Nicolas Provost

Cine, videoarte y otras dualidades

“–¿Y qué harás para vivir?

–Robaré” (1)

Quim Casas reflexionaba así a propósito de la obra de Alain Resnais : “La memoria nos hace repetir aquellos gestos y situaciones ya vividas y, a veces, recomponerlas, reorientarlas, quererlas ver como quizá no ocurrieron realmente, mutarlas en sensaciones deseadas pero no satisfechas, alterarlas al fin y al cabo” (2). Si la memoria hace esto por sí misma, el cine que apela a la memoria debe multiplicar necesariamente esta percepción. Ya desde la aparición de las vanguardias, son muchos los autores que se han apropiado de material preexistente, bien con el objeto de homenajear una obra, de establecer con ella un discurso intertextual o de manipularla para despertar nuevas impresiones. Y es que como dice Andrés Hispano, “ninguna disciplina artística es caníbal como el cine”, que continuamente bebe y recicla nuestros recuerdos cinéfilos.

El artista belga Nicolas Provost trabaja con found footage de obras clásicas y convierte las imágenes en mosaicos cuya magia renovada emerge tras pasar por su mesa de montaje. Dudo que por casualidad haya escogido una obra tan planteada alrededor de la memoria como Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959) para establecer su discurso.

En Provost, la novedad y el fin último de su trabajo es revelar “la dualidad”, que en sus montajes se extiende a varios niveles: por un lado, la ambigüedad de su propia obra, exhibida tanto en salas de cine como en museos, y que sitúa al autor a caballo entre el cine y el videoarte; por otro, la técnica del mirroring, presente en varios de sus trabajos, con la que duplica al sujeto protagonista de su found footage al tiempo que evoca la doble naturaleza del ser humano; un tercer nivel concierne a la ambivalencia temática intrínseca en el material seleccionado y que deviene en segundas y terceras interpretaciones una vez editado; y finalmente, la relación en torno a las pantanosas barreras entre realidad y ficción, que se da en algunas de su obras narrativas.

Sus desmontajes introspectivos cuestionan el fenómeno cinematográfico, sus distintos elementos, su influencia y sus reglas convencionales, de modo que nuestra memoria como espectadores se transforma y adquiere un nuevo significado. Manipula el tiempo, la forma y los códigos y redirige nuestra mirada hacia aspectos a los que quizá no prestamos atención en el filme original.

 

Reflexiones

En Hiroshima mon amour, temprana y vanguardista obra de Resnais, la psicología de los personajes concebidos por Marguerite Duras era casi lo de menos –ni ella ni él tienen nombre, son Ella y Él, Nevers e Hiroshima; una deshumanización que se elevaría al máximo dos años después, cuando el director optase por situar en los pasillos de Marienbad a las reducidas presencias de X, A y M-. La mecanización de los personajes, que deambulan aletargados entre el presente y el pasado, entre lo real y lo imaginario, entre recuerdos y pensamientos, explica la dualidad que caracteriza a Emmanuelle Riva, para quien su consciente y su subconsciente se pelean frente a un espejo; reflejo y persona.

La dualidad que explora Provost en Pommes d’amour (2001), trabajo realizado a partir de fragmentos de Hiroshima…, concierne a ambos, no solo a ella. La personalidad del protagonista se desdobla en el amante japonés y el amante alemán. En Hiroshima y en Nevers el pasado y el presente dialogan. La imagen de Eiji Okada se duplica para resultar en dos personas independientes. Las dos personalidades de Emmanuelle Riva, sin embargo, se funden en una sola hasta que desaparece ante la perplejidad de sus amantes.

El mismo año, Nobuhiro Suwa experimentaría una dualidad diferente partiendo del mismo filme de Resnais. En H Story (2001), un cineasta japonés (el propio Suwa) trata de hacer un remake de Hiroshima mon amour. Aquí, las imágenes del rodaje se intercalan con las del filme. La ficción se revela como realidad dentro de otra ficción.

Pero siguiendo con Provost, Pommes d’amour avanza, poco a poco, hacia un nuevo caleidoscopio que surge a partir de una escena de Juegos de verano (Sommarlek, Ingmar Bergman, 1951), y que hace que la imagen cobre nuevos y polisémicos sentidos. En la película del director sueco, la desaparición de Henrik, amor de verano de la protagonista, supone no solo la pérdida de la felicidad y la inocencia al toparse tempranamente con la muerte, sino también la pérdida de la fe en Dios: “Si Dios existe le odio, le escupo en el rostro” (3). En el filme, Bergman opta, en dos ocasiones, por encuadrar un primer plano del rostro de la chica, pero solo la mitad de este. Parte de ella se ha ido con el joven al morir, su persona se ha fragmentado. En la escena del hospital recuperada por Provost, también observamos a la joven y a quienes están con ella en los márgenes, pero se trata de los bordes de un espejo. El efecto es diferente. El drama de Bergman deviene en un filme de ciencia ficción. El doctor parece ahora un científico que, al posar su mano sobre un hombre de rostro borroso, ensancha y encoge su cabeza en un movimiento macabro.

Después de algunos trabajos en los que explora un uso diferente del montaje (como Yellow Mellow o I Hate this Town! –que remite a los filmes de Russ Meyer-, ambos de 2002), Nicolas Provost vuelve al mirroring para reeditar fragmentos de Rashomon (Akira Kurosawa, 1950). En una de las secuencias más inquietantes del filme japonés, un hombre fallecido habla por boca de una médium para contar su versión de un asesinato rodeado de incógnitas y contradicciones. Para Papillon d’amour (2003), Provost seleccionó esa escena en particular, de transmutación de dos personajes, para duplicarla, acelerarla y acompañarla con una melodía experimental que va creciendo en angustia a medida que el sujeto se transforma en crisálida. Como en Pommes d’amour, este papillon se extingue tras un agitado revoloteo, frente a dos –y luego cuatro- personajes que permanecen impasibles al fondo.

 
Lo efímero y la vida y la muerte, por un lado, y la alteración de nuestros recuerdos mediante la evocación de nuestra memoria fílmica por otro, se revelan como elementos inseparables de la naturaleza fantasmagórica de los montajes de Provost. Los sujetos se crean, se trasforman y se destruyen. Como el tiempo, la imagen se nos escapa, el filme termina.

 

Incandescencias

De algo que se escapa a algo que permanece. Gravity (2007) es un larguísimo beso en el que Provost trabaja con found footage de clásicos de Alfred Hitchcock, Norman Jewison, David Lynch o Fred Zinnemann para representar una historia de amor que abarca desde el flechazo a la ruptura, con especial atención a la pasión, a la atracción de los cuerpos que da título al filme. Como el parpadeo en la proyección que buscaban Andy Warhol o Paul Sharits, Provost intercambia dos escenas cada tres frames, de modo que el material se convierte en un destello estroboscópico de múltiples visiones. Un efecto similar fue el que incorporaron en sus trabajos otros “arqueólogos mediáticos”, por apropiarme de una expresión de Hispano, como Martin Arnold, quien se divertía “rallando” el fotograma como un vinilo para deshumanizar a los sujetos de su material encontrado –Judy Garland, Mickey Rooney, Cary Grant…-, y convertirlos en autómatas de muecas interminables en su personal “venganza de la historia del cine”. O Peter Tscherkassky, que en Instructions for a Light and Sound Machine (2005) tornaba El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, Sergio Leone, 1966) en una tragedia cinematográfica destellante, donde el sonido de la moviola se alternaba con el de las escopetas.

En Gravity, es sin duda el beso de Vértigo (Vertigo, 1958) el que mayor protagonismo tiene sobre los demás, remitiéndonos una vez más a la dicotomía entre la vida y la muerte, que en el filme de Hitchcock venía dada por la doble encarnación de Kim Novak en el personaje de Madeleine y en su espíritu, una vez muerta, y al que un obsesionado James Stewart trataba de invocar. Provost recupera el travelling filmado alrededor de la pareja y lo alterna con rapidez con el beso entre Steve McQueen y Faye Dunaway en El caso Thomas Crown (The Thomas Crown Affair, Norman Jewison, 1968). La fantasmagoría se hace mucho más evidente. La imagen titila y parece a punto de desvanecerse. Sin embargo, estamos ante un momento eterno. Las artes visuales abrazan al cine y a la inversa. El espectador experimenta fascinación y extrañamiento ante la proyección de una imagen de sobra conocida en su memoria fílmica, alterada de forma inédita e inusual.

En una renovación posterior de su método de trabajo, y dejando de lado la apropiación de material cinéfilo, Plot Point (2007) surge como una paradoja, al devolvernos a un escenario familiar, aunque esta vez, solo en nuestro subconsciente. Mezclándose en el concurrido cruce de Times Square, cuya luz –proveniente de neones y reflejos disparados en múltiples direcciones- y vida –la de los coches, los peatones o las patrullas policiales- constituyen un escenario cinematográfico natural que Provost capturó con una cámara oculta a lo largo de varios días. ¿La magia? Apareció en la mesa de montaje. Durante meses, esta suerte de alquimista se dedicó a escudriñar el momento maravilloso. Una vez editadas, las imágenes reales se traducen en un thriller cuyos actores –habitantes de Nueva York- se transforman en víctimas y asesinos al ser despojados de su contexto original. Los códigos del cine de género hollywoodiense y las producciones televisivas norteamericanas se vuelven a desvirtuar. Esta vez, como una prueba más de que el cine se alimenta de la vida.

Su último trabajo, que remite a lo que hicieron Rebecca Baron y Doug Goodwin en Lossless #2 (2008) con Meshes of the Afternoon (1943) de Maya Deren, incorpora un efecto ultramoderno al found footage de películas de terror. En Long Live the New Flesh (2010), Nicolas Provost aplica lo que se conoce como datamoshing, sublimando el horror del propio material seleccionado. El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980), American Psycho (Mary Harron, 2000), Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) y varias películas de David Cronenberg –de ahí el título del montaje- se atropellan entre sí al tiempo que sufren efectos y defectos propios de la era digital. Las imágenes se desintegran, se descomponen, se superponen. Se produce un desorden cromático. El fotograma se congela, la imagen tiembla, se pixela… Es el archivo que se ha dañado en su periplo por el ciberespacio.

¿Pero ante qué tipo de artista estamos? Como otros nombres que se asocian a este tipo de obras, cuesta establecer si debemos hablar de un cineasta experimental, videoartista, creador plástico, montador, crítico de cine, escultor… A menudo solo la firma aparece en los créditos. En cualquier caso, estamos ante un rastreador de olfato exquisito y poderosa intuición, cuyos trabajos provocan, a un tiempo, belleza y escalofríos. Un mago del montaje en constante búsqueda del instante fantástico.

Es en su capacidad para dotar a las obras de nuevos y sorprendentes significados donde reside el interés y el atractivo de Provost, y no tanto en su apuesta formal, de relativa simplicidad y ya explorada por otros autores en el pasado. Creador multidisciplinar, consigue que nuestra memoria fílmica se trastoque y la película que tan firmemente flotaba por nuestra mente se perciba, al menos por un momento, con otros ojos.

 

(1) HISPANO, Andrés: Plagiarismo, La casa encendida, Madrid, 2005; Caja Madrid, Barcelona, 2006.

(2) CASAS, Quim: “Algunas notas sobre Alain Resnais”, Dirigido por…, n.º 375,

2008, pág. 48-55.

(3) Juegos de verano (Sommarlek, Ingmar Bergman, 1951).

 

 © Andrea Franco