El despertar político en imágenes: Bareyre, Périot, Trueba, Do Teixeiro…

¿Qué es hoy la política?

 

Si el plano de un niño preadolescente corriendo por la playa hacia el mar pareció abrir simbólicamente un nuevo estadio en el cine francés en 1959, sesenta años después los adolescentes parecen haber tomado las imágenes para volver a traer algunos cuestionamientos al cinematógrafo. O, más bien, es la cámara la que ha querido fijarse en ellos con una curiosidad renovada por la que conviene que nos preguntemos. Me explico. En Nos défaites (2019), Jean-Gabriel Périot nos lleva a un centro de educación secundaria en un suburbio cualquiera para dialogar con estudiantes que representan ante la cámara diálogos de filmes políticos de la época, grosso modo, del mayo francés: de La Chinoise (1967) de Jean-Luc Godard a los Camarades (1969) de Marin Karmitz, pasando por À bientôt, j’espère (1968), de Chris Marker y Mario Marret, o La salamandra (La Salamandre, 1970), de Alain Tanner. Luego, los alumnos responden a las preguntas del cineasta sobre sus nociones acerca de la lucha de clases y conceptos como la revolución, el comunismo, el sindicalismo… Nos défaites nos plantea así una reconsideración sobre el cine documental, pues lo que hace no es en absoluto observacional, como está de moda decir ahora, sino algo mucho más cercano a una original forma de puesta en escena: representar textos con intérpretes espontáneos y dialogar luego con ellos.

«Nos défaites», de Jean-Gabriel Périot

Périot siente la necesidad de acercarse a los jóvenes para captar el devenir de los tiempos, para indagar qué diantre les pasa por la cabeza de los chicos y chicas que están creciendo en mitad de todo esto (se habla poco de la incomprensión y los prejuicios que marcan las relaciones entre diferentes generaciones, un problema quizás más grave de lo que pensamos). Su película, decíamos, no es solo captación de lo que se encuentra frente a la cámara sino que sienta un cierto discurso construido a partir del resultado de sus pesquisas, un retrato bien perfilado de una generación que comparte un sentido muy elemental de la justicia social y de los valores democráticos; muy elemental porque está asombrosamente despojado de ideología, reflejando así el resultado de crecer en un mundo dominado de punta a punta por la idea de que las experiencias revolucionarias más ambiciosas de nuestro pasado inmediato, así como las ideas que las sustanciaban, han fracaso sin matices. En las respuestas de los jóvenes de Nos défaites no solo aprendemos sobre su visión del mundo sino que vemos el reflejo de lo que hemos cimentado las generaciones anteriores durante los últimos treinta años.

La película, además, acaba con un giro inesperado: en una suerte de epílogo, los mismos chavales que han estado disertando sobre su futuro y sobre todo lo que desconocen o menosprecian acerca de la política, nos cuentan que se han movilizado por primera vez para participar en una reivindicación local, relacionada con su propio instituto. Y, al relatar su experiencia, quieren mostrarse ante todo como personas sencillas que han actuado instintivamente manifestándose por lo que les parece justo sin grandes consideraciones ideológicas previas. Asistimos así a una especie de renacer de lo político cuando todo intento de ordenar las ideas y organizar a las personas parecía una quimera, un cierto despertar donde parecía impensable sembrar la semilla de la contestación. No quiero decir con esto que Nos défaites se reduzca a un mensaje, y menos aún a uno tan simple y burdo como sería concluir que sigue habiendo esperanza, etc. Périot más bien nos muestra que no debemos dar por sentado nada: que ni hay una generación perdida, ni el instinto revolucionario va a resurgir espontáneamente o de una manera calcada a como emergió en otros momentos. Nos défaites tampoco asienta una conclusión definitiva sobre si un cine político en sentido estricto, comprometido y basado en la palabra como el de los años sesenta y setenta, tiene cabida hoy. Lo relevante del film es que abre una senda de interrogación sobre el estado de las cosas en el seno de la sociedad y en el seno del cine. ¿Un cine político hoy con un lenguaje de hoy y con los jóvenes de hoy? Quién sabe, sigamos indagando.

«Nos défaites»

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Pues bien: en otro reciente largometraje francés, L’Époque (2018), Matthieu Bareyre parece partir del punto en el que termina Nos défaites y pasa a filmar a jóvenes ya movilizados. Esta vez, estamos en las calles del centro de París, y los entrevistados son adolescentes que participan en manifestaciones surgidas al calor de los atentados terroristas. Hay también entrevistas a otros chicos en su tiempo de ocio que simplemente callejean o que —como es el caso de los grupos de extracto social aparentemente más elevado que comparecen ante la cámara— salen a tomar algo por los locales del centro. De nuevo estamos ante algo más sofisticado que un documental al uso, pues L’Époque es un film que sale a la calle a buscar su propia forma, dejando que la dicten sus jóvenes criaturas. Y halla por el camino a brillantes oradores, carismas genuinos, una juventud que nos sorprende tanto o más que la de Périot y que es filmada por Bareyre con atención y con afecto. Hay momentos de gran calidez en la película; quizás el más conmovedor es aquel en el que la joven de la Plaza de la República que se pinta inscripciones en la piel con Tipp-Ex, erigida por derecho propio en protagonista de la función por la riqueza y originalidad de sus respuestas, se emociona hasta las lágrimas hablando de la impotencia que siente ante la injusticia y la marginación. “¿Libertad para quién, igualdad para quién?”, se pregunta frente al monumento a Marianne, el pomposo homenaje a los desgastados valores de la Revolución Francesa.

Nos défaites y L’Époque describen en conjunto un trayecto de las aulas a la calle que no solo busca la observación de los jóvenes y sus razones: Bereyre se suma a Périot para poner también sobre la mesa la forma, la pertinencia y la validez de un cine político de nuestro tiempo. Ahora que las ideologías parecen enterradas, los parias de la tierra ni se plantean organizarse en partidos o sindicatos clásicos y los medios de comunicación nos relatan día a día un ineluctable ascenso de lo antidemocrático ante el que nada ni nadie parece saber cómo reaccionar, quizás lo mejor que puede hacer la cámara es volver a las aulas y compartir la zozobra con los adolescentes, y acompañarlos también a las manifestaciones, a la expresión de su cabreo instintivo contra los excesos de la policía y contra el estado de las cosas en general.

«L’Époque», de Matthieu Bareyre

En la celebérrima imagen a la que aludíamos al inicio de este texto, Antoine Doinel miraba a cámara en el instante final del travelling sobre la playa de Los cuatrocientos golpes (Les Quatre-cent coups, 1959), de François Truffaut, y su mirada quedaba congelada frente a nosotros. Siempre que, en un film de ficción, alguien mira al objetivo, se rompe en cierta medida el estatus de ficción de las imágenes y, a través de esa interpelación a los espectadores, lo documental acontece mágicamente en la pantalla. De repente, por así decirlo, se desarma la puesta en escena, ese mundo interior que pertenece solo al relato del film, y adquirimos conciencia del hecho de que, tras las imágenes, habita siempre la realidad, el mismo mundo en el que habitamos nosotros. Por eso, la mirada a cámara del joven Doinel parece convocar a los adolescentes de Nos défaites y L’Époque; se diría que invoca, desde el corazón del siglo XX y de la historia del cine, la presencia de la realidad documental en la pantalla para inundar de política las imágenes. Périot y Bareyre no sientan una conclusión definitiva sobre cómo puede ser un posible cine político de hoy pero sí nos muestran lo relevante que es acercarse a la realidad, hacer algo tan sencillo como acercar la cámara a lo que está pasando y tratar de escudriñar algo.

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Precisamente, un afrancesado como Jonás Trueba, que transparenta sin muchos rodeos la herencia en su cine de la Nouvelle Vague en general y de Truffaut en particular, dirige su mirada sobre los adolescentes en su proyecto Quién lo impide (2018), un conjunto de materiales que aún no está finalizado pero del que ya hemos visto algunas piezas en las que el cineasta, igual que Périot, se desplaza a las aulas para dar la palabra a los jóvenes e indagar sus inquietudes, su sensibilidad, la forma de su conciencia social. Se ven cosas parecidas a las que muestra Nos défaites: inteligencias asilvestradas, en bruto, mucha sensibilidad y una voluntad de cambiar las cosas tan pura como inconcreta. También como Périot —o como Claude Lanzmann, por cierto, un realizador cuya huella quizás esté también en todo esto, inadvertidamente—, Trueba se deja oír a sí mismo interpelando a los estudiantes, subraya la presencia del cineasta que pregunta y construye así el hilo del film. Y, en la pieza titulada Si vamos 28 volvemos 28, reproduce prácticamente el mismo esquema que el de Nos défaites al hacer que los chicos actúen en una pequeña ficción en la que no se interpretan a sí mismos pero sí a personajes muy cercanos a su realidad, para finalmente comentar la historia que han recreado frente a la cámara: cómo ves a tal personaje, cómo ves lo que ha hecho tal otro, qué creías que iba a pasar, etc.

«Quién lo impide», de Jonás Trueba

Sin salir de los márgenes del cine español, en otra película reciente, Tódalas mulleres que coñezo (2018), Xiana do Teixeiro filma primero un diálogo entre chicas adultas sobre cómo han vivido, a lo largo de su vida, el temor a una agresión sexual; luego hace que ese diálogo sea comentado por otro grupo de mujeres más amplio y más intergeneracional; y, finalmente, las dos tertulias son proyectadas y comentadas en un instituto de educación secundaria. De nuevo, llegamos a los adolescentes para escuchar sus impresiones, para captar la sensibilidad de los que heredarán el mundo en las próximas décadas; y, de nuevo, el film plantea, directa o indirectamente, un cuestionamiento sobre cómo volver a poblar de política las imágenes, cómo volver a urdir un cine que medite, dialogue y se comprometa desde la perspectiva de nuestros días.

No es casual que varios cineastas, a ambos lados de los Pirineos, hayan sentido el impulso de dialogar con los adolescentes para interrogarse sobre lo político en el cine de hoy. Tampoco es casual que Périot, Trueba y Do Teixeiro hayan recurrido al espacio de las aulas, al escenario del aprendizaje por antonomasia; ni tampoco que los tres hayan coincidido en la idea de filmar voces espontáneas o intérpretes amateurs para luego hacerles comentar la jugada frente a la cámara, compartiendo con nosotros sus dudas e impresiones. Creo que todos acompañamos a nuestros jóvenes en su desconcierto ante el devenir de las cosas, en su mirada entre descreída y curiosa a propósito del pasado, en su ingenua voluntad de labrar algún tipo de futuro, a pesar de los pesares. Decíamos que hay que romper el prejuicio de las distancias intergeneracionales: ¿ese cabreo espontáneo, errático y despojado de ideología de los chicos de L’Époque no es, al fin y al cabo, muy parecido al de los adultos que protagonizan el movimiento de los chalecos amarillos en los mismos espacios de la capital francesa? El estado de los adolescentes es el estado del mundo y es el estado del cine.

«Tódalas mulleres que coñezo», de Xiana do Teixeiro

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Truffaut pasaba de contarnos la difícil salida de la infancia de Antoine Doinel a relatarnos sus cuitas amorosas ya como adolescente y como joven que se incorpora a la vida adulta en los siguientes capítulos de la saga sobre el personaje: Antoine et Colette (1962) y Besos robados (Baisers volés, 1968). Filmar la juventud es filmar la edad del amor y en eso se centra <3 (María Antón Cabot, 2018), otra película construida a partir de entrevistas espontáneas a jóvenes en el espacio público que parece abrazar el modelo de los Comizi d’amore (1964) de Pier Paolo Pasolini. Cabot rueda a los jóvenes paseantes del Parque del Retiro de Madrid con genuino cariño, dejando que la belleza de su presencia y de sus sencillas palabras impregne los planos. Y su película encuentra una alma gemela otra vez al norte de los Pirineos, concretamente en L’Île au trésor (Guillaume Brac, 2018), que nos devuelve a las afueras de París para relatarnos una larga jornada de verano en un parque donde niños y adolescentes se bañan, bromean y tontean entre ellos. El estatus de L’Île au trésor permanece mucho más ambiguo, en algún punto entre la ficción y lo documental. Pero, por lo que a nosotros nos ocupa, lo importante es que comparte con todas las películas comentadas una franca curiosidad por los jóvenes, por su forma de ver las cosas y su filosofía de vida. El cine que nos vuelve a hablar del despertar del amor en la adolescencia tiene rasgos en común con el que nos habla de su despertar político quizás porque, en el fondo, el letargo ideológico no es jamás una opción ni para los jóvenes que habitan la pantalla, ni para el propio cine, que tiene un eterno espíritu adolescente.

«L’Île au trésor», de Guillaume Brac

Y la figura del adolescente, en suma, acompaña recurrentemente al cine (de autor) de hoy en su indagación sobre sus propios derroteros: a la vista de las películas aquí comentadas, se me antojan, si no numerosos, al menos significativos los casos de cineastas que, cada uno a su manera, filman sus particulares versiones de Antoine Doinel, un tipo humano que puebla la imagen para contagiarla de titubeo, ingenuidad y ensoñación. Porque las nuevas o viejas olas vuelven y se van y vuelven a volver, el cine encuentra en determinados motivos un punto de apoyo para preguntarse de nuevo sobre su estatus y sobre su deriva; y el atribulado adolescente es uno de esos motivos, que reaparece para interrogarse acerca de todo en general desde las imágenes, junto a nosotros. Lo más valioso de películas como Nos défaites o de experimentos como Tódalas mulleres que coñezo o Quién lo impide no es seguramente el hecho de enseñar a los jóvenes filmes o formas de debate político de hace cincuenta años sino todo lo contrario, esto es, lo que podemos aprender todos nosotros de ellos con solamente escucharles, porque nada sería más ingenuo que pretender que los discursos y las formas del pasado tengan que volver o sean un modelo; es sumamente provechoso dialogar con toda esa cultura pero no tendría sentido esperar otro mayo como el del 1968 u otro octubre como el del 1917, ni tampoco trasplantar un film como À bientôt j’espère a nuestros días para volver a hacer algo idéntico —recuerdo como un ejercicio encomiable en este sentido la experiencia del añorado Joaquim Jordà cuando retomó a los protagonistas de Numax presenta (1980) en Veinte años no es nada (2004), dos películas diferentes para dos tiempos diferentes—. André Bazin nos invitaba a preguntarnos qué es el cine; tal vez, como en la película de Périot, lo pertinente sería ahora preguntarnos también qué es la política.

«Los cuatrocientos golpes», de François Truffaut

 

 

© Lucas Santos, enero 2020