The Comedy

El último americano blanco

 

Si uno se enfrenta a The Comedy (2012) tras haber visto las dos anteriores películas de Rick Alverson, es probable que se sienta desorientado, perplejo e incluso molesto. El universo de este prometedor cineasta (que antaño fue líder del grupo musical de slowcore Spokane) parecía ya muy bien dibujado en The Builder (2010) y New Jerusalem (2011), donde el actor Colm O’Leary asumía el rol del errante, del ser solitario sumido en una crisis existencial, del inmigrante irlandés de clase trabajadora incapaz de encontrar su lugar en la tierra prometida de Estados Unidos. Los referentes de aquellos filmes (Walt Whitman, el folk norteamericano, Henry David Thoreau, Kelly Reichardt) situaban a Alverson en una tradición muy transitada de su país, que abandona repentinamente en The Comedy para introducirse en un contexto de lo más antagónico: el del adinerado y sofisticado barrio neoyorquino de Williamsburg.

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Will Oldham y Colm O’Leary protagonizaban «New Jerusalem»

El entorno cambia, pero no la forma. Es más, el cineasta estadounidense conserva la mayoría de los rasgos estéticos de sus dos primeros largometrajes (los cortes bruscos a negro, la cámara pegada al cuerpo de los actores, el tratamiento sonoro entre naturalista y abstracto, la improvisación en los diálogos, la austeridad de la puesta en escena…) mientras acentúa hasta lo temerario algunos de los aspectos menos confortables de su cine: los tiempos muertos, la falta de asideros sentimentales, la ausencia de una estructura narrativa convencional… Si en The Builder y New Jerusalem aún había lugar para la complicidad, el afecto, la amistad e incluso la catarsis, en The Comedy no son posibles ni la empatía ni la compasión y mucho menos la identificación subjetiva del espectador con las motivaciones de los personajes.

La neutralidad con la que Alverson filmaba en sus anteriores trabajos determinados objetos inanimados —en los que observaba su materialidad sin buscar en ellos ningún tipo de simbolismo; algo muy patente en los planos sostenidos de llantas y sillas de New Jerusalem—, parece haberse desplazado aquí a su modo de retratar a los individuos. No hay juicios de valor ni implicación emocional en las secuencias de The Comedy: solo el comportamiento de unos sujetos filmados desde una cierta indiferencia, desde una aparente objetividad. Este planteamiento nada complaciente, que requiere de una mayor implicación del espectador en el análisis de los personajes, resulta particularmente incómodo por el injurioso sentido del humor del protagonista, Swanson (Tim Heidecker), que se pasa buena parte de la película humillando a personas que no forman parte de su clase social acomodada.

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El comediante Tim Heidecker es el actor principal de «The Comedy»

¿Pero qué busca Alverson al dedicar su filme a un treintañero holgazán y narcisista, que alterna farras con sus colegas de Williamsburg con paseos en su yate e intercambios ofensivos con gente de a pie? Es difícil dar con una respuesta cerrada, pero cabe apuntar la hipótesis de la provocación, de la astracanada. «Los espectadores de cine contemporáneos, independientemente de su edad, parecen querer ser corroborados y apaciguados por lo que ven. Quieren exagerar un sentido de sí mismos y salir [de la sala] intactos y sin complicaciones (…). Es interesante ver cómo eso se convierte en un poco más difícil cuando la gente es desestabilizada de una u otra manera o cuando no pueden realmente anticipar la experiencia». Las palabras del cineasta estadounidense revelan hasta qué punto hay en su película una voluntad de sabotear nuestras expectativas, de dejarnos fuera de nuestra zona de confort. Al fin y al cabo, tanto el título del filme como el casting (donde se encuentran hasta tres comediantes: Tim Heidecker, Eric Wareheim y Gregg Turkington) pueden llevarnos al engaño. Pues por mucho que abunden los comentarios groseros e incluso haya lugar para algún gag delirante, The Comedy no es una comedia y las risas cómplices de la audiencia, si las hay, difícilmente podrán mantenerse durante el conjunto de un relato que se acerca al esclavismo, el clasismo, el racismo, la vejez o el nazismo a través del humor verbal de Swanson, que es más cínico que irónico, más truculento que desmadrado, más inquietante que gracioso. Tampoco la presencia como actor secundario de James Murphy (que fue líder de LCD Soundsystem) se debe a ninguna razón musical, sino más bien al hecho de que, como vecino en la vida real de Williamsburg, encaja en el entorno del filme de la misma manera que lo hacía el cantautor Will Oldham en la América evangelista de New Jerusalem.

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Heidecker, Wareheim y el músico James Murphy comparten un gag memorable en una iglesia

Descartado el género de la comedia, es esclarecedor preguntarse todo lo que podría haber sido el filme y no acaba siendo (del todo): un acercamiento realista al día a día de Heidecker y Wareheim (ambos conforman el inenarrable dúo cómico “Tim and Eric”), una buddy movie sobre la inmadurez en clave mumblecore (con melodías indies evocadoras), una glorificación (y condena) de la subversión grupal (las deudas de la pandilla de The Comedy con las de La naranja mecánica —A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971— y Los idiotas —Idioterne, Lars Von Trier, 1998— son innegables), una serie de sketches en la línea del llamado posthumor (piensen en Louis C.K, Ricky Gervais o Juan Cavestany) e incluso un drama melancólico y cool que deje patente el vacío existencial de una persona rica (¿Sofia Coppola?).

Los ecos de esas posibles películas se intuyen en el itinerario del apático protagonista, que a falta de un trabajo (no parece necesitarlo para vivir holgadamente) llena su tiempo con experiencias que le aporten algo, ya sea en igualdad de condiciones (emborracharse y practicar deporte con sus amigos, ligar en una fiesta) o, sobre todo, a costa de los demás (invadiendo el espacio vital y laboral de aquellos que sí necesitan trabajar). “Esto no es un patio de recreo; es mi forma de ganarme la vida”, le suelta un taxista a Swanson cuando este le ofrece 400 dólares a cambio de dejarle conducir durante veinte minutos su vehículo. La respuesta es un pequeño gesto de resistencia (el conductor acabará cediendo a la oferta económica), pero en el relato predomina la imposición: el protagonista se sale una y otra vez con la suya y la máxima reacción que obtiene de sus víctimas es un rostro desencajado, humillado. Son tantas las escenas similares que se suceden que uno se acaba preguntando si The Comedy no es, en realidad, una película sobre la impunidad (y las relaciones de poder).

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Las bicicletas son el medio de transporte favorito de los hipsters de Williamsburg

¿Hasta qué punto podemos permanecer impasibles (como espectadores, pero también como ciudadanos) ante tal cantidad de agravios? Alverson no traza unos límites éticos claros ni castiga los actos de Swanson, pero sí plantea la posibilidad de hacer frente a esa sumisión. Así ocurre cuando una mujer (camarera, para más señas) responde al sentido del humor del protagonista con sus mismas armas. Su intercambio verbal no genera, sin embargo, un enfrentamiento que haga evidente la lucha de clases sino da pie a una cierta complicidad, a un flirteo sexual. No en vano, las situaciones nunca son evidentes en The Comedy, cuyo hermetismo invita a múltiples (y contradictorias) lecturas interpretativas. ¿O es que sería descabellado imaginar que la película es también la crónica de una decadencia, de un proceso de extinción de aquellos que controlan Estados Unidos desde su independencia?

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El Empire State como símbolo de poder

«Estadísticamente, la América blanca europea va a ser una minoría en el futuro, y eso es muy emocionante para mí (…). Hay un cansancio absoluto de la cultura americana masculina blanca, que se ha aprovechado durante siglos de su visión del mundo en América». Las palabras de Alverson aluden a su próximo filme, Entertainment (2015) —que aún no hemos tenido la oportunidad de ver—, pero le van como anillo al dedo a The Comedy. Al fin y al cabo,  Williamsburg no deja de ser un coto cerrado, una burbuja de seguridad, una suerte de espacio protegido para unos pocos privilegiados condenado a desaparecer con los cambios demográficos. Ninguna secuencia lo expresa mejor que aquella en la que el protagonista y sus amigos juegan desenfadadamente a softball y beben al aire libre. De fondo, suena una música melancólica y Alverson nos muestra un plano general de la pista deportiva con el skyline neoyorquino de fondo; luego, en otro plano, vemos al personaje de Wareheim sacar su móvil para filmar el Empire State, que contemplamos en una panorámica hacia arriba. Los tres planos logran plasmar una situación de poder, pero también evidencian que estos individuos blancos, jóvenes y ricos residen en una torre de marfil de la que no pueden escapar.

Vistas así las cosas, Swanson no deja de ser un hombre enjaulado, un ser incapaz de sobrevivir fuera de su hábitat natural. Su voluntad (real o simulada) de trabajar, sus constantes bromas para llamar la atención o su enfrentamiento con los que no son de su raza y/o clase social (negros, árabes, hispanos) podrían ser leídos entonces como muestras de desesperación, como los últimos coletazos de aquellos que (como él) tienen sus días contados. El agotamiento de una cierta cultura, el cansancio al que se refería Alverson, quedaría, en este sentido, muy bien expresado por una imagen icónica de The Comedy: la de Swanson repantigado, con gafas de sol, barriga colgando, cerveza en mano, aburrido, en su yate.

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¿Qué le pasa por la cabeza a Swanson mientras descansa en su yate?

 

© Carles Matamoros, agosto de 2015