El viento se levanta

El último vuelo animado de Hayao Miyazaki

 

Entre oriente y occidente

Salvo error u omisión del que suscribe, ninguno de los comúnmente considerados cuatro mejores realizadores japoneses (Mikio Naruse, Kenji Mizoguchi, Yasujiro Ozu, Akira Kurosawa) demostró nunca en alguno de sus filmes el más mínimo interés por el mundo de la aviación o por el de sus profesionales más renombrados. En cambio, en otras cinematografías, como ocurre de forma especialmente manifiesta en la norteamericana, fue un tema de lo más recurrente desde los años veinte del pasado siglo hasta prácticamente la década de los sesenta. Por supuesto, existen muchas muestras posteriores (por ejemplo, el caso de la archiconocida y realmente execrable Top Gun, rodada en 1986 por el malogrado Tony Scott), pero no se me ocurre ningún título que alcance la calidad de la magistral Alas (Wings, 1927) o la excelente Men with Wings (1938), ambas de William A. Wellman (1), o de las espléndidas Escrito bajo el sol (The Wings of Eagles, 1957) de John Ford, Ángeles sin brillo (The Tarnished Angels, 1957) de Douglas Sirk, o Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939) y El bombardero heroico (Air Force, 1943), las dos de Howard Hawks (2). Por si estos títulos no fueran suficientes, otros realizadores de no menor talento que los anteriores también pisaron el terreno en alguna ocasión, aunque con resultados bastante desiguales y, en cualquier caso, por debajo de los filmes antes mencionados: Billy Wilder con El héroe solitario (The Spirit of St. Louis, 1957), Nicholas Ray con Infierno en las nubes (Flying Leathernecks, 1951), Josef Von Sternberg con Amor a reacción (Jet Pilot, 1957), Raoul Walsh con Escuadrón de combate (Fighter Squadron, 1948), Anthony Mann con Acorazados del aire (Strategic Air Command, 1955) o incluso el italiano Roberto Rossellini con Un pilota ritorna (1942).

men-with-wingsTodo lo dicho viene a colación del estreno de la última película de animación de Hayao Miyazaki, El viento se levanta (Kaze tachinu, 2013), que curiosamente, y pese a ser el propio realizador todo un referente de japonesidad cinematográfica, recuerda antes a las imágenes de filmes como la citada Men with Wings —también un relato acerca del carácter, ingenio y pasión de un par de pioneros de la aviación— que al aspecto formal (más riguroso, más celosamente codificado) tradicionalmente asociado a cualquiera de sus susodichos paisanos. Esa proximidad se refleja no solo en el contenido argumental, sino también, y de forma muy significativa, en su dinámico tempo narrativo y en la sencillez y transparencia de la puesta en escena, plenamente clásica. Esto, lejos de restar interés al filme de Miyazaki, otorga un marchamo singular al mismo, sin alejarlo en absoluto de las constantes estéticas y temáticas tradicionales del cineasta, quien veinte años atrás y de modo harto singular ya había pisado un terreno relativamente cercano al de su actual propuesta con su afamada, simpática y divertida, pero también abiertamente fantasiosa, Porco Rosso (Kurenai no buta, 1992), la cual, por cierto, contenía una pelea (en tono de farsa) entre dos pilotos rivales (también en el amor) digna de un filme de John Ford.

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Constantes de Miyazaki y limitaciones del cine animado

Los temas habituales de Miyazaki se encuentran presentes en el que supuestamente está destinado a ser su último largometraje: el tránsito de la infancia a la adolescencia, el aprendizaje sentimental, el contraste entre la ciudad y el campo, la cualidad psicoanalítica que tienen los sueños para definir las aspiraciones en la realidad de sus personajes —el mejor ejemplo de esto se encontraría en la excepcional El viaje de Chihiro (Sent to Chihiro no kamikakushi) de 2001, sugestiva y genuina relectura de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll—… Sus constantes pueden identificarse hasta en ciertos detalles del filme. Por ejemplo, el contenido vagamente apocalíptico de algunos sueños del protagonista Jirô Horikoshi, como ocurre con el que da inicio a la cinta, hacen pensar en la acostumbrada lucha entre el bien y el mal que se encuentra en algunas obras de Miyazaki. En esta ocasión, no obstante, por mucho que el realizador se esfuerce en definir a su personaje como alguien noble y de altos ideales, como alguien que, en definitiva, persigue un objetivo profesional hasta cierto punto asociado a ciertas premoniciones bélicas, todo no pasa de ser un mero apunte, una tímida sugerencia, al estar condicionado sobremanera el contenido de la cinta por su inspiración en hechos reales, lo que impide al realizador explayarse de forma convincente en esa dirección, y por las implicaciones políticas de la Historia —Horikoshi era un ingeniero de indudable talento, pero también era un ser humano consciente de que sus diseños estaban destinados a generar destrucción y no a transporte exclusivo de civiles o de mercancías; además, su colaboración auténtica con los alemanes nazis no ayuda en este sentido—.

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Para entendernos, otro gallo cantaría si el realizador del filme fuera Spielberg y el protagonista fuera un norteamericano o un europeo que diseña aviones para combatir a los alemanes, lo que haría mucho más admisible a ojos de un espectador occidental concebir una auténtica lucha del bien contra el mal. Precisamente, el propio Spielberg ha ofrecido en no pocas ocasiones filmes notables (La lista de Schindler, Munich) o directamente blandos y discutibles (El color púrpura, Amistad) que demuestran que el talento visual de un realizador no tiene por qué correr parejo a su capacidad o lucidez para analizar cuestiones tan delicadas y complejas. Quizá sea tan solo una apreciación personal, pero cabe lamentar que el respeto reverencial que muestra Miyazaki hacia su protagonista le impida ofrecer un retrato más complejo y poliédrico del mismo, con aristas que aumentasen la complejidad del filme y que le permitieran superar ciertos límites todavía existentes en el cine de animación que se estrena en salas y, de este modo, elevar a la cinta al nivel de los grandes dramas que la Historia del Cine ha ofrecido en imagen real . En esta ocasión, a diferencia de en sus cintas abiertamente fantásticas, y tratándose además del último y más realista filme del cineasta, tal vez se echen en falta por su parte un arrojo y riesgo creativo definitivos.

Si bien el filme de Miyazaki resulta algo simplista en este aspecto, al menos consigue evitar la peligrosa y poco fructífera senda del maniqueísmo, lo que no es poco para un filme de animación que supera ampliamente en contenido, talento y calidad cinematográfica a no pocos filmes estrenados las últimas semanas que también lidian de forma harto banal con espinosos temas políticos, como son los casos de Capitan América: El soldado de invierno (Captain America: The Winter Soldier, Anthony y Joe Russo, 2014), 300: El origen de un imperio (300: Rise of an Empire, Noam Murro, 2014) o Non-Stop (Jaume Collet-Serra, 2014).

En cuanto a otros lugares comunes, y como gran amante de la naturaleza que siempre ha sido —valga, como muestra de ello, el apasionado mensaje ecológico de La princesa Mononoke (Mononoke hime, 1997)—, Miyazaki retrata con una mirada bucólica y con su acostumbrado sentido del color y el cromatismo la belleza del campo y los bosques, así como la de los espacios rurales cercanos a estos. Son espacios que visualmente transmiten mayor calma y sosiego que los espacios urbanos, descritos para la ocasión con gran precisión y detallismo, que dan paso al no menos acostumbrado barroquismo visual del cineasta y devienen lugares de un mayor frenesí vital, característica de la urbe debidamente personificada por el personaje de Kurokawa, el supervisor de Jirô en Mitsubishi, y por sus acostumbrados y acelerados desplazamientos para asistir a reuniones o solucionar problemas. Lo mejor de este aspecto reside en que permite a Miyazaki generar, de forma solapada y sin alzar la voz, un duro contraste entre ambos ambientes: la montaña es un lugar de belleza, abierto al reposo y a la sanación (de ahí las referencias a La montaña mágica de Thomas Mann) en el que Nahoko, la enamorada de Jirô, intentará curarse de su enfermedad, mientras que en la ciudad Jirô y sus compañeros de trabajo diseñan artilugios destinados a la destrucción.

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Describiendo a un personaje real

Dejando a un lado el acostumbrado empaque visual y narrativo de Miyazaki, lo mejor de El viento se levanta se encuentra, a mi modo de ver, en las elocuentes imágenes con las que describe el funcionamiento de algunos mecanismos imaginados o diseñados por Jirô Horikoshi a lo largo del metraje. Pienso, por ejemplo, en ese bello momento en el que se nos muestra la mecánica de un nuevo muelle creado ex profeso por Jirô para uno de sus aviones, o en todos los instantes en los que inicialmente se nos muestra una parte determinada del avión (por ejemplo, una de las alas) para, a continuación, y mediante lo que podríamos considerar en animación el equivalente a un efecto de transparencia, pasar a mostrarnos lo que se oculta bajo esta; es decir, los mecanismos específicos que el ingeniero ha desarrollado para mejorar las prestaciones de un determinado avión de combate. También todos y cada uno de los detalles que, a parte de humanizar al protagonista, hacen hincapié en el grado de observación de los elementos del entorno que este poseía, y en su capacidad de reflexión posterior, fundamentos esenciales de su particular talento que le permitirían aplicar luego sus deducciones a diseños aeronáuticos. Sirvan como muestra de lo dicho dos momentos: el divertido instante en el que, interrumpiendo una comida, Jirô se queda fascinado con la particular forma curva de la espina de una caballa para rumiar al instante, frente a sus estupefactos compañeros, en la aportación que semejante diseño de la naturaleza podría proporcionar a la aviación; o aquel otro, no menos distendido que el anterior, en el que Jirô hace un avión de papel que echa a volar y se dedica a observar sus trayectorias al mismo tiempo que dicho objeto le sirve para mantener un juego romántico con Nahoko.

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Este tipo de secuencias, habituales en el filme, aportan algo de densidad y viveza a un relato que por momentos, quizá, se simplifica en exceso. Miyazaki bifurca la narración en dos únicos caminos. Por un lado, el que detalla el progreso profesional de Jirô: su paso por la academia, luego por Mitsubishi y posteriormente su significativa aportación al diseño de un potente caza auspiciado por la colaboración entre los gobiernos de Japón y Alemania. En segundo lugar, el que plasma los momentos clave de la relación sentimental de Jirô con Nahoko: primer encuentro, enamoramiento, boda y contagio de la chica durante una epidemia de tuberculosis. Ambas líneas argumentales terminan convergiendo, dando lugar a la tragedia, en el clímax dramático del relato: en el mismo instante en que Jirô asiste como espectador al exitoso vuelo de prueba de un caza (que contiene su diseño más sofisticado hasta el momento), este intuye que su amada ha sucumbido definitivamente a los efectos de la enfermedad y el espectador aprecia este sentir a raíz de que la mirada del personaje se desvía del avión hacia un punto indeterminado (el cielo, las nubes, los árboles…, tal vez como velada alusión al contacto de Nahoko con lo Absoluto) del lugar en el que se celebra el acto. Miyazaki demuestra una sensibilidad romántica de otros tiempos —una mezcla de humor y candor, pero también de profundo respeto por los implicados— al describir los pormenores de una relación amorosa de efectos balsámicos desprovista de cualquier amago de cinismo contemporáneo.

El viento se levanta es un notable filme animado a la altura de, por ejemplo, la reciente Una carta para Momo (Momo e no tegami, 2011) de Hiroyuki Okiura, pero dentro de la filmografía de Miyazaki el puesto de honor lo seguirá ocupando la magistral y compleja El viaje de Chihiro, auténtico compendio y maduración de las obsesiones del cineasta.

 

 

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(1) William A. Wellman pisaría este terreno en al menos cuatro ocasiones más, con filmes de interés variable como Aeropuerto central (Central Airport, 1933), Thunder Birds (1942), Escrito en el cielo (The High and the Mighty, 1954) o La escuadrilla Lafayette (Lafayette Escadrille, 1958).

(2) Además de las dos nombradas, Howard Hawks también ofreció otras dos notables propuestas de este subgénero, La escuadrilla del amanecer (The Dawn Patrol, 1930) y Águilas heroicas (Ceiling Zero, 1936).

 

 

© Óscar Navales, abril de 2014