Blast of Silence

De lejos, un hombre viene hacia una cámara…

 

La vida pública de Blast of Silence (Allen Baron, 1961) podría asemejarse a la de Jesús. Nacimiento humilde, tres décadas de silencio y gloria trinitaria. Distribuida por Universal y recibida con discreción y amabilidad crítica, la primera película de Allen Baron entra en letargo hasta ser redescubierta en el festival de Múnich de 1990. La agitación del momento se tradujo en un pequeño documental para televisión (Allen Doesn’t Live Here Anymore, Wilfried Reichart [1990]) con el propio cineasta como invitado. A partir de entonces nuevo apagón, hasta que en la primavera del 2008 y coincidiendo con el cumpleaños del cineasta, la coterránea The Criterion Collection edita un pulcro DVD. Con él, la nueva generación comienza a disfrutar de un filme que, a sus cincuenta y siete años, aún se mostraba lozano. El último año del trienio exitoso de Blast of Silence llegará —siempre y cuando alguien advierta y difunda la pequeña nota de prensa— cuando su director fallezca.

 

I. I know where I’m going

Blast of Silence carece de originalidad, pero resulta sorprendente. No posee ninguna innovación, apenas algún uso atrevido o actualizado, pero resulta fresca. Una frescura que proviene más del ingenuo enfoque de Baron, que de los materiales y técnicas empleadas. Lo que convenimos en llamar cine negro, arrastraba más de dos décadas y cientos de películas donde los tres núcleos de este filme —la figura del asesino a sueldo, la voz en off y el naturalismo—, habían sido explorados, perfeccionados y hasta deconstruidos. Baron, sin formación cinematográfica alguna, dijo confiar en sus instintos visuales de dibujante y diseñador. Esa ingenuidad del instinto que podemos apreciar en cada plano traza un meandro que sortea el manierismo.

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Realizada en plena encrucijada de la modernidad, con el sistema de estudios resquebrajándose, Blast of Silence carece en buena medida de autoconciencia cinéfila y de deseo de ruptura. En ella late otro tipo de urgencia expresiva, diría que más personal. Una sinceridad creativa alimentada por una producción menesterosa. Baron retrata las calles donde creció y trabajó, sin la intención de escribir cartas de amor por los rincones. Sin pretender ser nombrado hijo predilecto de la ciudad. Espacios sucios y hostiles, no aptos para pedantes y nostálgicos. El director incorpora el paisaje con toda su identidad e importancia dramática, pero sin el almizcle de la educación sentimental.

Blast of Silence 2

Este primer conjunto de factores aporta claridad y sencillez, ayudado por un reparto de pocos vuelos, donde él mismo encarna al protagonista tras haber pensado en un incipiente Peter Falk. Blast of Silence es una película técnicamente simple, de encuadres. No hay filigrana en la cámara. Con el virtuosismo y la violación de la norma aparcados, Baron filma casi siempre en estático o con ligeros movimientos funcionales. Un ojo con ansia de viñeta, prudente y consciente de sus limitaciones. Con los centros de atención bien determinados, resolviendo situaciones con franqueza amateur. Lo que podría haber terminado en cartón piedra, es aligerado por frecuentes angulaciones, por desplazamientos en coche, por puntuales acompañamientos en travelling lateral y por composiciones con un estudiado (des)equilibrio de los vacíos. Baron desempolva la cámara oculta para filmar las aceras de Harlem y el Midtown Manhattan. Entre paseos y conducciones, encierra la acción en interiores angostos donde de poco sirve una dolly. A la planificación le ayuda el propio carácter del protagonista: “Eres un solitario (…) Es tu distintivo (…) Y te gusta”. Baron no debe enfrentarse a coreografías y resuelve los encuentros con frontalidad o en aséptico plano-contraplano. Termina de dar fluidez al todo, un montaje muy aseado, preocupado no solo en la continuidad, también en el contraste.

Blast of Silence 3

Desde un punto de vista ortodoxo, Blast of Silence no puede considerarse ni clásico ni moderno. Y más que un filme de transición, es uno de circunstancias. Tampoco de autor, sino de individuo. Baron ni quería ni podía redescubrir el Paso del Noroeste, ni quería ni podía fundar un movimiento de futuro. Imposible jugar a ser Wilder o Huston, Welles o Fuller, Kazan o Aldrich, Siegel o Rossen, Joseph H. Lewis o André de Toth, Russell Rouse o Irving Lerner. Tan poco sentido tenía proclamarse heredero de noble estirpe, como pionero de un nuevo linaje junto al primer Kubrick o al debutante Cassavetes. Ni hablar de la vía independiente de Rogosin, Clarke, Strick, McBride o Emmanuel Goldman. El ascensor para el cadalso llevaba años fuera de servicio, y las calles de Manhattan habían sido pateadas por más de dos hombres. Aún así, Baron sería acusado de ir a rebufo de Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1960) y, por extensión, de la Nueva Ola francesa. No hace falta escuchar la coartada del interesado —no vio la película hasta dos años después—, en su descargo basta con ver ambos filmes sin estar predispuesto al delirio.

Baron irá en sentido contrario al de algunos contemporáneos que pasaron del cine a la televisión. Sin ser director de una sola película, sí debe toda su —postrera— fama a una sola realización. Terminada Blast of Silence, comenzó a trabajar de manera ininterrumpida en series de televisión. Un oficio amigo del anonimato, salpicado con tres largometrajes más y abandonado a mediados de los ochenta. Como decíamos, Baron sigue vivo, pintando cuadros a sus 87 años recién cumplidos. Esperando que alguien le vuelva a preguntar por Blast of Silence y no por la bizarra Foxfire Light (1982). Ni gran epígono, ni genio fugaz, ni radical independiente, ni artista comprometido. Solo un tipo corriente con ganas de hacer una película que, una vez estrenada, no le salvó de tener que seguir ganándose la vida.

 

II. Distant voices, still lives

El elemento más llamativo de Blast of Silence es la voz en off. Otro viejo recurso del género que en esta ocasión alcanza gran importancia. La intentaré explicar a partir de tres ideas: escritura, armonía y redundancia.

La narración off de Blast of Silence, ¿cómo decirlo?, está “muy escrita”. Las comillas sirven para señalar lo improvisado y relativo del sintagma. Con dicha fórmula me refiero tanto a un fenómeno de elaboración como de percepción. Primero, la composición del blacklisted Mel Davenport presenta un gran cuidado lingüístico en su elaboración. Segundo, la percepción de textos con afán literario, suele rechinar en el oído del espectador de un medio acostumbrado a cierta banalidad oral. Pienso en la incomprensión con la que se encontró, por poner un ejemplo reciente, El consejero (The Counselor, Ridley Scott, 2013). Nadie digería esas peroratas. Así no habla la gente y menos los narcotraficantes, se ha dicho. Sin embargo, nadie repara en las de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), igual de artificiales pero bañadas de naturalidad por aquella azarosa perfección del guión. En este sentido, la capacidad para normalizar excesos o novedades a través del ojo, siempre será infinitamente superior. No en vano, como especie siempre hemos contado con idéntica visión binocular, no así con un lenguaje complejo ni con gramáticas para reglarlo.

Podemos encontrar esa riqueza lingüística en el empleo reiterado de técnicas narrativas y figuras literarias. Atendiendo a su importancia, señalaré tres: monólogo interior, aliteración y sinestesia. Trío acompañado por el rotundo oxímoron del título. Sin entrar en las frecuentes discusiones terminológicas del monólogo interior, la voz en off del protagonista transita de la angustia a la euforia con ciclotimia digna de Raskólnikov. Enunciación en segunda persona de un conflicto motivado por la exposición al entorno de una mente en el alambre. Entorno que, a pesar de todos sus esfuerzos, es incapaz de controlar. Dostoyevski está en la forma, pero también en el contenido y en los matices. La enfermiza necesidad de dominar las reacciones fisiológicas y la temperatura. El sudor como alarma. La obsesión por las manos, el temor a que te delaten. Como si la voz del protagonista, además de en Dostoyevski, se posara en los aforismos y en los planos de Bresson.

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“Baby boy Frankie Bono”: lema repetido cuatro veces durante la película. Pie de foto del protagonista. Hermosa aliteración bilabial, anillada en el círculo vital/vicioso del personaje. Círculo que se inicia y concluye en un sinestésico “cold black silence”. Letra ilustrada con toda la precisión de la primera y última secuencia: del útero al barro. No por obvios y conocidos ambos símbolos dejan de funcionar de manera ejemplar. Donde Pelechian comenzaba a anunciar el fin, Baron rompe aguas.

¿Cómo encaja esta voz en off tan trabajada en una puesta en escena sencilla? Lo que podría dar lugar a un desfase entre imagen y palabra, termina en armonía. Dos razones contribuyen al matrimonio: la modulada declamación de Lionel Stander y la limitación interpretativa del propio Allen Baron. El acierto de Blast of Silence radica en ir compensando carencias con virtudes y, en cualquier caso, no sobredimensionar las segundas. Así, las rutinarias conversaciones entre personajes bajan el tono de la escritura de Davenport. Hay un escalonamiento agradable entre los diferentes niveles del guión (planificación, diálogos, narración off), entre calma y tensión.

La voz en off siempre corre el riesgo de resultar cargante. De insistir en aquello que ya estamos viendo, de convertirse en adorno sin carga o influencia dramática. De quedar reducida a puro atrezo, a lo que el color de la voz pueda contribuir a la atmósfera. Sin embargo, en Blast of Silence es valiosa porque el filme no está pensado para ser contado a través de la actuación de Baron. Hay un déficit expresivo evidente que requiere un canal adicional para la comunicación entre actor y espectador. Insuficiencia corregida por la voz en off. Consciente del problema y de la solución, el director filma su cuerpo con ello presente.

 

III. Natural born killer

¿Y qué nos cuenta la voz en off? El dilema del personaje, la enorme tragedia de querer ser uno mismo. La lucha entre seguir siendo un profesional y cumplir con su misión o renunciar a ese tipo de vida. El principal problema de Frankie Bono es que no es un psicópata, no ha nacido para matar. Su pericia y su prestigio como asesino a sueldo, se los ha ganado con entrenamiento. Frankie Bono es un atleta del odio. Un odio que responde menos a la pulsión natural liberada, que a su necesidad de ejercitarlo. Y todo entrenamiento acarrea fatiga. Un estado que debilita los reflejos, altera la cognición y descuida las rutinas. Una grieta por donde se filtran las emociones.

Para dejar de ser un profesional, Frankie Bono sigue la ruta marcada por esas emociones. Tanto el cine negro como el western, y hasta el melodrama y el thriller, tienen sus cementerios llenos de conversos. Mejor que conversos, involucrados. Un cliché que suele deslizarse hacia la moralina vía sacrificio. Aquí, en cambio, responde más a las necesidades internas del personaje que a una influencia exterior resumida y encarnada en la bella Lori. Ella solo agrava los síntomas de una enfermedad contraída en el orfanato e incubada durante sus años de mozo de garaje.

Blast of Silence 5

Porque toda la palabrería ególatra de Frankie Bono es puro autoengaño. Un discurso encaminado a mantener recluido aquello que le separa de un asesino en serie: la empatía, el amor y las habilidades sociales. Frankie dice estar a la altura de ingenieros y arquitectos, antes de autoproclamarse destino personificado de sus víctimas; el mismo Dios. Cuando la realidad nos enseña que es un asesino postizo, un pobre verdugo al que le sucedió lo que a casi todos nosotros: escogió una profesión para la que no estaba dotado. Todo el talento y la profesionalidad de los que alardea, hunden sus cimientos en el mismo cieno de donde surge el rótulo “The End”.

 
 

© Roberto Amaba, abril 2014