Seminci 2010

Banderas de nuestros padres

 

Para empezar convendría diferenciar los festivales de cine que creen en la imagen de aquellos que creen en las historias. En los primeros predominan las películas interesadas en estudiar la relación de sus imágenes con el espectador que las mira o la que mantienen con el universo imaginario que las rodea. En los segundos se exhiben principalmente películas en las que las imágenes son solo el vehículo de unas narraciones adecuadas a cierta concepción asumida del cine, en la que todavía son importantes una gran interpretación actoral o un guión cerrado sobre sí mismo.

Resulta fácil encuadrar la Seminci dentro de la segunda categoría puesto que todavía no ha conseguido resolver, después de 55 ediciones, el conflicto entre un pasado que considera glorioso y la deriva vivida en los últimos años. Su resultado más evidente es una programación que ha dado la espalda al cine más interesante de la pasada década y que, no por casualidad, se ha proyectado en aquellos festivales que creen en la imagen. En este momento os invito a escoger cualquiera de las numerosas listas confeccionadas al final de la pasada década por espectadores, medios o instituciones y buscar en ellas alguna película que haya pasado por la Seminci. Bueno, tenemos una excepción: No quarto da Vanda (Pedro Costa, 2000), pero no compitió en la Sección Oficial. Con esta dicotomía quiero dejar clara una cosa; el público que acude a un festival no pretende ver lo mismo que se estrena en una sala comercial, algo que parece no tener claro la Seminci, a la vista del ímpetu que demuestra por promocionar películas seleccionadas (o están en ello) para competir por un Óscar o un Goya. Una cuestión que no tiene nada que ver con que la mayoría de las que se exhiben en la Sección Oficial venga con una distribuidora de la mano, algo que últimamente se echa en cara solamente a la Seminci, y creo que de manera bastante injusta, porque en todos los festivales a los que acudo me topo con numerosos filmes que llevan impresa en la copia de exhibición el logo de una distribuidora.

Tras la aclaración previa, debemos reconocer una evidencia en la programación de la 55ª Seminci: continúa siendo fiel a un cierto tipo de cine social de raíz humanista, heredero directo del cine de valores humanos que servía de epígrafe al nombre del festival en otro tiempo. Se puede argumentar en mi contra que el máximo galardón ha sido para Copia certificada (Copie conforme, 2010), pero el filme de Kiarostami, de lejos el mejor proyectado, ha ido más allá venciendo incluso a la propia historia del festival; Kiarostami, el autor con el que se estuvo negociando para que acudiera a la ciudad a recoger la Espiga de Honor a toda su carrera antes de concedérsela a Antonio Banderas. Se negó a venir, como también se negó Wong Kar-wai hace tres años cuando se le quiso galardonar con la misma distinción. Como también se niegan a venir cineastas de renombre a presentar sus películas desde hace unos cuantos años sin que a nadie le resulte extraño.

Si esos cineastas que dan su negativa lo pueden hacer es porque en el pasado alguien apostó por ellos. En este aspecto a la Seminci no se le puede hacer ningún reproche. Siempre ha apostado por directores con solo una película, aunque en los últimos años tenga empañada la mirilla por la que apunta. Por eso no es de extrañar que la Espiga de Oro también se le haya concedido al debutante Miguel Cohan por Sin retorno (2010), un ejemplo perfecto de todo lo señalado anteriormente alrededor de una historia de un falso culpable de asesinato que se adecua milimétricamente a los códigos del thriller. La mejor idea de la película la encontramos en el acta con que la Fipresci también la distinguía con su galardón: “Por su rigor narrativo, el desarrollo de la psicología de todos los personajes y la capacidad para no juzgarlos”. ¿El primer premio de un festival debe ser para propuestas que aspiran a esto? ¿Quién va a acudir al festival desde fuera de la ciudad para ver lo que ya ha visto miles de veces?

El padre, la madre…

A pesar de todo, la Sección Oficial me ha dejado la sensación de vivir en un tiempo de cambio. Y no porque se haya proyectado algo realmente excepcional (dejando al margen a Kiarostami, claro), sino porque en el inconsciente de su programación se ha hecho patente una preocupación, hacerse con una tradición heredada o un testamento impuesto alrededor de unas variables muy concretas: familias y difuntos. En algunos momentos del festival sentí la tanatofilia a mi alrededor, aunque luego caí en la cuenta de que el festival terminaba el día anterior a la noche de Halloween, y que quizás no había mejor manera de celebrarlo que con unos cuantos muertos y unas cuantas películas de espíritu hollywoodiense.

El mejor ejemplo fue la canadiense Incendies (2010) de David Villeneuve, que después de sonar durante mucho tiempo como la favorita para llevarse la Espiga de Oro tuvo que conformarse con el Premio al Mejor Guión. Un premio que hace justicia a una película que, aunque pretende ser solo eso, se queda en poco más que un inesperado, sorprendente y trágico giro narrativo. Porque la historia de dos hermanos que deben encontrar a un padre y a un hermano que creían desaparecidos para recibir la herencia de su madre que acaba de morir, es solo eso. Una historia bien narrada que se retuerce narrativamente, que un espectador atento, que no se deje embelesar por sus palabras, encontrará un tanto cómicas situaciones como aquella en la que una chica recorre durante más de una hora de metraje un país que no conoce guiada exclusivamente por su intuición y que, en un momento determinado, se le ocurra contactar con un notario que tiene toda la información que busca.

El origen de un grito (À lorigine dun cri, Robin Aubert, 2010) fue la segunda película canadiense a competición. En ella un hombre no puede soportar que su mujer haya muerto. Así que la desentierra y se da un paseo con ella por un país que se parece más al de Paris, Texas (Win Wenders, 1984) que al de McGyver. A medida que avanza el metraje descubrimos que ese hombre es padre e hijo a la vez, porque tanto su progenitor como su descendiente han emprendido un viaje en su busca y captura. El resultado es la típica historia de reencuentro familiar que posibilitará la superación de los problemas que cada uno de los protagonistas mantiene con el pasado. Una reescritura histórica como la que pretende alcanzar La misión del director de Recursos Humanos (Shlichuto Shel Hamemune Al Mashabei Enosh, Eran Riklis, 2010), yéndonos también de viaje con un muerto. El director israelí de Los limoneros (Lemon Tree, 2008) presenta una road movie en la que ese director de recursos humanos de una panadería industrial debe lavar la imagen de su empresa tras ser acusada de deshumanización después de que Yulia, una de sus trabajadoras inmigrantes, fallezca en un atentando terrorista y nadie reclame su cuerpo. Su misión, transportar el ataúd con la difunta desde Israel hasta un pueblo de su Rumanía natal. La mirada tremendamente humanista de Eran Riklis, sin quitarle su virtud cómica, continúa la senda de su primer trabajo en su labor de chapa y pintura de la imagen internacional de su país con su habitual simbolismo de parvulario.

De otra panadería, pero esta vez artesanal, arranca la historia de En familie (2010) de Pernille Fischer Christensen. Aquí también tenemos a un padre, que además representa y mantiene la larga tradición del negocio familiar. Pero en ella no veremos al muerto hasta el final. El filme observa meticulosamente cómo el patriarca, a causa de un cáncer terminal, se va degradando muy lentamente hasta sus últimos estertores antes de morir. Una hija, una segunda esposa, serán los ornamentos dramáticos para la enésima propuesta (muy bien filmada, eso sí) sobre cómo la tradición impide y enquista la apertura a un futuro desde el presente. Historia muy parecida a la de La mosquitera, solo que en esta las trabas aparecen porque los padres no saben lo que quieren ni lo que desean, disfrazando su comportamiento detrás del eufemismo de sus palabras. Enraizada en el cine familiar español de, por ejemplo, un Carlos Saura bajo un tamiz a lo Todd Solondz, el último trabajo de Agustí Vila me decepcionó bastante. Esperaba ver algo tan sorprendente como Un banco en el parque (1999) y me encontré con algo tan decepcionante como Canino (Kynodontas, Giorgos Lanthimos, 2009). Sobre todo porque juega, de manera un tanto hipócrita, a atizar y desenmascarar a la misma clase social para la que está pensada la película. En el fondo es un ejercicio laudatorio que ha encontrado en la Seminci el lugar más adecuado donde presentarse.

…Y el hijo

Ahora tomemos el punto de vista contrario sobre los mismos problemas. Cambiamos de segmento de edad junto con los tonos lúgubres que nos ha acompañado hasta este momento con una comedia en la que se desencadena una relación sentimental de un par de cuarentones en clara deriva existencial, a partir de una situación de apuro mingitorio, con una frase tan simple como “bonito pene”. En su segunda oportunidad de mantener una relación adolescente todo marcha bien hasta que aparece en escena Cyrus, el hijo de ella, para virar la película hacia una especie de tragicomedia ligera en torno a los celos, la posesión y el complejo de Edipo del hijo cuyo nombre da título a una de las películas más notables del festival, aún sin que los hermanos Duplass se alejen de esos códigos tan reconocibles made in Sundance. Se les perdona, porque con ellos llegaron algunas de las pocas carcajadas del festival.

Otro hijo es el protagonista de The Fourth Portrait, la segunda película de Mong-Hong Chung. Al margen de Copia certificada, esta película taiwanesa era mi propuesta más esperada después de haber descubierto por casualidad Parking (2008). Llegué a su primer trabajo buscando películas de perdedores felices similares a Monday (Sabu, 2000) y me sorprendió porque en él había una reflexión más allá del artefacto cómico que trataba de estudiar la todavía tan cinematográfica y problemática vuelta a casa. Para ser justos, The Fourth Portrait debería haber ganado la Espiga de Oro, sobre todo porque la película de Kiarostami gozaba ya distribución en salas en el momento de ser premiada y porque era la oportunidad de dar un giro al festival avalando una película tremendamente interesante en cuanto a la relación entre las imágenes y los cuerpos. Una propuesta inaudita en este festival, que maneja la tesis de cómo la famosa fase del espejo ya no pasa por reconocer la propia imagen en un reflejo, sino en la memoria de todo lo recibido a partir de la transmisión oral de lo reprimido. El niño protagonista, que tras quedar huérfano de padre tiene que volver con su madre y su segundo marido, irá dibujando en la escuela unos retratos a partir de todo lo que le trasmiten una serie de adultos que aparecen en su vida y que le van narrando su pasado doloroso. Tristemente, el cuarto retrato, el que se forma sobre un espejo, ya no tendrá la forma del que se mira en él, sino de todo lo escuchado y adquirido de forma involuntaria.

En Picco, los “hijos” son ya adolescentes y bastante más problemáticos. Han delinquido y viven recluidos en un centro penitenciario de menores. Todos visten el mismo traje gris y no conocemos ningún tipo de información de porqué han entrado allí. Con esta homogeneización estética, Philip Koch pretende reflexionar con su primera película acerca de la violencia en clave metafórica a partir de referentes como Michael Haneke y Gus Van Sant. La película causó cierto revuelo por el detenimiento y frialdad con que la cámara sigue los comportamientos violentos de los chicos dentro de un espacio claustrofóbico. Pero al igual que en Funny Games (1997), la búsqueda del director alemán no está orientada a encontrar un origen, sino el mecanismo mediante el que se reproduce como si fuera un bucle interminable. Quedará para la “historia” como una película más de las que pasó por el festival, pero sin duda que no lo es. Como tampoco lo es Beyond the Steppes (2010), el primer trabajo de Vanja d’Alcantara. Ambientada en la Segunda Guerra Mundial, una mujer polaca es deportada a un campo de concentración soviético cargando más allá de las estepas rusas en invierno con su hijo recién nacido. Como era de esperar, el hijo enferma y ella hará todo lo posible por conseguir medicamentos en una cárcel sin muros perdida en la inmensidad de la nada. La directora se aparta de esa gran historia para centrarse en el sufrimiento (contenido) de una madre por salvar a su hijo. A medida que avanza el metraje, a medida que van llegando las estaciones más calurosas y el fin de la guerra, la directora busca un tono más poético que choca frontal y paradójicamente con el estado de salud del niño. Se nota mucho que es un primer trabajo, pero sin duda que tampoco se encuentra entre lo peor que hemos visto.

Algo que no podemos decir de En el camino (2010). El segundo trabajo de Jasmila Zbanic viene a confirmar lo que nos temíamos con su anterior Grbavica (2006); que su intento por representar los problemas de la Bosnia actual tiene la misma profundidad que el de Fernando León de Aranoa en nuestro país. La película gira también en torno a un hijo, pero esta vez de una pareja “moderna” que no puede tenerlos. El futuro padre es un controlador aéreo muy estresado que, a causa de sus problemas con el alcohol, es expulsado de su puesto de trabajo. El tiempo libre le lleva a reencontrarse con un amigo fundamentalista musulmán que le hará dar un giro a su vida desde el nihilismo a la pureza espiritual. El maniqueísmo es evidente en un relato de dualidades perfectamente perfiladas que traza un dibujo simplista de un país y que desemboca en uno de los finales más vergonzosos de los últimos años por su explícita demagogia.

Samba

Si en las mañanas de la Sección Oficial reinaba la oscuridad, las tardes se volvían luminosas gracias al ciclo dedicado al cine brasileño de los 2000. De forma paralela también se proyectaba otro dedicado a Claude Chabrol, que había sido anunciado mucho antes de su muerte, al que no acudí a ninguna sesión porque nunca me ha parecido un autor tan relevante y porque además todos sus trabajos se pueden ver y/o conseguir fácilmente, incluida Bellamy (2009), que será estrenada en breve. Así que casi todas las horas tras las comidas, las pasé derribando la imagen de una cinematografía construida por películas como Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002) o Estómago (Marcos Jorge, 2008). Observada en conjunto, la cuidada selección del ciclo muestra una clara intención por alejarse de la idea de violencia explícita, favelas y samba que nos llega a las pantallas comerciales, un impulso que subyace poderosamente en unos cuantos trabajos que acuden al Sertão, un espacio semidesértico ubicado en el norte de Brasil, donde Glauber Rocha rodara algunas de sus películas más emblemáticas.

En Picco, los “hijos” son ya adolescentes y bastante más problemáticos. Han delinquido y viven recluidos en un centro penitenciario de menores. Todos visten el mismo traje gris y no conocemos ningún tipo de información de porqué han entrado allí. Con esta homogeneización estética, Philip Koch pretende reflexionar con su primera película acerca de la violencia en clave metafórica a partir de referentes como Michael Haneke y Gus Van Sant. La película causó cierto revuelo por el detenimiento y frialdad con que la cámara sigue los comportamientos violentos de los chicos dentro de un espacio claustrofóbico. Pero al igual que en Funny Games (1997), la búsqueda del director alemán no está orientada a encontrar un origen, sino el mecanismo mediante el que se reproduce como si fuera un bucle interminable. Quedará para la “historia” como una película más de las que pasó por el festival, pero sin duda que no lo es. Como tampoco lo es Beyond the Steppes (2010), el primer trabajo de Vanja d´Alcantara. Ambientada en la Segunda Guerra Mundial, una mujer polaca es deportada a un campo de concentración soviético cargando más allá de las estepas rusas en invierno con su hijo recién nacido. Como era de esperar, el hijo enferma y ella hará todo lo posible por conseguir medicamentos en una cárcel sin muros perdida en la inmensidad de la nada. La directora se aparta de esa gran historia para centrarse en el sufrimiento (contenido) de una madre por salvar a su hijo. A medida que avanza el metraje, a medida que van llegando las estaciones más calurosas y el fin de la guerra, la directora busca un tono más poético que choca frontal y paradójicamente con el estado de salud del niño. Se nota mucho que es un primer trabajo, pero sin duda que tampoco se encuentra entre lo peor que hemos visto.

Algo que no podemos decir de En el camino (2010). El segundo trabajo de Jasmila Zbanic viene a confirmar lo que nos temíamos con su anterior Grbavica (2006); que su intento por representar los problemas de la Bosnia actual tiene la misma profundidad que el de Fernando León de Aranoa en nuestro país. La película gira también en torno a un hijo, pero esta vez de una pareja “moderna” que no puede tenerlos. El futuro padre es un controlador aéreo muy estresado que, a causa de sus problemas con el alcohol, es expulsado de su puesto de trabajo. El tiempo libre le lleva a reencontrarse con un amigo fundamentalista musulmán que le hará dar un giro a su vida desde el nihilismo a la pureza espiritual. El maniqueísmo es evidente en un relato de dualidades perfectamente perfiladas que traza un dibujo simplista de un país y que desemboca en uno de los finales más vergonzosos de los últimos años por su explícita demagogia.

Samba 

Si en las mañanas de la Sección Oficial reinaba la oscuridad, las tardes se volvían luminosas gracias al ciclo dedicado al cine brasileño de los 2000. De forma paralela también se proyectaba otro dedicado a Claude Chabrol, que había sido anunciado mucho antes de su muerte, al que no acudí a ninguna sesión porque nunca me ha parecido un autor tan relevante y porque además todos sus trabajos se pueden ver y/o conseguir fácilmente, incluida Bellamy (2009), que será estrenada en breve. Así que casi todas las horas tras las comidas, las pasé derribando la imagen de una cinematografía construida por películas como Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002) o Estómago (Marcos Jorge, 2008). Observada en conjunto, la cuidada selección del ciclo muestra una clara intención por alejarse de la idea de violencia explícita, favelas y samba que nos llega a las pantallas comerciales, un impulso que subyace poderosamente en unos cuantos trabajos que acuden al Sertão, un espacio semidesértico ubicado en el norte de Brasil, donde Glauber Rocha rodara algunas de sus películas más emblemáticas. 

En Mutum (Sandra Kogut, 2007) vemos como Thiago, un niño de once años, sufre la tragedia de ser diferente. La vida, organizada en torno a una granja familiar donde la única ocupación es el trabajo de la tierra, no admite poseer una sensibilidad distinta a los demás. Así que Thiago será enderezado por su padre a base de golpes. ¿Qué hacer para abandonar un espacio que se reconoce como extraño? La protagonista de Deserto feliz (Paulo Caldas, 2007) se hace la misma pregunta y encuentra la respuesta en su propio cuerpo. Se prostituye y gracias a ello consigue desplazarse por diferentes lugares que la llevarán a Alemania. Allí surgirán las dudas sobre una cama. ¿Realmente me debería de haber ido? De nuevo encontramos una respuesta en otra película. En O céu de Suley (Karim Aïnouz, 2006), Hermila vuelve al Sertão con su hijo después de haber intentado comenzar una nueva vida en São Paulo. Como la protagonista de Deserto feliz, solo pudo salir de allí vendiendo su cuerpo y, ahora, en el intento de reencuentro con su pasado y con el padre de su hijo, que nunca llegará a aparecer, repite la operación ofreciendo “una noche en el paraíso” para irse esta vez a Porto Alegre.

Todos estos trabajos ofrecen una amplia sintomatología de problemas que separan un cuerpo del espacio que deberían de ocupar. Los personajes sufren en sus propias carnes la distancia abismal del lugar en el que residen. Se intenta ir, vuelven, pero estén donde estén sienten que se encuentran en el lugar equivocado. El problema es otro, desde luego. Como así lo ha descubierto Darlene, la protagonista de Eu tu elle (Andrucha Waddington, 2000), que siempre ha vivido feliz en Sertão gracias a una desinhibición que le permite compartir casa con tres hombres y haberles dado a cada uno un hijo.

Cine, aspirinas e urubus (Marcelo Gomes, 2005) también esta rodada en el Sertão, pero a diferencia de las anteriores no está ambientada en el presente y no trata de reflexionar sobre las tensiones con el espacio ni con la memoria. Su preocupación es la figura del invasor y las consecuencias de su intrusión. Su protagonista es un alemán que viaja de pueblo en pueblo vendiendo la, por aquel entonces, recién inventada aspirina y su promesa de “arreglarlo todo”. En O invasor (Beto Brant, 2001), ambientada en el presente, existe esa misma preocupación y su narración se centra en dos socios de un empresa que contratan a un asesino para eliminar sus obstáculos profesionales. Después de realizar su trabajo, el “invasor” decidirá cambiar de vida interponiéndose en la de los dos personajes que le han contratado. Los dos filmes han sido rodados en un momento en que Brasil está sufriendo muchos cambios sociales y económicos debido a la organización de unos Juegos Olímpicos y un Mundial de fútbol en los próximos años. Se observa claramente en estos trabajos una preocupación que les lleva a reflexionar, todavía de forma alegórica, sobre todos los “invasores” que han comenzado y a precipitar una serie de cambios en el país.

 

La tercera vía de interés se aleja de lo que se considera una ficción pura. Juizo (Maria Augusta Ramos, 2008) documenta la vida de los delincuentes juveniles desde su detención hasta su juicio. Como en Brasil está prohibido mostrar sus caras tanto en televisión como en cine, la directora recrea partes de los juicios con actores. En Jogo de cena (Eduardo Coutinho, 2007) partimos de un casting de amas de casa que quieren ser actrices y acabamos descubriendo que las 35 mujeres que han sido entrevistadas en un teatro son, en realidad, actrices que han interpretado un papel preestablecido en un guión. En Santiago (João Moreira Salles, 2007), quizás una de las películas más sugerentes del ciclo, la cámara registra a Santiago, un mayordomo que añora llegar a vivir algún día la vida de los grandes personajes históricos a los que admira y que ha intentado reproducir sus vidas a partir de unas biografías que se ha aprendido y reescrito a su gusto. Los tres trabajos se apartan de la mera exploración de la frontera en que se diluyen realidad y ficción, asumiendo lo segundo como un axioma. De esta manera la cámara queda liberada para registrar toda la verdad que emana entre las rendijas de los fallos de la ficción. Su noble sentido no es documentar un país, sino mostrar cómo siente.

Lo mejor

Por su libertad creativa, por intentar innovar pese a todo, por no manejar sus referencias como un testamento y porque realmente he disfrutado mucho con ellas, tengo que destacar estas tres películas de la sección paralela Punto de Encuentro. Este espacio, a priori destinado a recoger las propuestas más alternativas, durante los últimos años había albergado propuestas aún más adocenadas que las proyectadas en la Sección Oficial. Sin embargo, este año la sección ha experimento un cambio verdadero y en ella se han podido ver otras películas notables como Songs of Love and Hate (Katlin Gödros, 2010) y Digari (Medí Rahmi, 2010), que no están al nivel de mis tres favoritas, pero en las que se puede ver, al menos, la intención de explorar con una nueva perspectiva lo que ya ha abordado en muchas ocasiones.

Desde Bélgica llegó una de las propuestas más sugerentes alrededor de la figura de los Reyes Magos de Oriente. No puedo negar que acudí a la proyección esperando ver una copia de El cant dels ocells (2008) y gratamente comprobé, además de que no estaba en lo cierto, que el cine de Albert Serra existía antes de Albert Serra. Por lo que parece Gus Van Den Berghe ya había tocado el tema en algún cortometraje anterior a la que es su primera película. En ella, tres mendigos, que se pasan la vida en un bar que nos recuerda mucho a los de Béla Tarr, deciden salir de la miseria aprovechando una tradición belga que se celebra el Día de Reyes y que es similar al “truco o trato” de Halloween. Con su disfraz de majestades deambulan por su zona hasta que se topan con una familia de inmigrantes que acaba de tener un hijo en una especie de contenedor. Uno de los Reyes quedará poseído por la imagen hasta tal punto que creerá haber visto el verdadero nacimiento de Jesucristo. El pequeño niño Jesús de Flandes, título de la película, rodada en un escrupuloso blanco y negro, seguirá la separación del “tridente de oriente” tras el acontecimiento. Capturando la potencia de un sentimiento que llega a encarnarse en lo real, el director belga propone una de las reflexiones más lúcidas de los últimos tiempos sobre la forma de recuperar la capacidad ontológica de la imagen a través, además, de una comedia pequeña que se vuelve grande a medida que lo hace su protagonista. Sin duda que hemos asistido al nacimiento de un cineasta.

Si las dos propuestas canadienses que se proyectaron en la Sección Oficial me habían dejado totalmente insatisfecho, con las dos de esta sección recobré rápidamente la fe. Curling podría ser la segunda parte de Liverpool (Lisandro Alonso, 2008). ¿Qué hubiera pasado si Farrel hubiera podido volver a casa? Un padre y una hija viven en un lugar tan remoto como helado. Él tiene un par de trabajos mediocres y apenas se relaciona con su entorno. El único lujo que se permite es el de intentar jugar a ese divertido juego que da título a la película y que todos nos hemos quedado viendo alguna vez por televisión después de una noche de fiesta en tiempo de Juegos Olímpicos de Invierno. Ella no hace nada. Ni siquiera va a la escuela, porque su padre no ha superado la separación de su mujer y proyecta sus inseguridades sobre ella. Curling, que está rodada en clave de comedia fría y minimalista, propone la reflexión más lúcida en torno a la familia de todo el festival. La tensión de las relaciones, la carencia afectiva o el enquistamiento genealógico son tratados de forma delicada y poética por Denis Cöté. Un cine de planos fijos, que encuadran situaciones en las que aparentemente no pasa nada, pero en las que un pequeño gesto desgarra el orden y nos revela toda la realidad circundante donde late una tragedia silenciosa, esa que no se sabe si emana de una casa o de sus alrededores hasta que una narración sostenida se encarga de averiguarlo.

Y, por fin, llegamos a la película de la que tengo ganas de hablar desde que dimos comienzo a este texto y que, no tengo ninguna duda, ha sido “la película del festival”. Les amours imaginaries la firma Xavier Dolan, un director canadiense de 21 años cuyo segundo trabajo parece una película francesa firmada por João Pedro Rodrigues. Un chico y una chica, amigos de toda la vida, se enamoran al mismo tiempo de un chico rubio de perfil griego. Compiten por su amor y en la lucha se olvidan de su pasado mientras comienzan a perder la noción de lo vivido y de lo imaginado. Dolan filma lo primero de manera rutinaria, a modo de testamento. Lo segundo de manera exquisita. Porque esos momentos, donde la obsesión por el objeto de deseo (que puede conducir a su destrucción) conduce a un cierto punto de locura, son los que hacen que merezca la pena vivir la vida. La potencia del amor es eso, en lo que se reconoce la imaginación. Y en eso Dolan es un maestro: filmando y delegando en la propia forma la narración de esos momentos en que nos acercamos a la persona que nos gusta, fantaseando, escogiendo en nuestra cabeza la música que le va mejor a la situación. Momentos equiparables a los que empujan a ver una película cinco veces, o a llegar a casa corriendo desde el trabajo para escuchar una canción que te ha obsesionado todo el día. En el tráiler de la película escuchamos el Bang Bang interpretado por Dalila. Este tema es uno de tantos con que el director canadiense captura esos momentos mágicos idealizados que nos permiten, aunque su fruto sea un fracaso, seguir avanzando hasta que aparezca la siguiente imagen de la que nos enamoramos. No tengo palabras para describir un cine tremendamente sensual que reformula la historia del triángulo amoroso clásico siendo consciente de todas las reminiscencias del pasado que anquilosan sus imágenes. Tras la proyección, obsesionado todavía por sus imágenes, solo tenía en mente la idea de conseguir lo antes posible J’ai tué ma mère (2009) y el deseo de poder ver el próximo año películas como esta en la Sección Oficial.

© Ricardo Adalia Martín, noviembre 2010