Raúl Ruiz encuentra a Marcel Proust

Sobre la adaptación de El tiempo recobrado

 

“El problema, no obstante, no es tanto el de decidir si somos o no capaces de inventar un mundo que reemplace la integralidad del mundo sensible, como el de descubrir a qué mundos mecánicos dará acceso la visión utópica”.

(Poética del cine, Raúl Ruiz)

 

¿Cuántas palabras serían necesarias para clavar la hemipléjica mirada del espíritu allí donde el tiempo es una entidad inoperante? Proust necesitó más de un millón para acabar reconociendo la imposibilidad de reproducir aquello que llamaba la “notre vraie vie”. Y, si a lo largo de tres mil páginas aún queda la duda de la posibilidad de la comunicación, no menos difícil será el traslado del mismo problema a las cámaras.

Si una serie de imágenes abstractas, poco diferentes entre si, desencadenan una cascada de figuras en tercera dimensión, y esta cascada puede provocar a su vez memorias virtuales de cosas que pueden haber tenido lugar, entonces la posibilidad de abolir la distinción entre la vigilia y sueño, pasado y presente, y muy especialmente entre pasados concebibles, futuros concebibles y el presente, deja de ser impensable (1).

¿Es el párrafo anterior un fragmento de algún ensayo de Bergson, o un extracto de la novela de Proust? De hecho, es una cita de Poética del cine de Raúl Ruiz, y nos plantea la posibilidad, a la par que la dificultad, de trasladar la obra proustiana al mundo cinematográfico.

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Al espectador-lector que tenga frescas la versión original literaria de Proust y la adaptación fílmica de Ruiz —Le temps retrouvé, d’après l’oeuvre de Marcel Proust (1999)— no se le escaparán un par de detalles. En principio solo son eso, detalles, pero pronto reconoceremos que en ellos quedan planteadas dos cuestiones, que podrían enmarcarse en el contexto general de la teoría del cine y de la literatura.

El primero: en la película de Ruiz hay una escena añadida que proviene de La prisionera, esa en la que el narrador rompe a llorar escuchando la sonata de Vinteuil. El lector que repase El tiempo recobrado no se tropezará con ese momento fantástico, pero lo recordará de otro volumen anterior. Primera pregunta: ¿por qué Ruiz decidió invertir el orden de la novela? ¿Supuso ello una traición a la obra proustiana o, por el contrario, un traslado del sentido originario a otras reglas expresivas (es decir, al cine)?

La segunda observación: en el filme Marcel es el protagonista, mientras que en En busca del tiempo perdido se explicita (casi de pasada) que no tiene por qué ser así. La atribución del vínculo directo entre el sujeto metanarrativo —el autor— y el sujeto narrativo —el narrador— queda como opción personal del lector. Y aquí viene nuestra segunda interrogación: ¿por qué Ruiz decidió llamar Marcel al narrador de su película? Y, todavía más: ¿hay alguna conexión entre estas dos preguntas?

Sabemos de Proust que  “no podemos ver simultáneamente las cosas con el espíritu y los sentidos” (2). Esto introduce una dificultad a toda pretensión de comunicar ideas en el arte, pues se apela a un órgano de difícil explicación. Ruiz parecía ser consciente de ese problema y del peligro de no reproducir bien la esencia atemporal de la estética proustiana al cine. Pero, ¿de qué va al fin y al cabo todo esto? ¿En qué consiste la dificultad de trasladar a Proust al cine?

En el último volumen de En busca del tiempo perdido se produce un intento de síntesis de la tesis bergsoniana según la cual, en condiciones singulares, se puede experimentar el tiempo puro, es decir, una experiencia que cancela el tiempo lineal como marco regulador y limitador de la sensibilidad y la aprehensión abstracta. Son quizás unas de las páginas más impactantes de la historia de la literatura occidental:

¿Sólo un momento del pasado? Mucho más tal vez: algo que —aún siendo común a la vez al pasado y al presente— es mucho más esencial que ellos dos. Tantas veces, a lo largo de mi vida, la realidad me había decepcionado, porque en el momento en que la percibía mi imaginación, que era mi único órgano para gozar de la belleza, no podía aplicarse a ella, en virtud de la ley inevitable según la cual sólo podemos imaginar lo que está ausente. Y, mira por dónde, el efecto de esa dura ley había resultado de repente neutralizado, suspendido, por un expediente maravilloso de la naturaleza, que había hecho espejar una sensación —ruido del tenedor y del martillo, mismo título del libro, etcétera— a la vez en el pasado, lo que permitía a mi imaginación saborearla, y en el presente, en el que la vacilación efectiva de mis sentidos por el ruido, el contacto de la tela, etcétera, había sumado a los sueños de la imaginación aquello de lo que suelen estar desprovistos, la idea de existencia… y, gracias a ese subterfugio, había permitido a mi ser obtener, aislar, inmovilizar —con la duración de un relámpago— lo que nunca se aprehende: un poco de tiempo en estado puro (3).

En el filme de Ruiz, este fragmento de páginas queda reflejado en la escena en que el narrador sube los peldaños de la librería y espera en ella para poder volver a la sala principal.

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Llegados a este punto, en la novela todo ha quedado explicado, pero no en el filme. En la obra de Proust hay planteado un enorme problema hermenéutico en relación a la música, hasta tal punto que En busca del tiempo perdido puede interpretarse, en su totalidad, como un intento por descifrar la experiencia estética que nos produce. Proust entiende las melodías como catalizadores de signos, y la armonía como la síntesis de conjuntos de mundos que nos sugieren las primeras. De este modo, el concepto de armonía musical sintetiza la idea del tiempo recobrado, pues es en ella donde la idea del tiempo puro es expresada en la densísima concentración de signos.

Sin embargo, para que la versión cinematográfica no dejara escapar todo esto, el director chileno opta por añadir la escena de la sonata, correspondiente a La prisionera, el quinto volumen de En busca del tiempo perdido:

Pero entonces, ¿acaso no revela el arte de Vinteuil, como el de un Elstir —al exteriorizar en los colores del espectro la composición íntima de esos mundos que llamamos individuos y que sin el arte jamás conoceríamos— esos elementos, todo ese residuo real, que nos vemos obligados a guardar para nosotros mismos, que la conversación no puede transmitir ni siquiera de amigo a amigo, de maestro a discípulo, de amante a amante, esa sensación inefable que diferencia cualitativamente lo que cada cual ha sentido y que se ve obligado a dejar en el umbral de las frases en las que no puede comunicar con los demás salvo limitándose a puntos exteriores comunes a todos y sin interés? (4)

Podríamos reprocharle a Ruiz que esto pertenece a otro volumen de la novela, pero esa crítica no tiene sentido si observamos que, en El tiempo recobrado, se entiende que el narrador está acabando de dar forma a la teoría estética del tiempo puro, y da por supuesto que el lector ha entendido ya, gracias a los volúmenes precedentes, que tal experiencia está directamente vinculada a la música. En la traducción fílmica, no obstante, se salva esa carencia de información del espectador priorizando el sentido total de la obra, y no la secuencia de hechos y/o escenas. Por ello, como se ha mostrado, hay una escena añadida: traicionando la obra, de algún modo, Ruiz se convierte en su reproductor más fiel.

Sin embargo, aún nos queda otro enigma: ¿por qué escoger a Marcel Proust —la persona del mundo físico real— para hablar del narrador —la persona del mundo simbólico hiperreal—? Personalmente, solo se me ocurre una respuesta, y está directamente vinculada a la primera pregunta: llamar Marcel al narrador como intento de reconstruir qué le pasó realmente a Marcel Proust. Según esta hipótesis, el escritor sufrió encuentros con signos del pasado antes de que viviese la síntesis musical, y fue esta experiencia la que le llevó a encontrar “la verdad antes que la muerte” (5).

De algún modo Ruiz nos muestra cómo la fidelidad no consiste en seguir las cosas al pie de la letra, sino en saber ser un buen lector del sentido estructural de las obras. Y precisamente por ello, volviendo también a la primera pregunta, la escena de la sonata (el tiempo puro en la estética musical) es posterior a la escena de la librería (el encuentro fugaz con el tiempo puro en la sensibilidad): no sólo barrunta una posibilidad de cómo debió vivirlo el escritor, sino que ofrece una presentación fílmica fiel, en orden conceptual, de la gran novela de Proust y de la experiencia del tiempo recobrado como superación del sinsentido de la vida decadente en el que la sociedad nos invita a permanecer.

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De ahí esa mirada de Marcel en la fotografía hecha pocos meses antes de su fallecimiento. Sus ojos sugieren la satisfacción melancólica de quien arrastró durante toda su existencia la pesada desesperanza de sucumbir a la muerte estética, es decir, a aquella muerte en vida autoinducida por las convenciones sociales y sus imperativos del pseudovalor de la vida. Pero la música aniquiló la amenaza de la falta de sentido, otorgando atemporalidad al tiempo, con su suave pátina de tristeza y sufrimiento vencido.

 

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(1) RUIZ, Raúl: Poética del cine, Editorial Sudamericana, Santiago de Chile, 2000.

(2) PROUST, Marcel: Contra Sainte-Beuve, Losada, Buenos Aires, 2011.

(3) PROUST, Marcel: En busca del tiempo perdido, Lumen, Barcelona, 2007-2009.

(4) Ibíd.

(5) Ibíd.

 

© Xavi Dorado Ferrer, enero 2013