Husbands

El último viaje


A pesar de iniciarse con un rítmico acompañamiento que prefigura ya la explosión del funk en años venideros (y que parece salido de algunos de los álbumes que lo anuncian, como Osmium de Parliament o Uncle Meat de Frank Zappa), no es Husbands (John Cassavetes, 1970) un filme que parta de algo concreto para proyectarse en una nueva clave. La que seguramente sea la obra cumbre de John Cassavetes, tan impresionante ahora como hace 40 años, es más bien uno de esos pasos adelante que dejan a cualquier cineasta al borde de su propio abismo creativo.

El cine americano necesitaba a Cassavetes. No sé, sin embargo, aunque me lo puedo imaginar, qué pasaría hoy día si alguien estrenara algo como Faces (1968), tan “en bruto” y “renovador” y, a continuación, un filme de un acabado tan depurado y limpio, tan desconcertante como Husbands.

Algo importante debe de fallar en la consideración generalizada y recurrente que se tiene de un director si una de sus películas más importantes (cuando no casi todas) desmiente casi punto por punto la retahíla de adjetivos, tópicos, estigmas y marcas de fábrica – a medio camino entre el elogio a su autenticidad y la imposibilidad de incluirlo en categoría alguna- asociadas a su nombre: improvisador, cálido, descuidado, jazzístico, volcado con sus actores y actrices, directo. Husbands es codificada, estoica, brutal y sobre todo una clase maestra de montaje y encuadre.

Apenas iniciada, con la escena del entierro del amigo fallecido de los protagonistas, al que solo hemos visto en las instantáneas del comienzo, ya hay tres pequeñas pero elocuentes muestras de sus intenciones e intereses.

El sacerdote glosa la figura del difunto y al referirse a sus amigos, su mujer y sus hijas, comenta, como siempre y como diría de cualquiera, lo difícil que va a ser para todos habituarse a su pérdida y al vacío que dejará. La cámara barre sus rostros, impasibles y tomados con una inusual distancia, como si se hubiese usado un teleobjetivo, y finaliza posándose delante de su mujer y su hija, que está distraída, cansada y hasta parece que juguetona. Los planos, en ambos casos, se interrumpen uno, dos segundos antes de “lo esperado”, cuando todavía los gestos son apenas un esbozo. Unos momentos después, Archie, Gus y Harry se acercan a saludar a la viuda. Cassavetes recoge los abrazos de dos de ellos, cortando el tercero. A ella no la veremos más en el filme.

En ambas escenas ya se manifiesta, acaso simbólicamente, una de las características más inasibles y especiales del cine de Cassavetes. Las imágenes nunca comentan la acción, ni la aclaran, ni la amplían; solo la muestran. Ni podemos suponer qué relación tenían sus amigos y familia con Stuart, qué opinaban de él, cómo era para los suyos, ni podemos saber qué será de su mujer ahora que él no está, ni intuir, como en tantos filmes, si alguno de los tres amigos tuvo o podría tener algo que ver con ella por el simple gesto de cómo se funde con ella en ese saludo.

El posible cripticismo y el anteriormente aludido descuido son, en realidad, un raro respeto, no tanto a la intimidad de los personajes, que se mostrarán impúdicamente sinceros más tarde, sino a la capacidad del cine para aprehender lo que piensan, cómo son en realidad, hasta dónde llega el límite de lo “comunicable”. De hecho, no sabremos en el transcurso del filme gran cosa sobre las relaciones conyugales de ellos con sus respectivas mujeres ni si sus vidas familiares son insatisfactorias, simplemente rutinarias o hasta razonablemente felices porque esto no afecta a los comportamientos, que explotarán, como todo lo que hacen, “en grupo”, todos a una, despreciando el equilibrio.


Tras el entierro, y se diría que siguiendo una costumbre, los tres amigos se van a jugar un partidillo de baloncesto, bromeando, como si nada hubiese pasado. La escena del juego es tomada desde una esquina inerte de la cancha, asépticamente, sin intercalar planos de situación desde dentro del juego. Pueriles, infantiles, inmaduros o insensibles. Podemos pensar lo que queramos de ellos y quizá más tarde pensemos algo peor, pero no se nos ha dado la oportunidad de juzgarlos haciéndonos “partícipes” de la acción.

Cassavetes utiliza los encuadres con una intención muy concreta, que nunca obedece al criterio que suele ser la máxima de su proclamado estilo: ver lo mejor posible. Antes bien, se ocupa de procurarnos una posición dentro de cada escena, que casi siempre suele ser la de observador indiscreto, incluso poniéndonos en una situación y un punto de vista incómodos, la mayoría de las veces obligándonos a ir a un paso que nos resulta difícil de seguir. Es una cuestión de ritmo.

Sucede así en los dos bloques siguientes: el de la fiesta y el de la primera catarsis de los amigos en los lavabos del local. En el primero de ellos, la cámara se sitúa entre los cuerpos de los asistentes, por encima de sus hombros y cabezas o a la altura de la mesa, siempre desde puntos de vista complicados. Ese festejo incoherente, aburrido, lleno de momentos de tensión que a punto están de derivar en una trifulca, es demasiado largo y repetitivo, no aporta información sobre nada que no quede diáfanamente claro más tarde o que no pudiésemos haber intuido antes y es estrictamente prescindible a nivel narrativo. Si permanece en el montaje es probablemente porque Cassavetes quiere disponernos para la siguiente escena que nace del hastío de haber repetido mil veces ceremonias vacías para celebrar algo o enjugar los sinsabores de la vida. No debe, por tanto, sorprender que toda la distancia anterior se torne repentinamente en acoso de la cámara a los tres personajes, que hasta ahora siempre habíamos visto cumpliendo ritos sociales, cuando se encuentran solos. Los ángulos se cierran bruscamente, la intrascendencia y la banalidad se tornan dolorosamente reales y da comienzo la “investigación” sobre los comportamientos. Bajo nuestros pies es retirada la red que nos había mantenido “a salvo” del drama: desde ese momento, la película se vuelve un espejo.

Hablar a partir de aquí de conclusiones o respuestas es una temeridad. La durísima escena en la que Harry (Ben Gazzara) discute con su mujer y su suegra, de las que se quiere despedir para siempre, es ya tan violenta (y, por tanto, real) como alucinógena e ilógica, marcada por una “suspensión de la coherencia” que presidirá ya todo el filme, como anunciándonos que ya podemos esperar cualquier cosa. Que se larguen, sin pensarlo dos segundos, a Londres y que allí sucedan las más variopintas situaciones, por ejemplo.

A John Cassavetes le hubiese sido muy fácil y hasta hubiera cosechado ditirámbicos elogios si hubiese aprovechado para tomar desde ese punto dos caminos estériles: el típico descenso a los infiernos, aunque se disfrace de subida a los cielos, que sofoque o libere por fin las tensiones acumuladas por toda una vida de trabajo y orden – que algún día terminará tan miserablemente como la de Stuart- y la episódica, irónica observación de la frustración por las crisis de mediana edad y hasta dónde puede llegar la estupidez masculina si se reducen las mujeres a elementos decorativos. Muy poco después, buenos réditos les proporcionaron a Marco Ferreri y Claude Sautet tomarlos, respectivamente, en La gran comilona (Le grande bouffe, 1973) y Vincent, François, Paul… et les autres (1974).

Pero Husbands, en cambio, opta por tomar un camino más cercano al que ya transitaron The sun also rises (Henry King, 1957) o, yéndonos más atrás, The last flight (William Dieterle, 1931); no será casualidad, dos obras sobre una generación perdida, acaso “la” generación perdida, que vaga sin rumbo, como si la vida hubiese sido una equivocación, sin retórica barata, un sinsentido que solo puede ser endulzado con alcohol y anarquía. La inoperancia de sus conductas y el hecho de que acaben echando en falta (tan torpemente y con tanto desatino como hacen con la opción tomada) lo que dejaron en EE.UU. aborta cualquier elemento romántico que sí está presente en aquellas obras ambientadas en los años veinte.

Desubicación. Llegan al hotel y se quedan en el baño, van al casino y tratan de ligar patéticamente; consiguen, sin embargo, llevarse chicas a las habitaciones y allí Gus casi estrangula a una de ellas mientras retoza en la cama y Archie pierde los papeles con una oriental por el solo hecho de que no dice ni una palabra… Cassavetes dispone todo el abanico posible de resortes del montaje y el encuadre para sacar el mayor partido posible a las situaciones.

No hay más que ver y es solo uno de muchos ejemplos, en el Casino, cómo recoge los tres intentos consecutivos, en orden creciente de éxito, de los tres amigos con las chicas. Cuando lo intenta Harry, chulescamente, solo vemos el rostro de ella, que no sabe cómo sacarse de encima a un tipo tan engolado. Al pobre Archie (Peter Falk) no se le ocurre otra cosa que intentarlo con una mujer bastante mayor que él, que, ofendida, lo toma por un chiflado. Cassavetes toma solo el rostro de Archie y cómo encaja su fracaso. Gus, en cambio, parece que congenia bien con una chica. Luego se revelará tan o más desesperado que todos ellos, pero en primera instancia Cassavetes los toma (se recoge a sí mismo, pues es el personaje que interpreta) frontalmente, en el mismo plano. Los minutos finales, con el baile en la habitación del hotel y la llegada a casa son un misterio.

No sabemos qué pasó con Harry. Lo que pasará con Archie, que ya no escucha a su amigo -extraordinario momento en la calle con Gus petrificado mientras Archie comprueba meticulosamente la compra que este porta, como si nada hubiese pasado, recuperando la normalidad como un robot y disponiéndose para certificar el final de su amistad, de una emoción incontenible – y con Gus, recibido por el desgarrador llanto de su hijo, tampoco.