Canon cinematográfico

Gesto heroico, nostalgia fatal

* Este artículo forma parte del dosier especial «¿Un canon cinematográfico para hoy?»

1.

No es un presentimiento. Es notoria, avasalladora, masiva, casi hegemónica: una cierta tendencia domina las artes -y el cine- de nuestros tiempos. Una especie de bondad universal del arte. Un arte salvífico. Y piadoso, asistencialista, caritativo, terapéutico, ideológico, denunciante, acusatorio, particularista, utilitario, comprometido, social, ético, empático, clemente, acreditativo, cotidiano, ofendido, resentido, justicialista, cuidadoso, militante, moralista. Calculadamente acurado, paupérrimamente higiénico, traumáticamente mitigador, programáticamente anestésico. Idealista en el mal sentido. Lo comprendo, lo acepto, vivo con él. Pero no es mi arte.

Si el arte -y el cine- no es hedonista, heroico, épico, utópico, universalista, superfluo, visionario, extático, radical, problemático, doloroso, provocador, insolente, maldito, transgresor, escandaloso, marginal, controvertido, fallido, condenado a la trascendencia, intransigentemente bello, absolutamente sublime, intrínsecamente contradictorio o puramente ideal, ¿qué es? ¿Cómo puede ser arte? Estoy con Harold Bloom en la defensa de lo artístico. Y añado: a lo artístico lo que es del arte y a lo político lo que es de la política. Aunque sea evidente que, por defecto, todo arte es político. Y que toda política es arte. ¿Contradictorio? Claro, ¿cómo no? En definitiva, para que quede claro: el arte no resuelve los problemas de la política, como la política no resuelve los problemas del arte.

«Walden: Diaries, Notes And Sketches» (1969), de Jonas Mekas

2.

Situemos las cosas como en un manifiesto, en un tiempo en el que los manifiestos escasean.

El arte:

– no tiene que resolver los problemas de la sociedad, debe afrontar sus propios problemas;

– no tiene que suplir carencias e injusticias, debe superar sus propias limitaciones y fracasos;

– no tiene que medirse por lo cualitativa o moralmente bueno, sino por lo bello y lo sublime (y lo grotesco, y lo feo);

– no tiene que mejorar la vida, debe transmutarla y celebrarla (y, en definitiva, ignorarla);

– no es una cuestión de odio sino de ironía;

– no es una cuestión de creencia sino de desespero; 

– no es una cuestión de redención sino de sobriedad; 

– no es una cuestión de ideología sino de ideas;

– no es conservador sino convergente;

– no es progresista sino divergente;

– no es teocrático, absolutista, aristocrático, burgués, religioso, proletario, estatal, oficial, queer, público, privado, feminista o mesiánico; es simple en su impusibilidad, glorioso en su falibilidad, profético en su vulnerabilidad, soberano en su teología;

– no es prosélito, es emancipatorio.

«Los espigadores y la espigadora» («Les Glaneurs et la glaneuse», 2000), de Agnès Varda

3.

Continuemos:

– El arte debe mejorarse a sí misma, el ciudadano debe mejorar su vida;

– ninguna obra es buena por la causa que defiende, ninguna causa es buena por el arte que la promueve;

– los problemas de la sociedad son una cuestión de recursos, luego una cuestión de valores y, finalmente, una cuestión de gestión;

– los problemas del arte son una cuestión de dispendio, luego una cuestión de hechos y, finalmente, una cuestión de gesto;

– el arte es más la expresión de un contenido que el contenido de una expresión, por eso es tan peligroso y seductor; en caso contrario, es catequesis y adoctrinamiento;

– en principio, todo arte es íncipit, ensayo, promesa; de ahí la humildad y la inseguridad, pero también la esperanza de quien crea y comparte;

– al final, todo arte es abismo, portal, ascensión; de ahí el vértigo y la epifanía pero también la solemnidad de quien recibe y difunde.

4.

Entonces, ¿cómo transformar un manifiesto en un canon? No se transforma, ni siquiera vale la pena intentarlo. Porque estamos condenados, seremos atacados; todo canon es esnob (mejor eso que ser faccioso, a pesar de todo) y contradictorio (mejor que panfletario). El arte, siendo inútil, es de los mejores, es aristocrático. Pero hasta los mejores tienen momentos de pobreza, son indigentes. Como en todo, hay artes, artistas y obras nobles, y artes, artistas y obras pobres. Pero no siempre cada cual es lo que parece.

El canon exalta la perfección y se opone a la depauperación; malo sería que no lo hiciese. El canon está del lado de lo poético pero se volvió prosaico. Contrapone perfección y superación, y una implica y contradice a la otra. Abarca la estabilización y la mutación, y una implica y contradice a la otra. En lugar de contraste, estas operaciones se pueden ordenar también en cadena: todo por la perfección que, cuando es alcanzada, se estabiliza; celébrese la estabilidad que, cuando es desafiada, muta; un aplauso por la mutación que, si triunfa, supera; la superación victoriosa, tarde o temprano, esteriliza. Dialéctica o linealidad: ¿cuál es la dinámica del canon?

«Al final de la escapada» («À bout de souffle», 1959), de Jean-Luc Godard

Todo canon se desdobla, todo canon se perpetúa. Para quien cree en epítomes, cenits y apogeos, hay una especie de algoritmo que puede explicar toda la creación e identificar todo el arte: existe arte cuando alguien hace algo primero o cuando alguien lo hace mejor. Y cuando alguien hace algo primero y mejor, se vuelve único. El genio no es muy diferente de eso. O lo que se llama creatividad. O innovación. Hasta el siglo XIX, se valoraba a quien hacía algo mejor. Después se valoró a quien hizo algo primero. Hoy, a quien hace algo diferente: better, not best.

  1.  

Está claro que el canon es un trabajo de Sísifo, no de Policleto ni de Vitruvio, tampoco de Leonardo da Vinci, ni de nadie más. Todo canon está bajo asedio: tiene que mutar, va a envejecer, acabará por desaparecer, quiere volver. O no. La pintura murió; ¿acaso volvió alguna vez? La poesía murió; ¿volverá algún día? ¿Se transfiguraron? Claramente, sí: la pintura, en ilustración, cómic y diseño. La poesía, en pop, rock y rap. ¿Cuántos pintores después de Pablo Picasso? Banksy. ¿Cuántos poetas después de Paul Celan? Eminem. ¿Y el cine? Se transfiguró en videoclip, serie de televisión, videojuego, videoarte. Pero el canon permanece, subterráneo, en cada caso.

¿Y cómo organizar el canon cinematográfico? ¿Volveremos, por hacer una analogía, a Ovidio y a las edades del mundo? Entonces tendríamos: antes de los años de oro de Hollywood, los magníficos años de platino del cine mudo. Y, después del oro, la era de plata del nuevo realismo y la nueva ola. Y las edades de bronce de los nuevos cines. Y la edad del píxel, en la que vivimos. O, alternativamente, ¿dividimos el canon entre los fundadores (el mudo), los clásicos (Hollywood), los modernos (Nouvelle Vague) y los contemporáneos (del cambio de siglo al presente)? O podemos ser mitológicos y proponer: la edad titánica (los inigualables años veinte), la olímpica (el auge de Hollywood), la heroica (los rebeldes de la Nouvelle Vague) y la humana (las prosaicas últimas décadas). O hablamos de infancia, juventud, madurez y vejez. O preferimos un canon filosófico: algo socrático, con películas pedagógicas; platónico, con películas ideales; aristotélico, con películas perfectas; kantiano, con películas sublimes; nietzschiano, con películas dionisíacas; heideggeriano, con películas ontológicas; derridiano, con películas deconstruidas.

«Napoleón» («Napoléon vu par Abel Gance», 1927), de Abel Gance

  1.  

También vale la pena preguntarse: ¿por qué un canon para el cine? ¿Y por qué ahora? ¿Por qué preocuparse hoy por un arte? ¿Pero es realmente un arte o se trata de un medio que, desde hace décadas, apenas va sobreviviendo? ¿Será porque vislumbramos en el canon un poder salvífico, milagroso, curador/curatorial, eterno? ¿Para qué un canon ahora que el cine está, una vez más, amenazado (o moribundo)? ¿O será que necesitamos un canon ahora porque el cine está amenazado (o moribundo)?

¿Quién no quiere ver que el cine prolonga su estertor desde la Nouvelle Vague, sobrevivió hasta los años noventa y se multiplica hoy en una democratización prolífica y -para quien se quiera dejar engañar- aparentemente fructífera? ¿El cine democrático –chacun son cinema, ya no solo para cada realizador sino para cada espectador- salvará al cine u oficiará sus exequias?

Hoy en día, cualquiera tiene una película que hacer, una historia que contar, una idea brillante, urgente, inalienable e imprescindible que concretar. Ese cine de todos y para todos ha igualado por lo común, trivial y confesional la creación cinematográfica. Alexandre Astruc reencontrado, ciertamente; pero, ¿triunfante? No, no hay en cada jardín o descampado un Ballet Mécanique (1924), de Fernand Léger y Dudley Murphy; un Walden: Diaries, Notes And Sketches (1969), de Jonas Mekas; ni un La Région Centrale (1971), de Michael Snow. Ni Fuses (1967) de Carolee Schneemann; ni Los espigadores y la espigadora (Les Glaneurs et la glaneuse, 2000), de Agnès Varda.

7.

Estéticamente -que es lo que, al final, importa realmente-, el cine del realismo paralizó las imágenes en su tautología: una piedra es una piedra, un cadáver es un cadáver. ¡Oh, nostalgia del claroscuro y del tecnicolor!

El cine de gravitas condujo a la inercia autoral; una palmera igual a otra, un oso igual a otro, un león igual a otro, un leopardo igual a otro. ¡Oh, nostalgia de un cine de poesía!

«El espejo» («Zerkalo», 1975), de Andrei Tarkovsky

El cine espectáculo vació la imaginación popular: remake, reboot, secuela, spin-off, rip-off, crossover, transmedia. ¡Oh, nostalgia del paraíso perdido de monstruos, máquinas y mutantes!

El cine reivindicativo abdicó del arte y se implicó en las causas. Ya nadie se manifiesta: desde el Dogma 95, ¿qué otra declaración hemos oído? ¿Dónde está el cine #metoo, #blacklivesmatter, #extinctionrebellion? ¿El hashtag mató al cine militante?

¿Declive inevitable? Sin duda. Siempre pasa igual: un origen, un crecimiento, un apogeo y una caída. Las imágenes cinematográficas, que fueron la medida de todas las otras durante décadas, ya no dan lo que otras ofrecen: el otrora denostado y maldito vídeo, archirrival del cine, venció; en el videoarte, en la vídeo instalación, en el videoclip, en el videojuego, en el videoblog. El vídeo -analógico o digital- se ha convertido en el esperanto tecnológico. Y el cine se perdió en algún lugar del proceso. Y como el canon solo puede salvar un cine puro, operar una purificación, en él no caben ni los mutantes, ni los híbridos, ni los metamorfismos, ni las quimeras. Porque todo canon es exclusivo y discriminador, incluso si es volátil y vulnerable; ergo el canon es grandioso y, simultáneamente, está condenado.

8.

El canon, se supone, perpetúa el arte en el tiempo. Pero no existen valores y criterios eternos. ¿Deberían? Si así fuera, ¿habría cine si hubieran ganado los que querían y quieren prohibir todas las imágenes? ¿O si las prohibiciones regionales y confesionales fueran universalizadas? ¿O si la iconoclastia radical prevaleciese sobre la frívola idolatría? ¿O si el arte del culto hubiera vencido al secularismo del arte? ¿O si el decoro y la contención, tan privilegiados por auteurs calvinistas y críticos arribistas, hubieran prevalecido sobre la exuberancia y la vacuidad tan cultivadas por industrias de sueños y desvaríos de fans?

Aun sin valores eternos, ciertos parámetros son privilegiados en el canon: la profundidad, la densidad, la complejidad, la gravedad, la seriedad, la autenticidad. ¿Privilegiados por quién, deberíamos preguntarnos? Por viejos, penitentes o seminaristas. Pero, si fuéramos jóvenes, rebeldes o diletantes, adoptaríamos la ironía como nuestra vía; y todo se volvería leve, artificioso, inmediato, superfluo, lúdico, paródico. El mejor canon podría, entonces, ser irónicamente ambivalente: ni eterno (elixir de los ancianos), ni efímero (anfetamina de los teens). Aparentemente constructivo, sutilmente destructivo, nada instructivo, apenas eso.

«Lo que el viento se llevó» («Gone with the Wind», 1939), de Victor Fleming

9.

La eternidad es sólo la medida de lo imposible. Por eso, el canon no es eterno, es fashion. Hubo una moda blanco y negro y hubo una moda tecnicolor. Ahora nadie ve una película en gris y el color, aunque reine, es discreto. El musical, la animación, la infancia, la juventud, el escapismo y el hedonismo son castigados. Pero son los niños y los jóvenes los que sustentan las salas de cine. El cine fue adulto en blanco y negro cuando el color ya dominaba: un año, tres películas (Los cuatrocientos golpes [Les Quatre cents coups, 1959], de François Truffaut; Hiroshima, mon amour [Hiroshima mon amour, 1959], de Alain Resnais; Al final de la escapada [À bout de soufflé, 1959], de Jean-Luc Godard), una nueva ola. Pero los cines nuevos y jóvenes -y del mundo y de los enfant terribles– envejecieron. Se volvieron grisáceos. ¿Debe el canon ofrecerles una mortaja? A decir verdad, el canon es bueno para senadores, no para la revuelta juvenil. Para ascéticos -Yasujirô Ozu, Robert Bresson, Ingmar Bergman, Jean-Marie Straub, Michael Haneke-, no para provocadores -Pier Paolo Pasolini, Peter Greenaway, Derek Jarman, Lars Von Trier, Gaspar Noë. Excepto en los casos en que la longevidad pasa de fase a fase: Godard.

Si benigno, el canon selecciona, elige, enaltece, Si maligno, segrega, rechaza, discrimina. Si alguien dice “todo montaje será prohibido”, el montaje se vuelve anatema. Y André Bazin dice. Y Andrei Tarkovski dice algo parecido. Y Gilles Deleuze dice: que prevalezca la imagen-tiempo. Y de nuevo cayó la maldición sobre alguien: ¡desaparece, MTV! Y el videoclip, hijo del cine, fue rechazado por su progenie. Y el cine aminoró hasta detenerse: slow, slow, slow. Lo estático ganó a lo extático. ¿O no?

El canon discrimina por el tamaño. Y cuando el tamaño no importa, importa el patrón: las películas, por demasiado pequeñas o demasiado grandes, no merecen el canon, no dan la talla o no caben en él. Existe una cuestión de escala pero, una cuestión de habitus: el largometraje, la pantalla rectangular o la firma de autor nos proporcionan el confort de la expectativa confirmada. Se dice que el cine es contar historias. Por tanto, los excéntricos y los marginales, esos, serán rechazados: la animación -históricamente portentosa en el cortometraje, y ahora también- no es cine, dicen algunos; el experimental está demasiado cerca de las artes visuales, dicen otros; el documental aún no se hizo género, alegan; el ensayo aún no se hizo obra, lamentan. La narrativa prevalece. La tecnología se espectaculariza. El auteur es soberano.

«El club de la lucha» («Fight Club», 1999), de David Fincher

10.

Para algunos, el cine es la potenciación de la técnica. Para otros, el virtuosismo de la ejecución. Para unos, lo inaudito de la idea. Para muchos, la depuración de la substancia. Para otros tantos, la renovación de la forma. Para los puristas, la especificidad del medio. También puede ser que sea apenas una moda, una tendencia o una ola. Los valores cambian, las artes cambian, las expectativas cambian; cambia la voluntad creadora, cambia el espíritu del tiempo. Hubo un Zeitgeist del musculado y del delicado, del elegante y del intransigente; ahora, vivimos el Zeitgeist del indignado y del desprotegido, del identitario y del narcisista. Hubo divas, ahora hay Dielmanns. Hubo galanes, ahora hay patriarcado. 

Filmar lo inmediato parece ser el nuevo mandamiento: ¡fílmate a ti mismo! O filma a la familia, los amigos, el barrio, la ciudad, el pueblo; ¿qué importan las películas de los otros? ¿Qué importa la transgresión? ¿Qué importa la desmesura? ¿Qué importa la ambición? Alguien desdeñará y recriminará: ¡pensar en grande es tan imperialista, tan siglo XX, tan old school! ¿Qué importan los grandes filmes? En cierto sentido, el cine ya no es una fábrica de sueños en widescreen planetario, es apenas megapíxeles en un smartphone con una story en la vertical. El ego es el nuevo credo.

11.

El canon no tiene una función, tiene varias. Y en toda función existe una disfunción. El canon instituye, luego atrofia. Preserva, luego momifica. Obligado a la mutación, se fragiliza. Siendo una versión, está sujeto a la subversión, a la perversión, a la inversión, a la reversión. Su ontología se diluye hasta desaparecer: primero, el canon es necesario; después, es posible; enseguida es inviable; finalmente, ni siquiera existe. Para cada función hay una disfunción, lo cual conduce siempre al nihilismo.

«Holy Motors» (2012), de Léos Carax

Si preguntamos: ¿el canon necesita autoridad? Debemos aconsejar: dése la voz al creador, porque la visión del espectador está sesgada por el diletantismo. ¿El canon debe evaluar? Dése voz al espectador, porque el creador está sesgado por el proteccionismo. ¿El canon se pretende popular? Dése voz al fan, porque el crítico está sesgado por la petulancia. ¿El canon debe ser erudito? Dése voz al crítico, porque el fan está sesgado por la militancia.

¿El canon tiene los días contados? Desengáñense. El arte de canonizar muta, no muere. La necesitamos para teorizar, criticar, preservar, programar, enseñar. ¿El clasicismo está debilitado? Volverá. El cubista no mató al clásico. La playlist no mató el prime-time. El punk no mató al pop. El cine no se mató a sí mismo. El cine (aún) no ha muerto. El fin del arte se prolonga pero no acontece. Ni el fin de la poesía, parece. Ni el fin de la pintura. Pero una cosa sabemos: el cine, como el arte para Hegel, es una cosa del pasado. Que nos llega siempre del futuro.

Quizás necesitamos caleidoscopios o hipercubos para los nuevos cánones, no listas ni linajes, ni órdenes, ni rankings. Quizás lo apócrifo florezca en las redes sociales. Quizás lo herético nos halague. Quizás nos paralicemos: a favor y contra el canon, ni a favor ni en contra del canon. El dadaísta no mató al clasicista. Pero hizo mella.

12.

Todos sabemos que el canon es la garantía absoluta de la crítica. Hasta hace poco podíamos inventar un cuadro jerárquico: la vida antes que nada, la naturaleza inmediatamente después; y luego la humanidad, la sociedad, la cultura, el arte y, al final, el cine. Y en el cine: el género, y dentro del género, la ficción; o el autor, y por encima de todo, el estilo. Y al final, last but not least, la obra.

«El caballo de Turín» («A torinói ló», 2011), de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky

Ahora un cuadro no basta, necesitamos un algoritmo:

¿El arte o la vida? ¿Y cuánto de arte, cuánto de vida?

(pero es necesario responder primero, filosóficamente, algo inalcanzable para el algoritmo: ¿el arte imita la vida o la vida imita al arte?)

 

Entonces, elija: ¿lo bello, lo bueno o lo verdadero? (¿y cuánto de cada uno?)

 

Luego: ¿la imaginación o el entendimiento? (prohibido ser binario: para avanzar, procure un hiato, un intersticio, un umbral o una costura)

¿Poéticas o manifiestos? (depende: ¿ser el mejor o ser el primero? ¿Ser perfecto o ser nuevo?)

¿Jerarquía o deontología? (¿ordenar o incluir? La tendencia, adviértase, es horizontalizar…)

 

Opte: ¿la idea o la ideología? (que lo digan las cinematografías soviéticas y nazis)

 

A continuación:

¿Regresar al principio o comentar por arriba: cuál es la más perfecta de las artes, la poesía o la música? ¿O el cine? (el cine es arte mayor -sublime, excesiva, inmaculada, epítome y cúmulo de todas las otras- o arte menor -comercial, industrial, mainstream, hecha por moguls y asalariados para pobres y peones)

 

Piense y elija:

¿Seguir la tendencia o inaugurar una facción?

¿Operar una acción deliberada o un análisis distanciado?

¿La mosca en la pared o la mosca en la sopa?

¿Minar el dogma o tastar el escepticismo?

 

¿Deconstruir y divergir o sistematizar y acumular?

¿Interpretar o teorizar?

¿Imaginar u homenajear?

¿Ironizar o emocionar? 

 

¿La memoria o el intelecto? 

¿Lo intangible o lo concreto?

¿Lo definitivo o lo emergente? 

¿Lo lujoso o lo indigente?

 

¿La ética o la estética? En el auteur, ¿la moral derrota a lo lúdico? En el género, ¿el placer dispensa el compromiso? La segunda. Sí. Claro.

13.

Lo verosímil todavía nos conforta o nos sobrevive/sobrevivió/sobrevivirá. Pero no siempre, no en todas partes, no para todos. La motivación del personaje, la causalidad de la narrativa, el realismo del estilo, el género dramático, la transparencia enunciativa, la clausura diegética, el orden de los géneros, las categorías sistemáticas: todo ayuda al relajamiento de un patrón familiar, un cine-spa, de bienestar. Pero ya no se tolera todo: la estética de los siglos XX y XXI vive sobre todo de los cascotes de aquellas premisas. Atención a la dinámica: del virtuosismo al intelectual, del barroco al minimalismo, de la figuración a la reflexión, de lo espectacular a lo ascético, de lo vertiginoso a lo contemplativo, del entretenimiento al arte, de lo mimético a lo autorreflexivo. 

«Sed de mal» («Touch of Evil», 1958), de Orson Welles

Y en algún momento todo tuvo/tiene su némesis. En algún momento aiguien dijo contra: contra el color, el movimiento, la velocidad, el efecto, la comedia, el escapismo, la narrativa, la transparencia, la linealidad, la claridad, la inteligibilidad, la violencia, el sexo, el gozo o el deleite. Austeridad, sustracción, contención, cinismo, solipsismo y realismo: los nuevos dogmas están ahí. Resultado: un cine -y un arte- infeliz, restrictivo, culpable, constreñido, resentido, afligido, quejoso, moralista, puritano.

14.

No, este arte (¿cuál?) no es la mío. Es mi galería: Abel Gance, Andrei Tarkovsky, Stanley Kubrick, William Shakespeare, Friedrich Hölderlin, James Joyce, Robert Musil, Leonardo da Vinci, Michelangelo Buonarroti, Peter Paul Rubens, David, Kazimir Malevitch, Marcel Duchamp, Étienne-Louis Boulée, Frank Lloyd Wright, Zaha Hadid, Johann S. Bach, Ludwig V. Beethoven, Richard Wagner, John Cage, Sex Pistols, Leonard Cohen, RATM, Andreas Gursky, David LaChapelle, Edward Steichen, Margaret Bourke-White…

Estas son mis películas de siempre: 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), de Stanley Kubrick (lo más cerca que el cine ha estedo de Dios); Napoleón (Napoléon vu par Abel Gance, 1927), de Abel Gance (contiene todo lo que el arte había sido hasta entonces y todo lo que el cine nunca volvería a ser); El año pasado en Marienbad (L’Année dernière à Marienbad, 1961), de Alain Resnais (intenten igualar: mejor mise-en-scène, mejor fotografía, mayor enigma narrativo); Persona (1966), de Ingmar Bergman (en la que Bergman se superó a sí mismo superando al propio cine); Soy Cuba (1964), de Mijaíl Kalatózov (quien no lo haya visto, no debería ni siquiera coger una cámara), El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929), de Dziga Vertov (paternidad reivindicada por documentalistas, experimentalistas y videoclips: ¿suficiente, no?); Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939), de Victor Fleming (puño levantado, desespero en contraluz, épica de la supervivencia, conmovedora abnegación); El espejo (Zerkalo, 1975), de Andrei Tarkovsky (lo más cerca que el cineasta estuvo de su propia trascendencia); Meshes of the Afternoon (1943), de Maya Deren (nunca dos artes se conciliaron tan inmaculada y enigmáticamente; ¿tal vez en La Jetée (1962), de Chris Marker?), Octubre (Oktyabr, 1927), de Sergei M. Eisenstein (gloriosamente fallido: el cine perdido en su propio laberinto). En resumen: un canon de poéticas singulares y obras universales.

Estas son las películas de mi tiempo: Holy Motors (2012), de Léos Carax (donde, en una lista alternativa, podría estar Enter the Void [2009], de Gaspar Noë); El club de la lucha (Fight Club, 1999), de David Fincher (donde podría estar Réquiem por un sueño [Requiem for a Dream, 2000], de Darren Aronofsky), Blue  (1993), de Derek Jarman (donde podría estar Koyaanisqatsi [1982], de Godfrey Reggio); Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson (donde podría estar Mulholland Drive [2001], de David Lynch); Crash (1996), de David Cronenberg (donde podría estar Canino [Kynodontas, 2009], de Yorgos Lanthimos); Matrix (The Matrix, 1999), de Lana y Lilly Wachowski (donde podría estar Blade Runner [1982], de Ridley Scott); Romeo y Julieta de William Shakespeare (Romeo + Juliet, 1996), de Baz Luhrmann (donde podría estar El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante [The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover, 1989], de Peter Greenaway); El caballo de Turín (A torinói ló, 2011), de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky (donde podría estar Shirin [2008], de Abbas Kiarostami); El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008), de Christopher Nolan (donde podría estar 300 [2006], de Zack Snyder), Madre e hijo (Mat i syn, 1997), de Aleksandr Sokurov (donde podría estar Funny Games [1997], de Michael Haneke).

También podría proponerse un canon de secuencias: el inicio de Sed de mal (Touch of Evil, 1958), de Orson Welles; el final de Desfile de candilejas (Footlight Parade, 1933), de Lloyd Bacon; el inicio de Olimpia (Olympia, 1938), de Leni Riefenstahl; el final de El eclipse (L’eclisse, 1962), de Michelangelo Antonioni; el inicio de Hasta que llegó su hora (C’era una volta il West, 1968), de Sergio Leone; el final de El sexto sentido (The Sixth Sense, 1999), de M. Night Shyamalan; el inicio de El amanecer del planeta de los simios (Dawn of the Planet of the Apes, 2014), de Matt Reeves; el final de Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969), de Sam Peckinpah; el inicio de Fellini 8½ (8½, 1963), de Federico Fellini; el final de Imitación a la vida (Imitation of Life, 1959), de Douglas Sirk. O un canon de planos. O de fotogramas: todo el cine condensado en una imagen. Ralph Steiner, Vsevolod Pudovkin, Joris Ivens, Oskar Fischinger, Fernand Léger, Man Ray, Friedrich W. Murnau, Stan Brakhage, Kenneth Anger, Hollis Frampton, Artavazd Pelechian, James Benning. Russell Metty, John Alton, Vittorio Storaro, Darius Khondji, Emmanuel Lubezki, Roger Deakins…

«Grupo salvaje» («The Wild Bunch», 1969), de Sam Peckinpah

15.

¿Qué queda siempre? ¿La vida? Puede ser, pero se desvanece. Queda la obra: el último reducto, inescrutable, inexpugnable e inalienable de sentido y valor. O la idea: inagotable, irrepetible, intransigente. Mejor aún cuando queda una obra que busca la idea más allá de sí misma, asumiendo que la perfección es simultáneamente imposible e irrefutable.

Sea como sea, en todos los casos, el arte acontece cuando -y solo cuando- alguien hace mejor aquello que no sabe que está haciendo: la sublime impertinencia de toda creación, cuando la vida se convierte en otra cosa. Misteriosa. Indecible. Irreversible. Cuando, en un ínfimo momento, algo desgarra el canon. Art will tear us apart.

 

© Luís Nogueira, junio de 2024