Diálogo libre a propósito de Sitges 2010
Una noche en vela
Sumergidos en una de las tantas discusiones que han vivido y vivirán durante esta 43ª edición de Sitges, un par de veinteañeros (chico y chica para más señas) se preguntan si este festival es un cajón desastre o tiene una postura clara con respecto al adjetivo que acompaña su nombre: Fantástico. ¿Acaso importa? Lo que queda, que diría aquel, son las películas. Aquí hay (eso no lo pueden negar) demasiadas, y deciden dialogar solo de las que más les inquietaron, de aquellas que iban a hacer mella en su memoria (eso solo lo intuían) y que, además, mayoritariamente no formaban parte de la Sección Oficial competitiva, que cedieron a dos compañeros de piso. De aquella noche en vela, de la que aún se perciben las secuelas en comentarios desvalidos en sus rutinas, surgieron una serie de intuiciones que se asientan en el recuerdo, permitiendo ordenar este Sitges en cuatro recorridos.
La virtualidad
A.−(…) ¡Pero tú también tienes Facebook! Y sabes lo fácil que es desvirtuar la realidad para hacer creer que se es quien no se es.
B.−Sí, pero todo tiene un límite. Quizás no tanto en las redes sociales, en las que normalmente sueles poner tu nombre y apellidos verdaderos, pero sí en otros muchos campos de Internet. Uno va allí, se inventa su propio personaje y cree que con eso va a solucionar sus problemas afectivos, y no es así: las necesidades humanas no pueden ser satisfechas en un romance cibernético.
A.−La pareja del documental Life 2.0 (Jason Spingarn-Koff, 2010) seguro que no estaría de acuerdo contigo. Se conocieron en Second Life y allí es donde lograron dar con una persona que les comprendiera, así como con un lugar en el que sentirse cómodos, y ese conocimiento fue solo a través de sus avatares, esos “personajes” que tú dices. De hecho, fíjate que el chico y la chica de R U There (David Verbeek, 2010) son incapaces de comunicarse cuando se encuentran en las calles de Taipéi; en cambio, pueden superar la timidez y los límites idiomáticos cuando se visten con sus avatares en el juego on-line; él de soldado, ella de hada, y hablan íntimamente. El anonimato, la creación de una personalidad idealizada, les permite dejar de lado complejos y pormenores, y ser más ellos mismos.
B.−Es cierto. La película de Verbeek es, en este sentido, muy sugestiva porque deja entrever el lado positivo de los encuentros virtuales, pero, aun así, yo sigo sin tenerlo claro del todo. Fíjate que él, que es un jugador de videojuegos semiprofesional, ve el mundo de otro modo, como si siempre tuviera una pantalla delante con la que contempla una realidad que aparece y parece desenfocada. ¿No piensas que, en cierto sentido, se comporta como el protagonista de Avatar (James Cameron, 2009), que huye del mundo auténtico? De hecho, en uno de los mejores momentos del filme, se encuentra repentinamente con lo real, al asistir a un accidente de moto que presumimos mortal. Ello hace, sin duda, más creíble el relato de ficción y evita que R U There sea una apología de la utopía virtual.
A.−Pero no te quedes ahí: hay más ejemplos. Fíjate sino en los otros dos filmes que hemos visto y que también lidian con el tema aunque desde el formato documental; allí encontrarás también los efectos positivos de la invención de un álter ego. Gracias a Second Life, uno de los protagonistas de Life 2.0 despierta una reminiscencia que le hace consciente de un trauma infantil; y, tras la elipsis temporal que separa las últimas escenas de Catfish (Henry Joost y Ariel Schulman, 2010) con la vida actual de sus protagonistas, descubrimos que su existencia ha mejorado: en ese período en off de la película, ¡Ángela, que antes apenas salía de un entorno Facebook, se convierte en artista! y ¡ha eliminado el “quiero” de la ecuación “quiero-ser”! Lo que pretendo decir es que proyectar parte de ellos mismos para dar volubilidad a sus avatares les permite tomar la distancia necesaria para ver dónde están y a dónde quieren llegar. Les acerca a su realidad a través de verse como una tercera persona. Algo así como el efecto de empatía que busca el cine con el espectador.
B.−¿Debería aficionarme a chatear entonces? ¿Inventarme un nuevo Yo que, en cierto modo, tenga algo de mí que no muestro normalmente? Puede que lo haga. Aunque me tienes que prometer que si un día me pasa lo que a uno de los individuos de Life 2.0, aquel que se refiere a su avatar en tercera persona como si no lo hubiera creado él, me despertarás. Lo virtual te puede ayudar a descubrirte, o a encontrar al otro, como en R U There, pero creo que también te puede anular, llevarte a un mundo de fantasía donde te crees que desconectando totalmente puedes esquivar la muerte. La sala de cine puede ser una ilusión, pero las luces se acaban encendiendo. Hay, en cambio, quien nunca apaga el ordenador y se desdobla en él.
Otros mundos están en este
A.−Mmmmm…, supongo que he ido demasiado lejos con mi comparación, pero a lo que me refiero es a que, de alguna forma, todas estas películas se construyen alrededor de la dicotomía mundo real/ mundo virtual y ello da lugar a flujos que no tenemos por qué rechazar desde el prejuicio. De todos modos, las fusiones entre dos universos han estado presentes en otros filmes del festival desde perspectivas harto distintas. Fíjate sino en Insidious (James Wan, 2010), en la que el mundo físico convive con un plano más onírico: la película va transmutando de la realidad al sueño, hasta que finalmente el segundo gana lugar a la primera. Vista de ese modo, y haciendo una analogía con lo que hablábamos, la obra de Wan sería el reverso malsano de las relaciones entre ilusión y realidad. De hecho, la escenografía de los viajes astrales es muy tétrica, rozando el misticismo del giallo y ¡con bruja incluida!
B.−No me lo había planteado así, pero tampoco creo que Insidious cargue contra las realidades alternativas explícitamente. Formaría parte, quizás, de un grupo de títulos recientes -junto con The Ward (John Carpenter, 2010) o Miedos 3D (The Hole, Joe Dante, 2009)- que saben jugar con el imaginario del cine de terror ochentero y que, en su aparente tono amable e ingenuo, logran enfrentarnos a nuestros miedos infantiles con una puesta en escena artesanal. Ocurre con estas películas lo que antes comentábamos: que viéndolas podemos sufrir (yo pegué saltos en la butaca) pero sabemos que, en el fondo, todo forma parte de una ficción en una sala oscura, de un tren de la bruja del que saldremos sanos y salvos. Quizá, con un poco de suerte, lo haremos inquietos, pero siempre distinguiendo perfectamente lo que es real y lo que no.
A.−Yo también pegué algún bote, aunque en parte porque quien tenía a mi lado no cesó de dar saltos… De todas formas, para homenajear al cine ochentero de terror ya vimos el año pasado The House of the Devil (Ti West, 2009), que lleva su apuesta a cotas que le quedan lejos a Insidious, en parte porque la de Wan parece decir que el cine de terror actual, quizás simbolizado por el viaje onírico de su protagonista, parte de su herencia más clásica para transmutarla, no para retomarla. Es cierto que en su sugerente primer tercio, el filme propone una suerte de revival a base de sutiles presencias y escenas calmadas, pero en ese aspecto me inquieta mucho más la naturalidad con la que Uncle Bonmee recuerda sus vidas pasadas (Loong Boonmee raleuk chat, Apichatpong Weerasethakul, 2010) retrata esa otra dimensión.
B.−Es que el caso de Api (o de Joe, como prefieras) merece un estudio aparte, aunque él mismo haya declarado ser admirador de ciertas propuestas escapistas de los ochenta como pueden ser la saga de Indiana Jones e incluso La guerra de las galaxias y si no lo crees, ahí están sus monos-fantasma, en claro homenaje a Chewaka. Más allá de ello, y de unas referencias al cine popular tailandés que se me escapan, su Uncle Boonmee… fascina, como bien apuntas, por su capacidad para integrar múltiples realidades sin necesidad de justificarse, siguiendo una lógica más mental que argumental. El fantástico, en este sentido, tiene un papel preponderante y no es algo ajeno a nuestra vida cotidiana, sino una parte esencial de ella. Si Insidious trabaja exquisitamente en su inicio con el fuera de campo, a Api, que también es muy bueno en el diseño de sonido, no le es necesario esconder los elementos “irreales” del plano y se permite que los muertos se sienten a comer con los vivos, sin que ello resulte traumático para la verosimilitud de su filme. Y lo mejor de todo es que, aun así, el misterio perdura y hasta convive con el sentido del humor.
A.−Desde luego, el sentido del humor y su sensibilidad sobrecogedora son dos de los componentes que hacen de la película un ejemplo de honesta convicción en lo que se está mostrando. Weerasethakul (yo no oso llamarle aún con diminutivos cariñosos) cree en lo que cuenta y su obra se nutre de ese convencimiento. Lo apabullante es que consiga transportarnos a nosotros a su universo sin que nos extrañemos en ese mundo, a la par que consigue resultar, como decías, totalmente verosímil. Sin embargo, y aunque parte de una idea marcadamente científica, Into Eternity (Michael Madsen, 2010) me pareció insulsa en su propuesta y molesta en muchas de sus decisiones formales, especialmente las que incluyen al propio director respondiendo las preguntas que hace a todos los entrevistados. Su propuesta de mundo alternativo debería sernos más cercana por futurible, no en vano se trata de intentar buscar la manera de preservar un cementerio de residuos nucleares de cara a las generaciones que poblarán la tierra dentro de… ¿cien mil años? Pero el documental solo me llegó a interesar cuando cuestiona cómo comunicarse con esos humanos del futuro. El resto me pareció de una soberbia que espanta.
B.−Pues qué quieres que te diga, a mí Into Eternity me pareció de lo más interesante. Quizá el director peque de exhibicionista, haya demasiados bustos parlantes y el discurso sea dubitativo (normal, por otra parte, ¿qué coño sabemos los humanos del universo?), pero me invitó a fabular con realidades futuras (que se unieron a las pasadas del tío Boonmee) e incluso logró que encontrara, gracias a la mirada contemplativa de la cámara, belleza en unos lugares -las cuevas y los espacios industriales donde se construye el cementerio- que, a priori, me parecían anodinos. Si luego, además, suena en un momento Radioactivity de los Kraftwerk, soy una presa fácil…
La violencia nos descubre quiénes somos
A.−En el videoclip intencionado de Kraftwerk te doy toda la razón… Aunque para minipiezas las de Super (James Gunn, 2010), hilando algunas de sus escenas con el mundo del cómic o, mejor, con sus versiones catódicas. ¡En esa sí que disfruté!
B.−¡SOCK, POW, BLAM, SPLAT, WHAMM, OUCH! Ni que lo digas. He tenido que hacer memoria de la serie televisiva Batman (William Dozier, 1966-1968), pero las onomatopeyas que sueltan Rainn Wilson como “Rayo Carmesí” y su Robin particular, la desatada Ellen “Rayito” Page, son de lo mejor de Super que, bajo la apariencia de ser una parodia amable de las cintas de superhéroes con una estética marcadamente indie, logra articular un discurso bastante negro sobre la sociedad contemporánea y sus miserias. Algo que sorprende, sobre todo a medida que el filme se va volviendo más y más violento y deja de ser gracioso.
A.−Es que, al fin y al cabo, Gunn viene de la Troma y, por mucho que se mueva en la industria de Hollywood, logra dejar su sello narrando lo que ocurre “entre las viñetas”. ¿Qué me dices sino de esa transformación del protagonista gracias a unos tentáculos que parecen salidos del manga Urotsukidōji? ¿Y de la sórdida escena de sexo, ¡con trajes incluidos!, entre Wilson y Page? Impagable. Lástima que, de fondo, resuene un tufillo moralista, hasta aparece Dios (!) y un telepredicador, en el que casi se considera aceptable la violencia contra los pecadores (¡incluyendo a los que nos colamos en la cola!) como un acto de justicia.
B.−¡Contigo y tu afición por colarte se tendría que haber topado Rayo Carmesí! Es curioso cómo Super acaba dándose de la mano, precisamente a través de su cambio de registro -de la broma a la vasta violencia-, con otras películas que estamos viendo en el festival. Tanto Bedevilled (Jang Cheol-so, 2010) como I Saw the Devil (Akmareul boattda, Kim Jee-woon, 2010) son propuestas harto violentas y ambas, además de coreanas, están articuladas desde la venganza de sus personajes. Me gusta la contención de la primera y ese arranque claramente ético, situado en una oficina administrativa similar a la de Arrástrame al infierno (Drag Me to Hell, Sam Raimi, 2009), donde el cineasta ya señala a los que eluden sus responsabilidades y miran “a otro lado” por puro egoísmo. La segunda, en cambio, es especialmente fría, aunque nada comparada con 7 days (Les 7 jours du talion, Daniel Grou, 2010). Los personajes de Kim me recordaron en su relación a los que interpretaban Robert de Niro y Al Pacino en Heat (Michael Mann, 1995), pero aún me quedan dudas sobre quién de los dos se parece más al Diablo.
A.−Hombre, el policía reacciona ante un ataque ejerciendo la venganza y el otro es un asesino de mujeres sin más argumentación… Lo que está claro es que la película puede plantear el tema ético del “diente por diente”, aunque lo interesante es el ritmo endiablado que toma el metraje, que se convierte en un constante ir y venir, con una estructura un tanto repetitiva de enfrentamientos físicos y un tête à tête que va más allá de la venganza visceral de Bedevilled. En ese sentido I Saw the Devil se asemeja de nuevo a 7 days, en la que un cirujano se venga del violador de su hija manteniéndole con vida y torturándole con pequeñas pero profundas dosis de martirio.
B.−Lo interesante, sin embargo, es cómo en ambos casos son personas bien consideradas en nuestra sociedad, ya sea un policía o un cirujano, que acaban mostrando sus personales Mr. Hyde cuando en la ecuación de sus vidas surge el elemento de la violencia. Ahora que lo pienso, también ocurre con Super, pues el personaje se redescubre tras ese período de fluctuación en el que ha sido un, pongámoslo entre comillas, “superhéroe”. El desate violento acaba siendo el detonador de un cambio de personalidad, el elemento químico que provocaba en la novela de R.L. Stevenson la transmutación del doctor Jekyll en un monstruoso ser que era la enjundia de sus bajos vicios.
A.−Pues tienes razón…, y hay más ejemplos. ¿O qué hace, sino, el muchacho de 5150, Rue des Ormes (Éric Tessier, 2009) transformándose en otra persona tras haber sido retenido en la casa de una familia totalmente pacata? Era un muchacho normal, con intereses culturales, y con el paulatino paso del tiempo el síndrome de Estocolmo le convierte en otro ser… ¡¡Y en Cold Fish (Tsumetai nettaigyo, Shion Sono, 2010) también ocurre!!
B.−¡Ni que lo digas! Tanto filme parecido no puede ser casualidad. Uno tras otro, estos relatos de transformaciones personales nos vienen a decir que nuestra naturaleza animal forma parte de nosotros y que, en situaciones límite, no podemos escapar de ella. Y lo más intrigante es la ambigüedad de estas propuestas, que casi nos reclaman que mostremos nuestro “lado oscuro” para conocernos mejor a nosotros mismos y seguir adelante “distintos”, considerando aquellos atributos “negativos” que solemos disimular en nuestra vida pública. No sé. Creo que soy una persona sosegada, pero viendo las putadas que le ocurren al protagonista de la bestial Cold Fish, quizá también explotaría como él e incluso haciéndolo alcanzaría una cierta redención. Me gusta, especialmente, el modo en que Sono juega con la contención y tensa la cuerda durante 100 minutos hasta una situación extrema. Un tipo relativamente corriente, ¡el propietario de una tienda de peces tropicales!, debe enfrentarse al desmoronamiento de su mundo y, ante ello, no le queda otra que enloquecer, que convertirse en un lúcido nihilista que se quita las máscaras que impone la sociedad japonesa y muestra su otro Yo mientras entona a grito pelado que “la vida es dolorosa”.
A.−Es cierto que su conversión es muy potente, pero lo que a mí más me interesa de Cold Fish es la figura mefistofélica de Murata-san, el asesino en serie multimillonario, con el que trata el protagonista. Ese enviado del Diablo logra inmiscuirse en un hogar más o menos tradicional y sabotearlo, y en sus estrategias uno nunca deja de sentirse incómodo. Su papel me recuerda al de Terence Stamp en Teorema (Pier Paolo Pasolini, 1968), que entraba en una familia burguesa italiana y, a través de la seducción, ponía en evidencia las miserias y vicios ocultos de cada personaje. Puede que en la de Sono nadie reaccione obrando milagros a diestro y siniestro, ¡grande Pasolini!, pero Murata-san sí contrata a la hija de nuestro hombre para su tienda, manosea a su mujer y convierte a nuestro protagonista en cómplice/socio de sus asesinatos. Y todo ello, además, en una película que conserva un sentido del humor macabro y escapa del friquismo de Love Exposure (Ai no mukidashi, Shion Sono, 2008); una obra que, pese a tener una muy bella historia de amor ¡con aquel plano con las manos entrelazadas!, considero demasiado dispersa y reiterativa en su extravagante acercamiento al boy meets girl en cuatro horas de éxtasis adolescente.
¿Es el sexo fantástico?
B.−Yo no opino lo mismo sobre Love Exposure, pero mejor dejemos la cuestión para otra ocasión y hablemos de sexo que, a estas horas de la madrugada, poco más puede hacer que me mantenga en vela…
A.−¿Soy yo o está habiendo “poco” sexo en este Sitges? Y no, no estoy hablando de los escarceos de cada cual… En realidad, excepto Bruce LaBruce, In the Woods (Mesa sto dasos, Angelos Frantzis, 2010) y A Serbian Film (Srpski film, Srdjan Spasojevic, 2010), no hay apenas títulos que se atrevan con EL TEMA. ¿Será verdad lo que decía André Bazin de la imposibilidad de representar la muerte y el sexo? Muertes hemos visto unas cuantas, no así escenas sexuales, que ya de por sí han estado pocas veces bien representadas dentro y fuera del ámbito pornográfico… Quizás por eso me sorprende la naturalidad con la que se retrata el sexo en In the Woods, de manera frontal, sin atisbo de duda o pudor, aun habiendo sido filmada sin guión ni indicaciones previas.
B.−Acerca de eso me surgen muchas dudas. ¿Cómo en un rodaje pueden fluir las emociones de tal forma que se lleguen a dejar totalmente libres el cuerpo y la mente? Supongo que debe de ser algo así como la escritura automática; y algo en común con ella tiene el resultado del filme, a veces abstracto, a veces bizarro, a veces aburrido y a menudo desconcertante. Sin embargo, la película fluye por sí sola, aunque en su montaje hubiera algo de racionalidad. Al fin y al cabo, hay un flashforward al inicio que nos marca adónde irán a parar los personajes.
A.−De hecho, estuve pensado sobre eso y me planteé hasta qué punto era contradictorio con todo el “rollo orgánico” de la película. Esa primera escena, en la que explota el coche, funciona como un cliffhanger y cierra la estructura circular con la toma final, pero los caminos de la trama se alejan demasiado de ese inicio y acaba pareciéndome poco coherente. Al mismo tiempo, no obstante, simplifica todo lo visto: estamos ante una sencilla trama de celos. Dos chicos, una chica; dos de ellos están enamorados del mismo fruto de deseo; el uno se deja tantear por ambos; triángulo habemus.
B.−Reducir la película a ello no creo que sea justo. In the Woods tendrá sus defectos, pero en ella menos es más y lo que cuentan son las sensaciones que genera ese encuentro sexual de tres cuerpos en el bosque, no tanto el orden narrativo racional. Sucede lo mismo que ocurría en Un Lac (Philippe Grandrieux, 2008), un largo que vimos el año pasado en Sitges. Allí el relato era mínimo, cuasiprimitivo, pero el interés de la película residía en su estética, en sus rostros, en sus árboles, en sus encuadres…
A.−La sombra de Grandrieux es obvia, pero el de Frantzis es un filme mucho más bruto, menos cuidado, como si de una versión de bajo presupuesto de Un Lac se tratase. Total, he leído que está rodada con la función de vídeo de una cámara fotográfica… Y gracias a ello se logran planos muy cerrados, con mucho grano y distorsión de la imagen, que quedan lejos del preciso y bello cálculo del francés. Puede que la escena del arranque sea contradictoria, pero, aun así, reconozco el mérito de dar rienda suelta a lo gratuito, a lo libre, y eso es algo que solo parece posible gracias a una tecnología digital que le permite al director griego filmar y filmar sin el dichoso “corten”. La cámara se pega al cuerpo de los actores y estos, como coautores del relato, se dejan ir, casi olvidando que alguien les está filmando, mirando… Qué mal rollo me está entrando…
B.−Sí, y entonces llega el sexo de una manera que solo han sabido filmar unos pocos cineastas que también aman los bosques y los cuerpos, como David Lean en La hija de Ryan (Ryan’s Daughter, 1970), Pascale Ferran en Lady Chatterley (2006) o Apichatpong Weerasethakul en Blissfully Yours (Sud sanaeha, 2002). Hasta el punto que una mamada y una paja no resultan ni arbitrarias ni ridículas: encajan perfectamente en el tono de In the Woods, en esa exaltación brumosa de la carne y el placer, en esos colores rojizos que asoman en el plano, en esa necesidad vampírica de unos seres que se devoran en su desnudez y de los que, como espectadores, podemos lamer su sangre.
A.−¡Cómo se te va! Cualquiera diría que esto es Trouble Every Day (Claire Denis, 2001)… y Frantzis se queda lejos. Pero, vamos, te aseguro que al menos la suya es una película mucho más estimulante que A Serbian Film, de la que ya se está hablando demasiado. Ya sé que la “película escándalo” es el precio que debemos pagar para que el festival de Sitges tenga repercusión mediática, pero más allá de eso… ¿Qué queda? ¿Un debate sobre la censura? ¿Un nuevo subgénero gore? ¿El newborn porn? (!?) No sé qué decir…
B.−La repercusión mediática es necesaria, aunque creo que la que se está llevando a cabo con esta película supera dos límites: el escaso atractivo de la misma y la publicidad negativa que da al festival. Poco es el interés que me despertó en cualquiera de los atributos cinematográficos desde los que puedes aproximarte a un filme. Sin embargo, voy a reconocerle un mérito: busca provocar y lo consigue. Para mí lo más interesante es el debate que genera en el espectador sobre sus propios límites: ¿realmente quiero plantarme delante de contenidos de este tipo? ¿Dónde está mi frontera ética como espectador? Creo que es importante que los creadores no se pongan esas barreras cuando se trata de ficción, pero como espectador sí es necesario plantearse a qué estamos dispuestos a enfrentarnos. Forma parte de la educación de nuestra mirada.
A.−¿Crees que un director no debe cuestionarse lo que es ético? Piensa en el linchamiento que hubo a propósito del tristemente famoso travelling de Kapo (Kapò, Gillo Pontecorvo, 1959) cuando Cahiers du cinéma publicó el artículo “De la abyección”… La historia está llena de este tipo de discusiones y creo que sí es importante que el cineasta tome un punto de vista ético frente a lo que filma, mostrar una conciencia detrás de sus decisiones. Es lo que hacen los directores de Catfish cuando su película da un giro sustancial en el que deben plantearse su aproximación al nuevo tema.
B.−Catfish es un documental y, como tal, trata con personas reales. En esos casos considero básico pararse a pensar en el trato que se va a dar a las imágenes, pero en la ficción es otra historia. De hecho, siempre consideré exagerado el artículo que citas de Jacques Rivette, aunque es cierto que tanto Kapo como A Serbian Film dramatizan un lado muy negro del ser humano, tratando temas que han acarreado muchos traumas a quienes los sufrieron directa o indirectamente. Para mí, de todas maneras, hay una gran diferencia: en Kapo se critica el cómo se encara el dramatismo de la escena, la decisión de que sea un travelling, los zooms, etc.; en cambio, la crítica que ha traído consigo la existencia de A Serbian Film se basa en el qué, pues no se pone en cuestión la dirección de Spasojevic sino el argumento. No en vano, escribir sobre el travelling de Kapo implica haber visto la dirección de Pontecorvo; ofenderse por la película serbia solo requiere leer sobre ella.
A.−En eso no te puedo contradecir: para hablar de una película bien conviene verla. Pero también para hablar de cine (o de sexo, ¿recuerdas que por ahí iba nuestra conversación?) uno debe vivir experiencias reales y no encerrarse en su pequeño mundo de celuloide. Estar diez días en un festival tiene un pase, pero yo, a estas alturas, creo que ya me apetece una copa… ¿Salimos?
B.−(…)
© Mónica Jordan Paredes & Carles Matamoros Balasch