Dinner for Schmucks

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1. Cuando una forma artística entra en desuso, sus nuevas y esporádicas apariciones se convierten en decisiones privilegiadas con un plus de expresividad que, en otro contexto, se habrían agazapado como mera rutina. Por ejemplo, dos de los momentos más mágicos del cine norteamericano reciente vienen por la recuperación expresa de efectos de transición hoy en día del todo marginales: la cortinilla en iris de Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, Paul Thomas Anderson, 2002) y el encadenado de Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010). Desde hace poco más de una década, Hollywood ha erosionado de sus películas la relevancia de las secuencias de créditos iniciales hasta hacerlas desaparecer por completo. Por eso mismo, las películas que incluyen tal aperitivo tipográfico que en otras épocas ejerció de soporte para auténticas filigranas plásticas están presentándose al espectador desde una toma de postura.

Dinner for Schmucks (Jay Roach, 2010) empieza golpeando fuerte de este modo. Deja todo su programa emocional a la vista en los primeros dos minutos, en forma de dioramas protagonizados por ratones disecados -después descubriremos que ha sido la sutil forma de introducir la biografía y naturaleza de Barry, el personaje de Steve Carell-. Paul McCartney cantando Fool on the Hill acuna la sucesión de imágenes y marca la pauta que regirá el resto del metraje: un canto de admiración, de amor, hacia los espíritus formidables y excéntricos.

 

2. La naturaleza subsidiaria del film de Roach -remake de la exitosa adaptación cinematográfica que Francis Veber hizo de su obra de teatro homónima: La cena de los idiotas (Le dîner de cons1998)- corre el riesgo de distraer la vista de sus grandes valores. Quitémonos esa dudosa losa de encima afirmando que ninguna de las virtudes de Dinner for Schmucks le debe nada al argumento original desarrollado por el francés. La anécdota de la cena organizada por tiburones empresariales para burlarse de pobres diablos que cada uno lleva como invitado y en la que el protagonista accede a participar para entrar en su mundo de éxito empresarial sigue ahí, pero lo construido por Roach, los guionistas David Guion y Michael Handelman y, por supuesto, sus intérpretes lo desborda.

Para empezar, una diferencia fundamental respecto a los textos originales: en la versión norteamericana asistimos de lleno a la famosa cena, que en los casos anteriores se negaba al espectador. ¿Una muestra de la debilidad de Hollywood por la explicitud narrativa antes que por su sugerencia? Pensar que la opción de Veber de censurar la visión de la cena tiene algo de elegante es caer de lleno en su trampa de manso humor burgués vestido de piel de incorrección y no haber entendido nada de los mecanismos de placer de la comedia que precisamente Dinner for Schmucks defiende durante todo su relato. Eludir la cena equivale a dejar en blanco la parte central del chiste de Los Aristócratas (1).

 

3. Según Carlos Losilla, con títulos como Hazme reír (Funny People. Judd Apatow, 2009) y Resacón en Las Vegas (The HangoverTodd Phillips, 2009) la llamada Nueva Comedia Americana entró en fase de solidificación y repliegue mientras “sus aristas más cortantes se ven sustituidas por estructuras sofisticadas, reflexiones incisivas, atrevimientos formales” (2)Dinner for Schmucks rechaza esa conclusión, que se torna complaciente, derrotista y demasiado focalizada en la obra de dos figuras concretas de lo que desde ciertos ámbitos críticos se ha buscado agrupar como un movimiento y no tiene más lazos de unión que los que pudieran surgir entre los comensales de una cena: orgánicamente se crean pequeños grupos, primero condicionados por cómo se han dispuesto los asientos, después por la afinidad en el devenir de las conversaciones y, al final, por las recolocaciones entre quienes se levantan tras el postre. La inquietud, promiscuidad y colegueo de los cómicos de la NCA ha sido tan intensa y provechosa a lo largo de los últimos años que (¡afortunadamente!) hace imposible la idea de armar un canon consensuado.

Dinner for Schmucks actúa a veces como un dispositivo de unión entre varios de esos nodos. Los protagonistas, Steve Carell y Paul Rudd, por sus anteriores trabajos remiten directamente a la figura de Judd Apatow, quien ha sido erigido como aglutinador principal -pero en absoluto único- de los talentos de la NCA, sobre todo gracias a sus labores de producción; Zach Galifianakis, curtido en campos de entrenamiento de formidable libertad como Comedy Central o Funny or Die (el proyecto web de Will Ferrell y Adam McKay) no saltó al mainstream hasta Resacón en Las Vegas; el neozelandés Jemaine Clement y Kristen Schaal proceden de la sitcom musical de la HBO Flight of the Conchords (2007-2009); David Walliams y Chris O’Dowd fueron protagonistas de, respectivamente, Little Britain (2003-2006) Los informáticos (The IT Crowd, 2006-?), dos emblemas del humor británico reciente; Jeff Dunham es el ventrílocuo más famoso de Estados Unidos gracias a su muñeco Ahmed, el terrorista muerto; Andrea Savage es una conocida comediante de stand-up de Los Ángeles habitual en Comedy Central y Funny or Die Presents; hasta Ron Livingston es recordado sobre todo como el protagonista de Trabajo basura (Office Space, Mike Judge, 1999). Convocar a este heterogéneo plantel de humoristas ya tiene mucho de celebración, pero además dejarles disfrutar delante de la cámara con subrainstorming humorístico in progress es un gran reconocimiento al talento colectivo que convierte a la película en una fiesta para quienes la hicieron y quienes la verán.

 

4. Volvemos al inicio, con esas mousterpieces de Barry. Una reclamación histórica del espectador de comedias es que sus queridas e hilarantes obras de subversión cultural no tengan por qué verse necesariamente contaminadas por los valores narrativos del moralizante discurso hegemónico -por ejemplo, tener que aguantar a modo de peaje las ansiedades románticas de la pareja de turno incrustada en las películas de los hermanos Marx-. Adam McKay y Will Ferrell siempre sortean el temido obstáculo con una elucubración conceptual compacta y coherente; igual que hacían Jay Roach y Mike Myers en sus películas de Austin Powers, todo lo contrario que en la más crowd-pleaser trilogía de Los padres de él (Meet the Parents, Jay Roach, 2000). Dinner for Schmucks pertenece a una tercera vía ya explorada por otros títulos en los últimos años, como Paso de ti (Forgetting Sarah Marshall, Nicholas Stoller, 2008) y Di que sí (Yes Man, Peyton Reed, 2008).

Frente a los high concepts estético-narrativos llevados a sus máximas consecuencias por el dúo Ferrell-McKay -y discípulos aventajados como Jody Hill en The Foot Fist Way (2006) y Observe and Report (2009) o The Lonely Island enHot Rod (Akiva Schaffer, 2007) y MacGruber (Jorma Taccone, 2010)-, estas otras películas desactivan la bomba de la corrección de una forma menos radical, nada violenta, pero igual de combativa desde otro presupuesto: frente a la destrucción creadora de aquellos, prefieren optar por la creación a secas. El musical de Drácula con marionetas que defiende Jason Segel en Paso de ti y el grupo musical Münchausen by Proxy donde canta Zooey Deschanel en Di que síconectan con los dioramas ratoniles de Carell a un nivel profundo. El mimo que sus autores (diegéticos y extradiegéticos) ponen en estas creaciones artísticas, que alcanzan una entidad individual fácilmente emancipable del argumento principal de las películas, cobra una fisicidad palpable. En ellas se concentra de forma sintética la ternura exigida a toda comedia con ambiciones comerciales de público amplio. Son trazos de artesanía que introducen la especificidad en un género, la comedia romántica -en Dinner for Schmucks, su variante bromance-, siempre bajo sospecha de homogeneidad formulaica y artificialidad industrial. En ese contexto, se nos aparecen como la única forma pura que queda para hablar de amor.

 

(1) Tal y como se explica en el documental The Aristocrats (Paul Provenza, 2005), el chiste de Los Aristócratas es ampliamente conocido en los círculos de comediantes. Su estructura flexible lo asemeja a los estándares jazzísticos en los que cada intérprete, con su improvisación, mide la altura de su talento. Su planteamiento siempre es la llegada de un hombre a la oficina de un agente caza-talentos para ofrecerle un espectáculo familiar “distinto a todo lo que ha visto hasta entonces”. En ese momento comienza la abierta descripción del show que, en rutina acumulativa y según los límites de la imaginación del intérprete, contiene la descripción de las acciones más soeces, escatológicas, psicosexuales, incestuosas, pederastas y, en definitiva, pulverizadoras de cualquier atisbo de corrección política que sea posible. Cuando el horrorizado (o entusiasmado) agente pregunta el nombre del espectáculo, la punch linefinal es siempre invariablemente “Los Aristócratas”.

(2) LOSILLA, Carlos: Historia de una deriva, en COSTA, Jordi: Una risa nueva. Posthumor, parodias y otras mutaciones de la comedia,Ed. Nausícaä, Molina de Segura, 2010, pág. 112.