Lo tosco y lo sublime
En defensa de un cine viejo
En la dedicatoria de una novela extraviada, que es felizmente recuperada en un mercadillo de Cerrar los ojos (Víctor Erice, 2023), se alude a “los soles compartidos” por los que antaño fueron dos amantes. En una suerte de grafiti de enormes dimensiones pintado con letras de rojo soviético al inicio de la última película de Nanni Moretti se lee “Il sol dell’avvenire”, que es el título-emblema en italiano de El sol del futuro (2023). Las evocadoras alusiones al astro en sendos filmes nos permiten intuir la perspectiva que adoptan ambos cineastas (y sus protagonistas, también directores): Erice dirige su mirada hacia un pasado recobrado, Moretti hacia un porvenir utópico. El primero intenta aprender a morir, el segundo a vivir.
Sin embargo, estas divergencias no son tan significativas como sus coincidencias. Las dos películas se ven atravesadas por los efectos del paso del tiempo en quienes las filman y exhiben orgullosas sus costuras. Son un tanto toscas, imperfectas, sin depurar. Aquello que sus autores plantean se expone frontalmente, sin subterfugios ni elipsis. Sus formas pueden no ser del todo armoniosas, pero hay en sus imágenes algo inasible: un deseo genuino de seguir narrando a contracorriente, una búsqueda melancólica de sentido en la madurez, un compendio conmovedor de trayectorias vitales marcadas por el cine. Habrá quien califique estas propuestas de anacrónicas y autocomplacientes, de viejas. Pero creemos que conviene enfocar el análisis desde otro lugar: Moretti y Erice no volverán a ser quienes fueron, no pueden ni deben. Es comprensible que haya quien añore la sutilidad poética de El espíritu de la colmena (1973) o la contención dramática de La habitación del hijo (La stanza del figlio, 2001), pero aquí celebramos la osadía, la autoconciencia creativa y, por qué no decirlo, la emoción desbordante de Cerrar los ojos y El sol del futuro. Tanto es así que la riqueza de ambas películas —mayor si cabe para quienes han seguido la obra de sus autores y pueden apreciar sus múltiples capas de sentido— sobrepasa interpretaciones dubitativas, diálogos discursivos e imprecisiones estéticas. El cine y la vida se presentan ante nuestros ojos como un viejo rollo desgastado de celuloide y no es de recibo mirar hacia otro lado, hacia otro tiempo.
Aunque pertenece a una tradición fílmica menos deudora de la modernidad europea y más afín al clasicismo americano, Cry Macho (Clint Eastwood, 2021) bien podría incorporarse a esta singular categoría de películas toscas que alcanzan lo sublime. Su recepción crítica fue también ambivalente —y se cuestionó, claro, su visión conservadora y el romance entre un nonagenario y una mujer décadas más joven— aunque, a nuestro entender, las fragilidades de la trama, la visión exótica de Méjico o las pobres actuaciones de algunos secundarios quedan compensadas por aquellas secuencias en las que Eastwood toma consciencia de lo que supone su figura, su propio cuerpo ya anciano, en la historia del cine. Ese instante de descanso nocturno, donde el cowboy se funde horizontalmente con el paisaje, sintetiza la iconografía del wéstern y nos advierte de la cercana desaparición de uno de sus miembros. Sin embargo, lo más bello de la película es que la cercanía de la muerte no impide a Eastwood seguir viviendo; seguir andando renqueante en busca de un hogar. Cuando se produce el enamoramiento, es inevitable conmoverse: el ser errante intuye la posibilidad de una nueva familia. Puede que ese futuro compartido con una mujer y sus hijas sea una quimera ingenua, pero el personaje-director-actor se permite un último baile, aunque sea dentro de los márgenes ilusorios del cine.
Tanto Cerrar los ojos como El sol del futuro se dirigen también hacia clausuras reparadoras, hacia escenas que sanan a sus héroes tras un recorrido lleno de infortunios. Sendas películas cobran entonces un nuevo sentido apelando al poder transformador del cine en los espectadores, por mucho que Moretti y Erice sean del todo conscientes —¡lo dicen abiertamente sus protagonistas!— de que esa creencia en las imágenes (y sonidos) carece hoy de fervientes feligreses. El autor español, que se decanta por un registro crepuscular y apesadumbrado para su filme, sitúa la secuencia culminante de Cerrar los ojos en una vieja sala de cine de un pueblo, donde reúne a varios personajes de su relato para una proyección íntima. El ritual, que bien podría ser el de un culto tan minoritario como el cinéfilo, busca ni más ni menos que recobrar la memoria perdida de un individuo. Es un acto de fe que trasciende la propia trama y apela a toda la obra de Erice. Al fin y al cabo, la sesión —con Ana Torrent como una de las espectadoras— no solo permite cicatrizar las heridas de un proyecto fílmico inacabado en la ficción, La mirada del adiós, sino que apela inevitablemente a dos de las propuestas inconclusas del cineasta español: la segunda mitad de El sur (1983) y el guion no rodado de La promesa de Shanghai.
Moretti, que prefiere un registro cómico y musical para su filme, se despide con un embriagador desfile circense en el que comparecen tanto los actores que nos han acompañado en El sol del futuro como varios intérpretes de sus anteriores películas, además del propio actor-director italiano, que busca la complicidad de la audiencia con una mirada socarrona a cámara. Estamos ante una celebración colectiva —en la que, eso sí, todos los individuos tienen su peso gracias a un montaje generoso en planos medios y primeros planos— que opera a varios niveles. Hay una apelación a una ucronía política (¿qué hubiera ocurrido si el Partido Comunista Italiano hubiese roto con la Unión Soviética tras la masacre perpetrada en Hungría en 1956?), pero también una toma de partido moral en clave fílmica: Moretti todavía cree que un gesto cinematográfico puede cambiar nuestras vidas, incluso nuestra historia.
Esta idea emerge en otros momentos de El sol del futuro, como el rodaje de una película ajena en la que el protagonista cuestiona filosóficamente que la última secuencia de la misma sea una ejecución violenta filmada de forma tópica. O también cuando el personaje de Moretti, en plena crisis matrimonial, se interroga sobre cuál debe ser el final del filme de época que está rodando: ¿un suicidio o una rebelión amorosa-política? Igualmente, las canciones italianas que se escuchan cada vez con mayor frecuencia a medida que avanzan las distintas tramas (y capas) de la autoficción —con baile-homenaje a Franco Battiato incluido— no son solamente refugios sentimentales de los personajes, sino que acaban teniendo un peso ético y estético en el discurso que el filme nos plantea. No en vano, la elección de un tono distendido y desdramatizado, que renuncia a lo grave y lo solemne, nos invita a recuperar un pensamiento utópico con el que seguir viviendo pese a todo, por mucho que ni el cine ni la política sigan los senderos deseados por Moretti.
Erice también sitúa varios momentos musicales en Cerrar los ojos, que afloran una emoción soterrada en unos personajes que no siempre logran comunicarse. ¿Qué decir de esa triste melodía tocada al piano por su compositora, que en su juventud fue amante del protagonista y de su mejor amigo? ¿O de ese instante en que esos dos mismos camaradas, el cineasta y el actor desmemoriado, cantan conjuntamente un tango que todavía recuerdan? Incluso en el contexto de una noche feliz en la costa granadina, la película apela con añoranza al pasado, a un imaginario cinematográfico antes compartido, cuando varios vecinos entonan, guitarra en mano, My Rifle, My Pony and Me, la célebre canción de Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959). De algún modo, esa escena catártica digna de un wéstern nos recuerda que la cinefilia no entiende de fronteras y que, en nuestra forma de ver el cine y la vida, Eastwood, Moretti y Erice son viejos sabios de la misma familia.
© Carles Matamoros, septiembre de 2023