Sitges 2010

Tras el aplauso sádico

 

1. El aplauso sádico

Empecemos con una pequeña pero significativa anécdota. Al finalizar la proyección de Secuestrados (2010), ópera prima de Miguel Ángel Vivas, a competición en la Sección Oficial del 43º Festival de Sitges, uno de los miembros del jurado preguntó desconcertado a una de nuestras compañeras, sentada a su lado, qué demonios estaba aplaudiendo la gente. Ese miembro del jurado era Jan Harlan, productor y cuñado de Kubrick, y, por lo tanto, coartífice de anteriores reflexiones fílmicas sobre la violencia como El resplandor (The Shining, 1980) o La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, 1987). Harlan se mostraba desconcertado ante el jolgorio del público asistente que, en aquellos momentos, aplaudía efusivamente el cruel destino de los protagonistas de la película cuando minutos antes había hecho lo propio con la esperanzadora venganza de una de las víctimas hacia uno de sus captores. Spain is different, Jan!

Esa aparente esquizofrenia del respetable, sin embargo, no es tal. Avanzando unos días en la historia y deteniéndonos en la proyección de A Serbian Film (Srpski Film, Srdjan Spajosevic, 2010), la película maldita del certamen, pudimos descubrir cómo la ya conocida escena en la que un neonato es “violentamente violado” fue recibida también con aplausos, esta vez más tímidos, entre ciertas siluetas del público escondidas en la oscuridad de la sala. ¿Se revela, entonces, una malsana atracción del público de Sitges por el placer que supone ver en pantalla aquello que ni siquiera puede imaginarse? Una actitud catártica fácilmente defendible, pues al fin y al cabo tan solo se están aplaudiendo ficciones, representaciones falsas de una realidad extrema, a la que estas películas tan solo aluden de refilón. Se canalizan de este modo las perversiones escópicas que tan bien han retratado películas como Tesis (Alejandro Amenábar, 1995), pero siempre bajo la protección de la ilusión fílmica.

Cabe entonces blandir una lanza en favor de ese público maltratado por diversos medios de comunicación durante el transcurso del festival. Un público que no está aplaudiendo ni la Guerra de Iraq, ni el 11-S, ni los tsunamis de Indonesia, tan solo la emoción que despierta ver en una pantalla la representación más próxima al “horror” que el cine puede permitirse.

 

2. Home sweet home?

Es precisamente en el hogar, en la comunidad familiar, donde tales perversiones, a cada cual más violenta o disparatada, hacen más mella. De ese modo, el hogar funciona como el lugar donde el terror entra en tanto ente destructor de la armonía que, se supone, debe habitar en el seno familiar. Ese es el punto de partida de Secuestrados. Una familia básicamente feliz, con pequeños problemas cotidianos, se acaba de mudar a una lujosa casa, que funciona no solo como motor de la historia, sino también de la puesta en escena. Filmada a partir de unos pocos planos secuencia, la cámara nos va llevando por los pasillos del hogar y enseñándonos cómo este es allanado por unos secuestradores que acaban de lleno con la paz familiar. Aunque la película intenta dar más visos de originalidad de los que en realidad tiene (en alguna ocasión fuerza demasiado la estructura), el planteamiento funciona y el resultado es bastante potente. Queda la duda de si logra transmitir la empatía requerida, no se sabe muy bien si por la dosis de esquizofrenia del público o por lo que cuesta en estos tiempos identificarse con los dueños de una vivienda de esas características.

A la sombra de esta objeción podemos decir que nace Dream Home (Wai Dor Lei Ah You Ho, Pang Ho-cheung, 2010). La falta de espacio en Hong Kong es el punto de partida de una película que intenta hablar sobre el derecho de todo individuo a poder tener la casa de sus sueños. La propuesta, a partir de la filmación en los primeros minutos del escaso espacio vital que existe en tan inmensa urbe, es prometedora. El desmesurado exceso de violencia que se despliega después también funciona. Sin embargo, toda la trama que intenta aguantar y justificar esta acción se queda vacía y peca de un dramatismo que acaba siendo incoherente con el peso de la película.

No tanto incoherente sino simplemente ridículo es el argumento que intenta sostener La otra hija (The New Daughter, 2009), ópera prima del español Luis (o “Luiso”) Berdejo, que incurre en Hollywood con Kevin Costner como protagonista. El drama familiar que aguanta la trama está, se puede decir, mejor rodado que la mayoría de las producciones españolas que intentan abordar el tema. Sin embargo, como película de género, no ofrece más que tópicos, uno detrás de otro y de manera poco creíble y original. El montículo que se encuentra al lado de la típica casa de película de miedo (también enorme) y que funciona como origen del terror que atacará el hogar familiar es irrisorio, absurdo como para centrar toda una intriga en torno a él.

De una manera mucho más natural y original se presenta la película argentina Fase 7  (Nicolás Goldbart, 2010). Como parodia del miedo que se le metió a la sociedad con la pandemia de la gripe A, el filme crea una atmósfera apocalíptica alrededor del apartamento de una joven pareja que está a punto de tener su primer hijo. De una manera certera, el filme logra combinar la cotidianeidad de la vida con una situación extrema, cosa que apunta ya desde unos lúcidos títulos de crédito en un supermercado. Con ecos, reconocidos por el director, a La comunidad (Álex de la Iglesia, 2000), la película se convierte en una comedia que sabe sacar lo mejor de la convivencia diaria, así como de una situación rocambolesca con tintes de humor absurdo. En este caso, la defensa del núcleo familiar no pasa por alejar el terror del hogar con tópicos trillados y llamamientos recalcitrantes a la unidad colectiva, sino más bien por mantener la monotonía de la vida en pareja frente a la locura colectiva que se cierne fuera del hogar.

Otra propuesta sudamericana de la Sección Oficial fue la película uruguaya La casa muda (Gustavo Hernández, 2010). Si de Fase 7 decíamos que el hogar toma un nuevo carácter dentro de una disposición de película de género, aquí no hace sino caer en la trampa de “peli de terror con casa a la que los personajes no deberían entrar”. No molesta tanto por repetir el mismo argumento de siempre, en el que se intenta al menos dar un plus de interés en la puesta en escena a partir de un presunto único plano secuencia, sino más bien por los trucos que utiliza de una manera fraudulenta para justificarla.

A partir de giros funciona asimismo The Perfect Host (Nick Tomnay, 2010). La llegada de un fugitivo a una casa sirve como desencadenante de una película que juega también con el arma de la esquizofrenia en dos frentes, entre los que incluye la comedia por lo menos para no tener que creerse tanto una historia llena de enredos demasiado forzados.

No sabe uno muy bien desde qué lado mirar el juego que hace Black Death (Christopher Smith, 2010) con respecto a la religión, si la película acaba “creyéndosela” o la sitúa al lado de los trucos que nos enseña la supuesta nigromante para mantener el poder. Este filme ambientado en el siglo XIV en plena peste negra habla de la comunidad religiosa y de la defensa de esta por encima de la muerte individual. Por ello, el descubrimiento de otra comunidad que aplica valores diferentes para explicar la vida, pero sobre todo para ejercer otro tipo de poder, es para los protagonistas fuente de desconfianza y puerta abierta a lo maligno. Sea como fuere, una propuesta insulsa que deja indiferente.

La película coreana Bedevilled (Kimboknam Salinsagenoui Jeonmal, Jang Cheol-soo, 2010) habla también sobre una comunidad, esta vez más cerrada, en una isla en la que el patriarcado está sustentado por el sector femenino. Una desconcertante mujer que deja Seúl para pasar una estancia en la isla de Geumodo nos sirve como contraste frente a una vida mucho más conservadora. Sin embargo, no es de sus manos de donde viene la conciencia de cambio que es necesaria para esa comunidad. Cuesta, no obstante, muchas reiteraciones del significado de cada elemento del filme para llegar hasta el momento de la venganza, que da al fin algo de color a la película y, ya de paso, hace participar al entusiasmado público de Sitges.

La película mexicana Somos lo que hay (Jorge Michel Grau, 2010) intenta ofrecer una visión sobre el canibalismo centrada en el peso de la familia, en la que la figura femenina sirve otra vez para sustentar el legado patriarcal del padre fallecido. Mantener la comunidad, en este caso, pasa literalmente por introducir a personas ajenas en ella, en tanto alimento primario, aunque forman parte también de un ritual que desconcierta el hilo argumental. Estos entes externos a la familia son, en consecuencia, los que la desestabilizarán. Se agradece la sobriedad general que reina en la película, pero no obstante mejoraría notablemente si se reflexionara en el interior del filme sobre la práctica antropófaga, ya que los personajes acaban siendo demasiado toscos y no ayudan, por tanto, a entrar en ella.

 

3. Los límites de lo sobrenatural

La película española rodada en Inglaterra 14 días con Víctor (14 Days with Víctor, Román Parrado, 2010) trata de reflexionar sobre los límites del dolor, con la figura de San Sebastián como trasfondo. En este caso es la ausencia de un hogar firme la que lleva al protagonista a experimentar en sus propias carnes dónde está tal frontera. Este planteamiento, que podía haber dado mucho juego en tanto reflexión sobre el cuerpo en el cine, se desarrolla desde una figura muy trillada, el artista (contemporáneo) en una crisis de representación. Una cinta sosa, en definitiva, que no se sabe muy bien a qué aspirar.

El filme ucraniano My Joy (Schastye moe, Sergei Loznitsa, 2010) despierta, en cambio, más preguntas. La primera, la ironía entre el título (“Mi alegría”) y el ambiente de la película, totalmente negro, oscuro. La segunda, en cuanto a la exploración del límite no solo de la violencia, sino también del peso que puede tener el pasado sobre el presente y la vigencia de una historia en unos espacios donde la frustración se repite a través del tiempo. La tercera pregunta es, sin embargo, más negativa: ¿qué pasaría si la película no apostara tanto por desviarse del protagonista de la historia central, que realmente prometía, y no se ofuscase tanto en buscar tal frustración en tantos personajes diferentes?

Kosmos (Reha Erdem, 2010) se plantea traspasar la fina línea entre lo sobrenatural y lo cotidiano a partir de la llegada de una especie de mesías a una pequeña comunidad rural turca, como si se tratara de una versión más light y bucólica de Teorema (1968) de Pasolini. La película reivindica esa tendencia dentro de la nueva ola de directores turcos de un cine rural donde las fuerzas naturales tienen mucho peso en la imagen. Las referencias, por tanto, llevan hasta la increíble Kasaba (1997) de Nuri Bilge Ceylan, aunque también se podría trazar un paralelismo con la colección de fotografías de Abbas Kiarostami sobre paisajes nevados. En este caso el paisaje es Kars, donde los ecos sobre la apertura de la frontera turco-armenia sirven para modelar a la población autóctona de una manera sobria (y magistral), en contraste con las excentricidades del recién llegado.

Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives (Loong Boonmee raleuk chat, Apichatpong Weerasethakul, 2010), incluida a última hora en la Sección Oficial y previsible pero merecidísimo premio de la crítica, sabe conjugar de una manera soberbia lo fantástico con lo cotidiano a través de la cultura popular. Con un potente estilo de narración a partir de dualidades que en vez de repelerse se tocan, la película combina fantasmas, hombres-mono y personas a punto de fallecer a la vez que desmitifica y devuelve al pueblo su capacidad para imaginar.

 

4. Revisiones 

Rare Exports: A Christmas Tale (Jalmari Helander, 2010) será probablemente la película más recordada (con el permiso de la provocación serbia) de la 43ª edición del Festival de Sitges. No solo por haber sido la gran triunfadora del certamen (Mejor Película, Mejor Director y Mejor Fotografía), sino por ejemplificar a la perfección una de las tendencias más intensas compartida por varias de las películas presentes en la Sección Oficial: la revisitación, en clave posmoderna, de una película, un género o, como es el caso, un mito. En Rare Exports: A Christmas Tale, versión cinematográfica de una colección de cortometrajes homónimos que causan furor en Internet, Santa Claus se transforma en un despiadado monstruo de enormes cuernos que en lugar de traer regalos a los niños, los secuestra para comérselos después. Pese a lo transgresor de la propuesta, el filme termina por convertirse en la visión amable del certamen; un filme válido para todos los públicos, agradable de ver, pero irremediablemente menor.

Más redonda es la inesperada propuesta del inagotable y ecléctico Takashi Miike. 13 Assassins (Jusan Nin No Shikaku, 2010) olvida los excesos grotescos a los que Miike nos tenía acostumbrados y nos brinda una sobria revisión de Los siete samuráis (Shichinin No Samurai, 1954), la obra maestra de Akira Kurosawa, aunque realmente se trata del remake de Trece asesinos (Jusan Nin no Shikaku, 1963), de Eiichi Kudo. Con una puesta en escena impecable y una ambientación soberbia, Miike adopta el clasicismo de Kurosawa optimizando incluso algunos aspectos del original. Si en Los siete samuráis experimentábamos un cierto desencanto al llegar a la batalla final durante tanto metraje planeada –ya que el espectáculo no alcanzaba a transmitir la épica del relato- Miike reserva más de media película a un Mortal Kombat trepidante e imaginativo en un pueblo-trampa donde tienen cabida katanas, explosiones e incluso un encierro “sanferminesco”.

Por la misma senda del remake se dirige A Woman, a Gun and a Noodle Shop (Zhang Yimou, 2009), la versión asiática de Sangre fácil (Blood Simple, 1984), uno de los mayores hitos de los hermanos Coen. Lo mejor del último filme de Yimou es que no se limita a copiar la historia referenciada, sino que adopta fielmente el estilo silencioso, pausado y contenido de la original para elaborar un filme delicioso, visualmente desbordante y que tan solo defrauda al incluir gotas de la típica comicidad asiática que, en este caso, no acaban de conjugar con la majestuosidad trágica de la trama principal.

En Legend of the Fist: the Return of Chen Zhen (Jing Mo Fung Wan: Chen Zhen, 2010), el director Andrew Lau parece evocar las ficciones clásicas que aludían al periodo de entreguerras del siglo XX. Tras un inicio fulgurante y prometedor, en el que se reúnen desde Casablanca (Michael Curtiz, 1942) a Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001), el filme va perdiendo fuelle a medida que la trama se enrevesa y termina siendo un pretencioso ejercicio de artes marciales con el capricho de inmiscuirse en la Historia.

Peor sabor de boca nos deja Les nuits rouges du bourreau de Jade (Red Nights, Julien Carbon & Laurent Courtiaud, 2010). Fuerte apuesta de la organización del festival, la película pretende ser un homenaje a los filmes de la categoría III hongkonesa (una especie de serie B con ecos de giallo fetichista), pero obviando ese referente nos encontramos ante una propuesta que defiende su estetizada y cruel violencia resultando un thriller vergonzante y absurdo.

En Hanio (The Housemaid, 2010), Im Sang-soo realiza un remake de la película homónima de Kim Ki-young, una joya del cine coreano de los años sesenta que el propio Martin Scorsese se encargó de restaurar y rescatar del olvido. La nueva versión, sin embargo, no honra el original al sustituir el suspense hitchcockiano por un erotismo más anunciado que estimulante.

Kokuhaku (Confessions, Tetsuya Nakashima, 2010), última película oriental a competición, reinventa estéticamente el thriller de venganza asiático al proponer un nuevo régimen de la imagen para representar el universo visual de la juventud japonesa. En un filme que nos habla de la vendetta psicológica de una maestra hacia los alumnos que asesinaron a su hija, Nakashima propone un enorme videoclip onírico y una narración multivisión que recrea un interesante laberinto argumental donde nunca sabemos a qué personaje debemos aferrarnos.

El último exorcismo (The Last Exorcism, Daniel Stamm, 2010) propone el descrédito como única vía de revisión de El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973). En un mundo actual bastante ateo, un falso predicador convertido en timador practica falsos exorcismos para ganarse la vida. La cámara subjetiva de un grupo de reporteros se encargará de testimoniar su último encargo. La premisa es excelente y el resultado, notable, pero queda lastrado por la necesidad de encontrarle un desenlace popular a la película.

En Kaboom (2010), el universo Araki se reformula. El director de Los Ángeles retorna al mundo de los adolescentes gays perdidos y drogados de películas como Nowhere (1997) o Totally Fucked Up (1993), pero en esta ocasión lo hace en clave de comedia alucinógena donde la espiral de excesos narrativos desemboca en un disparatado apocalipsis al ritmo musical de Placebo.

Somos la noche (Wir sind die Nacht, Dennis Gansel, 2010) reinventa el mito de la vampiresa y lo transporta a los tiempos de Sexo en Nueva York. Una rave de lesbianas sedientas de sangre y de joyas caras se va moderando a medida que avanza y termina por convertirse en una apología del amor tradicional por encima del carpe diem.

Menos reparos muestra Gareth Edwards en proponer la típica historia de “boy meets girl” en Monsters (2010), a priori la típica película de invasión alienígena que sorprende, pero que, a la postre, defrauda, al parecerse más a Antes del amanecer (Before Sunrise, Richard Linklater, 1995) que a District 9 (Neill Blomkamp, 2009). El panorama apocalíptico en Monsters no es más que el escenario en el que se desarrolla la tópica historia de amor indie americana. Tal vez ahí resida, para muchos, su principal encanto.

 

5. No reason

Por último, y como broche final, cabe referirse a Rubber (Quentin Dupieux, 2010), ya que funciona no solo como revisión de un género (desde la road movie hasta las películas de asesinos en serie, pasando indudablemente por la comedia de humor absurdo), sino también como reflexión metacinematográfica. Sirve por tanto para respondernos a la pregunta con la que abríamos el artículo: ¿por qué disfrutamos en el cine experimentando la violencia? El filme está protagonizado, literalmente, por un neumático asesino. El animismo que se le otorga a este neumático, del que comprobamos sus deseos y frustraciones, es una crítica brutal a la introspección a la que recurren tantas películas para intentar justificar sus acciones en la pantalla. En Rubber, este punto llega a su clímax en una escena extraordinaria en la que el neumático, mirándose a un espejo, recuerda momentos pasados. Cuando eres consciente de que estás sintiendo empatía con una rueda de coche que va matando gente por ahí, te replanteas la relación que debes establecer con los personajes cinematográficos. Como expone el filme, estos solo pueden existir si hay alguien mirándolos. Esa es la realidad de la experiencia cinematográfica. ¿Por qué empatizamos con ellos o disfrutamos viendo cómo los matan de la manera más salvaje posible? No reason.

 

© Gerard Alonso i Cassadó & Daniel Mourenza