómo el territorio de juego se hace paisaje desnudo que debe ser contemplado y no intervenido. Al igual que en la anterior Rehearsals for Retirement (2007), la conversión de los espacios en motivos visuales con vida propia genera esa expectación automáticamente resuelta que tiende a trascender en su propio presente. Motivos como el coche flotando en el mar o el hombre nadando cogen el testigo del primer film de la trilogía de manera directa para continuar una historia que no es tal. Para crear una conexión a partir de imágenes similares y seguir el sendero ya trazado.

Last Days in a Lonely Place continúa la trilogía justo donde Rehearsals for Retirement finalizaba. Con la figura negra, el avatar del videojuego, flotando en la inmensidad del océano cósmico repitiendo los movimientos prefijados por la programación informática y ofreciendo una de las imágenes más geniales del cine digital moderno. Es interesante observar al mismo tiempo cómo el coche que se precipita al mar también bebe de la película de Nicholas Ray (uno de los directores favoritos de LaPore) y lleva mucho más lejos el concepto de caída-al-vacío-en-la-oscuridad. En la obra de Solomon la imagen en blanco y negro evoca tanto al cine clásico como a las sombras chinescas y es, precisamente, en ese juego de memoria cinéfila, homenaje y vanguardia donde el film alcanza su estado más original y rupturista. En otro momento de la película vemos lo que simula ser la figura de una mujer caminando bajo la lluvia mientras escuchamos el diálogo de Humphrey Bogart en En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1950), también de Nicholas Ray: “Nací cuando ella me besó, morí cuando ella me dejó, viví unas semanas mientras ella me amaba”, para acto seguido escuchar la voz de Michael Pitt en Last Days (2005) de Gus van Sant: “Lo recuerdo, lo recuerdo…”.

Teniendo en cuenta la importancia de estos dos títulos en la vida de Mark LaPore —el propio Solomon dio cuenta de ello en una entrevista— no es extraño descubrir que el título de la película sea una mezcla de los de ambas cintas: Last Days e In a Lonely Place. Esto demuestra una vez más la estrecha relación entre la obra de Solomon y su vida personal. El hecho de abordar el tema del suicidio de un amigo optando por mostrar escenas que conllevan una carga de muerte tan directa y a la vez tan sensible se acrecienta al relacionar los tres films de la trilogía con sucesos reales muy específicos. Existen también varias referencias al 11S (como veíamos en el texto sobre Rehearsals for Retirement) en Last Days in a Lonely Place, desde el jet que sobrevuela el cielo mientras escuchamos la conferencia apocalíptica del planetario en Rebelde sin causa hasta el objetivo/punto de mira que aparece en dos ocasiones llegando a filmar una explosión cegadora en una escena. Y las referencias extracinematográficas no acaban ahí. Existe la posibilidad de ver en esa explosión de luz blanca una referencia a la bomba atómica como origen del fin de los días o como origen de un mal desconocido —inevitable no mencionar el episodio ocho de Twin Peaks: The Return (David Lynch, 2017)— así como un destello provocado por la tormenta que no cesa en todo el cortometraje. Sea como fuere, Solomon utilizó múltiples fuentes en In Memoriam y no podemos estar del todo seguros acerca de sus aspiraciones político-artísticas.

Lo que sí sabemos es que Last Days in a Lonely Place es el resultado de una visión poética de la imagen digital y virtual que se compone de una serie de planos similares a lamentos cuya forma contiene la huella de cineastas notables. ¿Acaso las escenas de la niebla no remiten directamente al cine de Peter Hutton —y muy concretamente a Boston Fire (1979) y a In Titan’s Goblet (1991)—? ¿No son los planos del bosque similares a los de Mouchette (1967) de Robert Bresson? Solomon reveló que utilizó sonidos de películas como Sacrificio (Offret, 1986) de Andréi Tarkovski, Al azar de Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966) de Bresson (otro de los directores predilectos de LaPore) o Cuentos de Tokyo (Tokyo monogatari, 1953) de Yasujirō Ozu. Y seguramente la inclusión de otros sonidos y motivos visuales permanezcan en secreto para siempre sin perjuicio de percatarse viendo la película con detenimiento. Pero lo verdaderamente asombroso de la inclusión de todas estas referencias u homenajes es su irrelevancia a la hora de adentrase de lleno en Last Days in a Lonely Place. Por más que nos suenen los espacios, sonidos o citas verbales, lo importante es saber que el film funciona por encima de ellos. Que el vagabundeo incorpóreo de una cámara invisible sugiere mucho más de lo que un análisis podría revelar.

El blanco y negro dota al material del GTA de una atmósfera impoluta y elegíaca. Casi parece sacada de un mundo espectral lejos de los unos y los ceros; donde lo cotidiano y lo de ultratumba conviven en un espacio urbano muerto mientras los cadáveres caminan sin mirada ni expresión. El lamento se palpa en cada gota que rebota pixelada en pequeñas salpicaduras, siempre semejantes, pero nunca falsas; en cada haz de luz inocua que se transforma en fogonazo semi-real y en cada pliegue de sombra uniforme y opaca. Todo ello genera un sentimiento y una fuerza casi indescriptibles para el espectador que se sumerge en un mundo que quizá conozca y que se ve privado de su naturaleza —el videojuego existe para pasárselo mientras que la película evita camino y destino—. Last Days in a Lonely Place supone, al igual que los otros trabajos que forman parte de In Memoriam, la creación de una obra artística a partir de algo que no es arte (1)Porque la finalidad de un videojuego es completar los niveles, acabarlo, superarlo y sin embargo Solomon captura escenas muertas de su entramado interactivo para convertir la ciudad virtual en un escenario del fin de los días. En un paisaje del lamento y de la incógnita existencial que dota de nuevas perspectivas a los gráficos, ahora espectrales.

Para terminar, Phil Solomon dedica esta pieza a “Isobel”. Un único nombre, sin apellidos ni nada adjunto. ¿Quién es? ¿Importa acaso? La dedicatoria es un broche personal a una obra que puede llegar a ser universal. La firma de Solomon nos recuerda que, además de haber creado una obra de arte, su objetivo de recordar a Marc LaPore sigue intacto. Isobel es la hija del cineasta fallecido y tenía nueve años aquel fatídico 11 de septiembre de 2005. Solomon alegó que el compromiso y la confidencia de Lapore fueron cruciales a la hora de dar el salto al digital y que, como la pintura de Caspar David Friedrich, Edward Hopper y Georges-Pierre Seurat o el cine de Janie Geiser y Lewis Klahr, su influencia fue decisiva para el conjunto de su obra.

 

 

© Borja Castillejo Calvo, octubre de 2020

 

 

(1) A pesar de los debates generados en torno al tema “¿son los videojuegos arte?”, muy interesantes de leer, escuchar y tener, mi postura al respecto es tajante. Los videojuegos no son arte, por tres razones: Aunque utilicen un lenguaje muy semejante al cinematográfico en sus cinemáticas, el conjunto que es el juego se desliga de ellas en cuanto el jugador toma control absoluto de todo lo que le rodea. Esto desemboca en otro problema: que el juego puede variar dependiendo de quién lo juega o en qué momento se juega. Para mí y, de momento, para los historiadores de arte, una obra debe ser sólida en lo relativo a su forma; es decir, propensa a ser contemplada en un determinado periodo de tiempo, pero sin incidir directamente en su estructura, cambiándola. Por tanto, el arte no permite la interacción directa entre el que lo contempla y el objeto contemplado si produce cambios en su forma, discurso o naturaleza última. La música, por ejemplo, depende de quién la interprete, pero en ella la obra sería puramente el desarrollo en el tiempo de su forma escrita: la partitura, el texto, es la obra que precisa de una serie de instrumentos para que sea admirada, al igual que el cine que precisa de una pantalla y un proyector, etc. La interpretación de la Sinfonía nº. 5 de Beethoven es la manifestación artística de la partitura, intocable por el que la contempla e invariable en su forma última, sin perjuicio de los cambios sonoros, perceptivos o interpretativos producidos por el auditorio, el tipo de orquesta que la toque o el período histórico. Lo mismo sucede en el teatro: no consideramos arte a la representación de X año de Macbeth, sino a Macbeth. En los videojuegos, el texto y su manifestación van siempre de la mano y siempre varían. Es imposible separar el movimiento de los gráficos de la mano humana que mueve al avatar y que decide impulsiva y azarosamente la mayoría de los movimientos y cambios en él. No hay unidad temporal ni espacial que surja de alguna parte que no sea el propio juego que se reinventa, se recrea cada vez que el usuario lo maneja y resulta algo infinitamente distinto a cada momento. En la música, si el violín deja de tocar diremos que la obra no está ejecutada, pero no que no exista. En el videojuego, no existen niveles si no se superan otros antes. No podemos separar la obra (porque no la hay, debe ser jugada para que sea) del proceso de jugarla. Y esto nos llevaría al segundo punto: el análisis formal.

El análisis, al que todas las artes se prestan al ser unidades en sí mismas, es esencial para poder valorar la obra como conjunto existente y no como interpretación de la misma. No se analiza, en Historia del Arte, la interpretación de tal año de El lago de los cisnes, sino el ballet en sí. La obra en sí, sin perjuicio de que luego se haga una crítica sobre una interpretación concreta, en espacios temporales y espaciales concretos. Lo cual tampoco implica que todas las críticas deban versar sobre obras de arte. Hay crítica deportiva, crítica de moda, crítica académica… y crítica de videojuegos. En estos, el análisis se complicaría hasta niveles imposibles debido a la naturaleza siempre cambiante de los mismos. Miles de jugadores crearán miles de partidas distintas y la presunta obra terminaría por deslocalizarse. De hecho, los análisis globales de videojuegos se suelen centrar en aspectos por separado (jugabilidad, dificultad, música, gráficos, etc.) admitiendo de esta manera que el juego tiene una naturaleza híbrida que contiene varios elementos artísticos (los paisajes generados por animación, las propias cinemáticas…) y no-artísticos (la superación de obstáculos, la aventura azarosa, el conseguir objetivos concretos…).

El tercer punto que imposibilita su condición de arte, desde mi punto de vista, es que, en su totalidad, no tienen la capacidad metafísica de elevar su propia condición a niveles espirituales. Es decir, por mucho que quieras contemplar una escena o escenario del juego, eso solo será una ínfima parte de su totalidad. Es como mirar un cuadro dentro de algo más grande, de algo móvil y dinámico que precisa de tu ayuda para existir. El juego no conoce la eternidad, por así decirlo. No puede ser contemplado en su totalidad como sí lo pueden ser una sinfonía o una película. De principio a fin, la obra existe, y si se detiene (si se interrumpe el concierto o si se para la película), no hablamos del fragmento presenciado como una obra de arte, sino como una pieza inacabada de algo que no requiere de tu habilidad/trabajo para finalizarse. De nuevo, el arte no comprende la interacción cooperativa obra/persona. El videojuego funciona al revés que el cine o la música. Incluso incompleto sigue siendo juego porque precisa de tu tiempo y tu colaboración directa para ser. El resultado final no perjudica a la dinámica de una partida que, seguirá siendo y significando por sí misma, aunque jamás completes el juego. En la literatura o la poesía sucede algo parecido, pero con una diferencia clave (muy similar a la anterior). Sin que alguien los lea, podríamos decir que un libro o un poema no son obras completas y, por supuesto, que no se admiran sin el ejercicio físico de la lectura. Pero entonces volvemos al tema de la unicidad y la imposibilidad de estas obras para cambiar de ninguna manera. Crimen y castigo siempre será Crimen y castigo, hasta la última coma. Pero el Call of Duty no. Además, el acto de leer un poema o un libro se convierte en el de dotarlo de vida, es decir, en unir unas palabras con otras para comprenderlas a pesar de que ellas mismas ya están unidas. De nuevo, interpretación de las formas. En el videojuego no existe esa totalidad ni tampoco hay interpretación porque los objetivos, a pesar de ser muy claros (de este nivel al siguiente, de este escenario al otro…), otorgan la posibilidad de retirarse, de olvidar el mecanismo del mismo y, por ende, aniquilarlo. La acción de jugarlo es sinónimo de desarrollo con un fin específico, alejado del artístico y cercano al recreativo, y la acción de no jugarlo se traduce como la inexistencia del objeto que, sin acción humana directa, se mantiene suspendido hasta que se corte la corriente o alguien comience a jugar. Pasarse un videojuego tiene más que ver con el entretenimiento que con el arte y se acerca mucho más al terreno del deporte o la competición (ahí están los famosos encuentros masivos de hinchas que animan a su jugador favorito en un estadio). La tendencia actual, que tiende a confundir belleza o emoción con arte, ignora los parámetros y límites (por muy reaccionario que pueda sonar) que lo definen. Creo que, si se puede considerar al videojuego como arte, también se puede considerar al dominó o al parchís como tal. Si nos olvidamos de la parte trascendente y evocativa que surge de la contemplación y la totalidad de una obra, de su forma dinámica pero estática (música y partitura, lectura y libro…) o solamente estática (pintura, arquitectura, escultura), pero nunca solamente dinámica (videojuego), podríamos catalogar cualquier cosa hecha por el hombre que produjese sentimientos individuales (de victoria, de derrota, de alegría, de tristeza…) como arte. Y si cualquier cosa es arte, nada lo es.