‘Carlos’, de Assayas

La Historia según Carlos (y viceversa)

 

En una actualidad marcada por la muerte de Osama Bin Laden, sin duda el terrorista más famoso de la última década, uno se sorprende al observar cómo muchos contertulios de televisión fechan el 11 de septiembre de 2001 como «año cero» del terrorismo moderno, no solo obviando de forma descarada que el movimiento de liberación árabe -de praxis anticolonial- se reafirma en la ya lejana Guerra de Independencia de Argelia iniciada en 1954, sino que la verdadera espoleta del terrorismo en occidente -tal cual lo conocemos ahora- fue la Guerra del Sinaí dos años después, momento en el que la causa palestina empieza a reforzar el panarabismo y que, durante los siguientes años, golpearía con fuerza en las mentes de los jóvenes idealistas de izquierdas de todo el mundo, allanando el camino para que muchos de ellos acabasen tomando las armas en los tumultuosos años setenta…

En ese punto se sitúa el comienzo de la nueva película de Olivier Assayas, un cineasta consciente de que la Historia se escribe siempre desde el presente de los vencedores. Quizás por ello su propuesta revisita tan interesantes tiempos a través de la figura de uno de los terroristas más destacados de entonces, Ilich Ramírez Sánchez «Carlos», apoyándose sobre el mito que las potencias occidentales crearon de él para radiografiar los bastidores de la política internacional de la época.

Así pues, Carlos (la película) –me referiré siempre a la versión íntegra de más de cinco horas (1)– se convierte en un didáctico recorrido por la Historia del terrorismo de los años setenta y ochenta, camuflado en un biopic sobre Carlos (el terrorista), si bien este siempre se nos muestra a través de la imagen que la Historia nos ha devuelto de él. Nunca sabremos quién es realmente Ilich, ni que concepto tiene de sí mismo -más allá de alguna connotación ególatra-, si bien a lo largo del metraje se percibe una notable tensión entre lo que intuimos a través de la mirada de Assayas y lo que el propio director muestra acorde con lo que se «supone» que pasó. Este hecho pone de manifiesto las dificultades del arte representativo -y del cine en particular- a la hora de buscar la verdad histórica, por más que el relato se ciña a la realidad «oficial» de una manera fidedigna.

 

La película debe ser vista como una ficción (2)

Así rezan los títulos de inicio de Carlos, declaración de intenciones de un filme que no es casual en la filmografía de Olivier Assayas, un director con predilección por el documento histórico, esté o no ligado a un cierto periodo y tratado de una manera descriptiva o representativa, mas siempre explorado desde la ficción. La «posmodernidad» en Irma Vep (1996), drama de época en Les destinées sentimentales (2000), la dictadura a través del audiovisual en Demonlover (2002), el materialismo sentimental en Las horas del verano (L’heure d’été, 2008), el retrato sobre los jóvenes franceses de los setenta en su próximo proyecto titulado Après Mai

Para escribir el guión de Carlos junto a Dan Franck, Assayas prescindió de consultar a la mayoría de implicados; solo Hans-Joachim Klein “Angie» y Anis Naccache “Khalid” fueron contactados. Cierto es que muchos aspectos solo los pueden saber los que los vivieron en directo, mas la ambigüedad y contradicciones en las que Carlos y acólitos han caído en reiteradas ocasiones obliga al distanciamiento. Como dice el propio director, «hablamos de alguien que ha pasado la mayor parte de su vida como agente secreto (…), así que nunca ha querido exponer la verdad de sus fuentes».

Por tanto, gran parte de la ficción es inventada a partir de la documentación disponible, incluso las relaciones entre los personajes son puramente especulativas; lo único estrictamente verídico son las fechas y coordenadas extraídas de registros policiales, si bien la acumulación de datos, elementos y sucesos reconocibles es tal que resulta muy difícil discernir entre realidad y ficción. Al respecto, el verdadero Ilich ha denunciado la tergiversación de varios datos aportados como reales, por ejemplo, el ataque a la reunión de la OPEP en Viena (según él fue apoyado por Gadaffi y no por Hussein) o la supuesta traición del espía sirio que dio lugar a su captura en Jartum. En cualquier caso, Assayas se preocupa de atribuir directamente a Carlos solo aquellas acciones que están enteramente demostradas, por lo que se sirve de la elipsis, comentarios en pasado e imágenes de archivo para eludir mostrar aquellas atribuidas por él mismo o por la prensa sensacionalista. Un buen ejemplo es la escena del atentado en la cafetería parisina, en donde Carlos se atribuye el atentado (a nombre del Ejército Rojo Japonés), pero no le vemos cometerlo; si bien es cierto que le vemos preparar un atentado, no vemos si se trata de ese en concreto, ni si lo lleva a cabo con sus propias manos.

No obstante, el retrato que hace Assayas de la situación política de entonces es certero y demoledor, pues no deja títere con cabeza. Aquí está todo: los movimientos árabes de lucha armada y su relación (y diferencias) con el bloque socialista, los actores principales de la extrema izquierda de entonces, la Guerra Fría y el mundo como su teatro, la institucionalización del terrorismo de estado, la trastienda de las relaciones oriente-occidente, las contradicciones del idealismo puesto en práctica, el desgaste de la revolución y el fracaso de la utopía ante el empuje del capitalismo y la posterior globalización…

Una de las reflexiones en las que más incide el filme es en la utilización del terrorismo para hacer política. De hecho, el devenir de Carlos cambia por completo cuando acepta llevar a cabo el asalto a la reunión de la OPEP; en ese momento su grupo se convierte en instrumento de la geopolítica, pues aunque Carlos encuentra motivos ideológicos para llevarla a cabo no es menos cierto que los que la financian buscan otra clase de réditos. Antológico es el final de esa larga acción, en concreto el momento en el que los asaltantes no tienen dónde aterrizar un avión plagado de rehenes: el combustible se agota y la tensión a bordo aumenta, todo ello mientras los países que niegan su aterrizaje negocian en el backstage la resolución al conflicto más provechosa para ellos. En ese escenario, el asesinato político de un ministro saudita puede derivar, previo pago, en una liberación que tenga el pretexto de servir para sufragar los costes de la lucha internacionalista. «Somos revolucionarios, no mártires», se excusa Carlos ante sus compañeros, a sabiendas de que no aceptar el trato supondría su muerte, consciente además del valor del símbolo que ha empezado a encarnar y que le aleja del concepto de “terrorista anónimo”, aquel que acepta inmolarse como signo último de la legitimidad de su causa.

He aquí que la otra gran cuestión planteada en el filme nace también durante el citado asalto, pues asistimos al nacimiento de la leyenda de Carlos. De hecho, él es tan consciente de lo sonada que será esa acción que, para su «presentación» ante los medios, decide posar con una cuidada estética a lo Che Guevara. Así se inicia una continua reflexión sobre cómo el terrorismo necesita de la popularidad para ser efectivo, pues al fin y al cabo ninguna acción terrorista tiene sentido si no hay una reivindicación de la misma y esta está ligada a una causa bien definida, así que la necesidad de salir en los medios de comunicación es algo endémico en ella. El ejemplo definitivo sería la escena del intento de atentado contra un avión de la compañía israelí El Al, lanzando un misil que por error impacta sobre una nave yugoslava; cuando Carlos llama a un diario para reivindicar el atentado le aseguran que este ya se lo ha adjudicado una facción de separatistas croatas.

Por tanto, existe una equivalencia entre el prestigio adquirido a través de los medios de comunicación –mejor cuanto más espectacular sea la acción, muchas veces sin importar siquiera el resultado- y el valor simbólico de dicha acción con respecto a la causa y como recompensa para los financiadores de la misma. Esa necesidad de protagonismo queda muy bien reflejada en el personaje de Carlos, aunque en su caso muchas veces es mostrado de una manera que nos hace difícil saber dónde acaba la estrategia política y dónde empieza la egolatría.

Es innegable que Carlos fue un personaje encumbrado por la prensa. Fueron ellos los que hicieron de él un prototipo del terrorista de entonces. Un personaje de folletín del que se acabó escribiendo a gusto del consumidor. En resumidas cuentas, Carlos se erigió en una especie de superestrella del terrorismo, un hecho que no solo traicionaba en parte su causa, sino que le obligaba a cumplir con la «entrega periódica» de nuevas hazañas, al menos hasta que los tiempos cambiaron; la Perestroika y la Glasnost vieron caer el Muro y el que fuera rockstar vivió la amargura del declive.

En este sentido, Assayas traza un continuo paralelismo entre la vida del terrorista que Carlos representa y la de los artífices de la coetánea revolución musical que representó la irrupción del punkrock y el new wave, a través de una banda sonora que incluye temas de grupos como The Feelies (3)Wire, The Deadboys o New Order; de este último utiliza el sugestivo tema Dreams Never End (1981) a modo de leitmotiv del personaje. Sin duda Assayas ve a Carlos como unapunkstar y pone en su boca frases como: “La única cosa de la que estoy seguro es que voy a ser asesinado”, expresadas de tal forma que devienen trasunto de la célebre proclama de The Who “I hope I die before I get old” (My Generation, 1965). Cabe destacar que la utilización de estos temas es anacrónica en muchas ocasiones (un ejemplo es que el citado tema deNew Order se escucha desde los comienzos del filme, casi una década antes de su publicación) y que en más de una ocasión conjuga fuera de tono dentro de la pretendida austeridad y rigor con el que se narran los hechos, por lo que en este caso su inclusión se justifica desde un punto de vista (casi) exclusivamente reflexivo.

Volviendo a la Historia, es en el último tercio de la película, antes de la retirada forzosa de Ilich a Siria y posteriormente a Jordania y Sudán, cuando Assayas más se centra en retratar el terrorismo “más allá de Carlos”, dando protagonismo a actores clave de ese momento; desde terroristas como Johannes Weinrich a activistas como el célebre abogado Jacques Vergès u organizaciones como la RAF, RZ o ETA, pasando por la trastienda de países como la RDA o Hungría y sus relaciones con la KGB. En algunos de estos momentos Carlos desaparece del relato, sobre todo durante el desarrollo del personaje de su mujer Magdalena Kopp. Toda esta parte, tratada como un resumen documental de lo sucedido, adolece de una falta de acción que supla la ausencia de progresión del personaje principal, si bien su interés es altísimo desde un punto de vista puramente histórico. Probablemente la mayor pega de este bloque es que nos transmite la sensación de que, durante estos años, la praxis terrorista se limitó a hacer reuniones en distintas partes del mundo, dándoles una imagen de businessman que van de un sitio a otro con maletines y trajes a medida sin hacer ninguna acción concreta. Esto hace que, en última instancia, resulten aún más “naíf” las maneras en las que Kopp o Weinrich son detenidos por las autoridades.

Transcurrida esta parte, la película desemboca en el declive y posterior ocaso de Carlos, también de una era cuya muerte se certifica en el montage en el que Assayas nos muestra los cambios sociales que conlleva la caída en 1989 del “Muro de Protección Antifascista” (“El Muro de la Vergüenza”, según occidente) y la posterior disolución del bloque socialista. Recluido en Siria desde 1985 después de ser abandonado por sus aliados, Carlos “deja de ser noticia”; su anacronismo en el nuevo juego político internacional ya se dejaba entrever en una escena anterior en la que, estando en París, su relación de contactos y lugares francos ya había quedado obsoleta.

A partir de ahí Assayas incide en retratar un Carlos que, con un punto de patetismo, se resiste a aceptar la realidad, mostrando de una manera quizás algo esquemática los episodios clave que preceden a su secuestro en Jartum. A la postre, no puede haber nada más humillante para un “guerrero” que ser capturado mientras duerme un postoperatorio, habiendo sido traicionado por su propia gente. Aun así, lejos de verse como un castigo a su conducta vital o como un acto de justicia moral, la cámara del director le retrata como una víctima más del terrorismo de estado.

“Está usted detenido, está usted en territorio francés” (4), le dice con ironía el agente francés en cuanto el avión en el que viaja secuestrado traspasa la frontera francesa, arrebatándole su libertad y el último plano de la película –es una vista subjetiva de Carlos-, al igual que arrebataron la vida a su antecesor al comienzo de la misma. El círculo se cierra y una nueva era de terrorismo está en ciernes, esta vez con la incipiente globalización como escenario. Como dice Pablo Gamba:“La política puede hacer con los revolucionarios como el capitalista con los obreros; los exprime y los bota”. Esta es lalección última que Assayas extrae de la Historia.

 

La postura del director

Que Carlos tenga pretensiones historicistas no significa que Assayas se tenga que mantener objetivo en todo momento y, de hecho, en ciertos momentos, se percibe que el personaje de Carlos le atrae desde la visión romántica de la revolución, un compromiso político y ético ligado a una praxis que para muchos izquierdistas de la época fue la única posibilidad real de cambio social. También desde la nostalgia de unos tiempos en los que la sociedad era muy consciente de la lucha de los pobres y oprimidos contra el capitalismo imperialista, en donde los referentes eran cercanos y uno podía proyectarse en ellos de algún modo, revisitados ahora desde una actualidad en la que el paradigma revolucionario de Oriente contra Occidente, para más inri con el Islam como motivador de las masas, no solo nos dificulta su comprensión sino que nos pone directamente en el punto de mira. Mas quede claro que el director galo no concibe en ningún momento la apología del terrorismo, por más que la gelidez emocional y el formato thriller eviten emitir juicios de valor en momentos como los atentados a civiles en el banco Hapoalm; en momentos como el atentado «al método argelino» en la cafetería parisina, la tragedia queda bien patente en las imágenes de archivo mostradas.

Como decía, a su voluntad objetivista de no demonizar a ningún personaje -actitud por sí misma valiente en estos tiempos que corren- y a su esfuerzo por excluir el moralismo sensiblero tan habitual en filmes de esta temática, se suman varios aspectos que me parecen definitorios de su visión personal de lo retratado:

1). En la primera parte del filme, que da inicio en 1973 a la actividad de Carlos para Wadie Haddad al servicio de la PFLP, se nos enseña el terrorismo como respuesta a agresiones previas. De hecho, su inicio sienta cátedra al respecto; la primera escena, en la que el Mossad acomete la «primera sangre» del relato y asesina al activista pro-palestino Mohamed Boudia, secundada por imágenes de archivo que documentan esa habitual práctica de los servicios de inteligencia israelíes, precede a la primera aparición de Carlos bajando de un avión, en una asociación de ideas que no solo contextualiza el internacionalismo (París-Beirut), sino que refuerza el sentido de la causa-efecto.

Otro ejemplo es la escena del intento de asesinato de Joseph Edward Sieff, pues acto seguido se nos informa, a través de un testimonio de archivo de Abou Shariff, que Sieff era responsable directo de la muerte de mujeres y niños palestinos.

Aunque Assayas no diga que esté de acuerdo con las acciones terroristas, cuanto menos indica que estas tienen un motivo, ya sea el ajusticiamiento o como reacción a una agresión previa. Otro ejemplo sería el asesinato del informante Michel Moukharbal “André”, pues justo antes de ser asesinado por Carlos se delata claramente (quizás de manera algo forzada) como traidor a la causa.

2) En las otras dos partes del filme el espectador se cuestiona cada vez más los verdaderos fines de sus acciones, al ser estas auspiciadas por países con claros intereses económicos. Por contra, Carlos asegura que la acción en sí la hace por la causa y que en el fondo le da igual si un tercero sale claramente beneficiado de ella, aunque ante la duda siempre elija al mejor postor. Con esto, la ambigüedad de la sicología de Carlos se convierte en la ambigüedad del punto de vista del director, alternando la etiqueta de mercenario ejecutor con la de ideólogo que se aprovecha de las maquinaciones políticas de sus financiadores para luchar por «la causa». A colación de esto recuerdo la escena en la que Carlos es entrevistado por el periodista Assem Al-Joundi, en la que inicialmente se excusa diciendo que todo lo hace “para ayudar económicamente a su familia” y luego, opinando elocuentemente sobre lo férreo de su ideología -como en anteriores ocasiones, Carlos es retratado aquí como prototipo de superhombre nietzscheano-, especifica: “No hay diferencia entre las superpotencias, ya sean capitalistas o marxistas. La única lucha que importa es la de los oprimidos contra los imperialistas”.

Incluso en su faceta de traficante de armas nunca queda claro si lo hace por negocio, para ayudar al resto de camaradas, o ambas cosas, como la escena en la que Carlos vende armas a un etarra y le plantea a este unirse a la lucha internacionalistacomo «única solución en la lucha contra el imperialismo».

3) En la recta final del filme se nos muestra la faceta menos heroica del personaje, si bien en determinados momentos el tono es más amable con Carlos de lo que este merece. Con esto no me refiero a que el supuesto patetismo de su última etapa quede retratado como la certera muestra de la decadencia física y sicológica de alguien que, habiéndose sentido un superhombre, ahora no tiene más remedio que permanecer escondido y dependiente de otros, sino que Assayas elude algún aspecto tan recriminable como su tristemente famosa afición por el maltrato doméstico. De hecho, en última instancia, el filme da a entender que su mujer le abandona porque no aguanta la situación en la que está criando al hijo de ambos, motivo de la depresión que sufre desde hace ya tiempo y que, en cierta manera, se muestra como motivador del distanciamiento de Carlos y su posterior infidelidad con la que luego será su nueva compañera sentimental.

4) Más allá de los actos violentos, Assayas nos habla de una época en la que los activistas mantenían el pulso a todopoderosos estados. Este hecho, que es una realidad objetiva, es percibida en el filme como algo extraordinario y evoca una nostalgia que se nutre de su comparación con los tiempos que nos han tocado vivir, regidos por la dictadura del capital-estado. El momento que definitivamente refuerza esta visión es el montage de la caída del Muro, pues un servidor nunca antes había visto un filme occidental en el que este hecho se percibiera como una derrota, el final de una época-sueño; “La guerra ha acabado, nosotros hemos perdido”, asevera con pesadumbre un diálogo que escuchamos momentos después.

5) El respeto de Assayas por el personaje real queda muy patente en el hecho de que en ningún momento del filme se alude a su peyorativo apodo «El Chacal» (5), hecho realmente notable teniendo en cuenta la duración del metraje y el peso que dicho apodo tiene en su mitificación en occidente. En cambio sí que explica el porqué de su nombre en clave «Carlos» (6).

Más allá de todo lo dicho, la visión de Assayas se ciñe generalmente al objetivismo, tratando reflexiones universales que, puestas en boca de Carlos o personajes como “Angie”, plantean temas como la dicotomía filosófica entre acción violenta, acción pacífica y “revolución de salón”; la esencial diferencia entre las posturas antisionistas (política) y antisemitas (racismo); las pugnas y traiciones entre países árabes que, a priori, deberían de estar unidos por la misma causa; la economía como elemento de traición de la ideología; o una intermitente visión de la ingenuidad de la utopía revolucionaria, en la que la reclusión impuesta por el anonimato imposibilita a veces mantener una visión actualizada del mundo.

En terrenos más ambiguos (por hermética) se sitúa la sicología que imprime a los personajes, si bien solo vale la pena analizar a Carlos ya que el resto de roles, aun parte importante de la historia, no transcienden su condición de “pieza del puzle” y se nos presentan de manera esquemática. Assayas nos muestra a Carlos desde la frialdad, ya sea en momentos íntimos o violentos, retratando a una persona que acusa una total falta de empatía hacía sus semejantes e incluso hacia sí mismo, quizás en un intento de no verse afectado por los avatares de su actividad terrorista. Esto le hace vivir la vida desde su personaje, quitando de la ecuación al verdadero Ilich, alter ego del que no sabemos casi nada sobre sus inicios o su formación ideológica y que solo aflora en los momentos en los que ve peligrar su protagonismo en la Historia.

El Carlos de Assayas nunca duda de sí mismo, ni se cuestiona su ética; todo lo justifica en la convicción de sus actos por más que en algún momento, muy pocos en realidad, admite la existencia de intereses personales. Calculador y determinado, mas también visceral e impulsivo, su palpable necesidad emocional -tanto de afecto como de prestigio- contrasta con su individualismo y su autocrático trato del prójimo como instrumento por y para la revolución, exigiéndose a sí mismo el máximo compromiso mientras, por ejemplo, desprecia desde el machismo una mayor aportación de sus camaradas femeninas. “Soy el jefe y se hará lo que yo diga”, dice en un determinado momento cuando previamente había presumido de que consultaría el asunto con su equipo y lo resolverían de manera democrática.

Su erótica del poder está muy bien reflejada en el filme, por ejemplo a través de su activo comportamiento sexual, aprovechándose de su carisma y potencia para gozar de cuanta fémina se le ponga a tiro; también de la violencia y el sometimiento, en claro paralelismo con su praxis terrorista. Mujeres y armas parecen excitarle por igual; también el reflejo de su cuerpo desnudo horas después de acometer un atentado; eros y tánatos, placer y revolución. Un ejemplo es la escena en la que conoce a Kopp, su futura esposa: después de hablar sobre armas, Carlos le explica la necesidad de dedicarse a la causa a través de la “disciplina revolucionaria”, iniciación ideológica que culmina con la inevitable entrega de su cuerpo.

Carlos va moldeándose a lo largo del relato, ajustando su ética a la imagen que proyecta (y viceversa). En palabras del director, “el filme muestra la forma en la que se pasa del idealismo a la ideología, de la ideología al pragmatismo y del pragmatismo al cinismo”. En cualquier caso su personalidad queda envuelta en el misterio, sin ser un panegírico del personaje pero dándole ciertas connotaciones de personaje “elevado”. Al final, si algo queda claro de las divergentes fuerzas que durante el filme moldean nuestra percepción de las motivaciones de Carlos, es que este ha sido uno de los radicales más incomprendidos del siglo XX, por tergiversado y deliberadamente ambiguo. Asesino y héroe, ejecutor e ideólogo, ególatra y abnegado entregado a la causa, todo tiene cabida en un personaje que, en cierto momento, diserta sobre la figura de T. E. Lawrence (Lawrence de Arabia); la intención de Assayas en este punto no puede ser más clara.

 

¿Cine o televisión?

Salgamos de dudas: Carlos es un ejemplar largometraje franco-alemán de más de cinco horas de duración. Cierto es que se produjo con vistas a su exhibición televisiva en tres partes, mas visto el resultado queda claro que Assayas y su equipo la contemplan como una película cinematográfica integral. No en vano está rodada en celuloide, con localizaciones en nueves países y diálogos en siete idiomas, con un presupuesto total de trece millones de euros que posibilita recrear las décadas de los setenta y ochenta con un palpable verismo. Trescientas páginas de guión, cien días de rodaje, más de cien actores…

El director galo no se limita a convenciones televisivas y es así como dota al relato de una puesta en escena elegante y de corte realista, a través de una fotografía tan magistral como sobria y que aprovecha al máximo las posibilidades del scope(formato antitelevisivo por excelencia); también moviendo la cámara con rigor y al ritmo que exige cada uno de los muy distintos momentos que alberga el metraje: introspección, violencia, sexo, acción y profusos diálogos, alternando géneros entre el thriller de espionaje, el drama y la ficción documental. Su control del encuadre, la narración y el montaje se hace evidente en momentos tan cinemáticos como el tiroteo de la calle Toullier o la impresionante set-piece -de casi una hora de duración- del asalto a la reunión de la OPEP en Viena (7), en donde Assayas hace malabares al alternar momentos de estudiada calma con otros en los que, sin previo aviso, estalla la violencia más realista y descarnada.

Su compromiso con el realismo, reforzado por la utilización de buena cantidad de imágenes de archivo, llega al punto de narrar las acciones terroristas sin un ápice de épica, mostrando incluso flagrantes equivocaciones tácticas e imperdonables errores humanos que nada tienen que ver con la imagen hiperbólica que, sobre su profesionalidad, ha tendido a dar el cine de acción. Este hecho, junto a sus connotaciones históricas, políticas y sociales hacen que Carlos entronque con una moderna corriente de películas entre las que se incluyen el conseguido díptico sobre Ernesto Guevara realizado por Steven Soderbergh en Che, el argentino y Che: Guerrilla (Che, 2008), la magistral Munich (Steven Spielberg, 2005) o la voluntariosa RAF: Facción del Ejército Rojo (The Baader Meinhof Complex, Uli Edel, 2008). En ellas, se combina el cine de acción con el retrato de una época o unos hechos históricos, siempre con la política como telón de fondo. Sin duda Carlos es la producción más ambiciosa de todas ellas a nivel historicista, si bien en acabado técnico, capacidad emocional, virtuosismo narrativo y calado reflexivo queda claramente por detrás de la obra maestra de Spielberg, mas por delante del resto.

Mención aparte merece Édgar Ramírez, actor que para dar vida a Carlos no solo aporta sus conocimientos de idiomas, sino su esfuerzo por ajustarse físicamente a todos los estadios del personaje. Sin duda, su arrebatadora interpretación física y su matizada contención dramática aportan a la película justo lo que esta necesita. Quizás su identificación con Ilich Ramírez es bastante menor que, por ejemplo, la que consiguió Benicio del Toro con el Ernesto Guevara del citado filme de Soderbergh, mas es cierto que viene como anillo al dedo para la ambigüedad que Assayas imprime al retrato del terrorista venezolano. Una de las mejores actuaciones “televisivas” que se han visto en los últimos años (8).

En resumidas cuentas, la dicotomía cine/televisión, fuente de discusiones por parte de defensores y detractores de ambas vías de exhibición, ha dado a la postre una obra de indisoluble pertenencia a ambas. Sin duda, estamos ante la producción para televisión más ambiciosa y mejor lograda de cuantas se han producido en Europa, además de una de las mejores películas que se han visto últimamente (9), una patada directa al estómago de muchos realizadores de televisión que, reconvertidos en directores de cine, imponen como cinematográfica una narración y puesta en escena que en nada aprovechan las tremendas posibilidades del formato.

 

(1) Pese a que algunos países han estrenado en cines la versión íntegra (Alemania, EEUU o Reino Unido), la mayoría han contado con una versión reducida, un mero resumen que adolece de algunas escenas y diálogos esquemáticos, disonancias rítmicas demasiado apreciables y algún que otro momento -sobre todo en la recta final- de anodino e incluso confuso desarrollo.

(2) Assayas admite que durante la escritura del guión tuvo siempre en mente las novelas El agente secreto (The Secret Agent,Joseph Conrad, 1907) y Los demonios (The Possessed, Fiodor Dostoyevsky, 1872), dos obras que le ayudaron a definir su actitud hacia el terrorismo.

(3) El director galo quería contar con The Feelies para toda la banda sonora, pero estos se sintieron incómodos con el hecho de que sus temas se asociaran con un reconocido terrorista. Al final se incluyó un tema en el filme, en un momento sin connotaciones especialmente agresivas.

(4) El Derecho Internacional deja bien claro que la detención de Carlos fue ilegal y, según esta, Ilich Ramírez debería ser puesto en libertad. Su cautiverio forzado sigue siendo posible gracias a la connivencia de la comunidad occidental, si bien ha habido países que han expresado claramente su postura de apoyo hacia el reo. Por ejemplo, el presidente venezolano Hugo Chávez declaró en 2009 a su favor e incluso fue más lejos al aseverar que “Ramírez no era un terrorista sino un luchador revolucionario”.

(5) La prensa le asignó el seudónimo «El Chacal» después de que fuera encontrada entre sus pertenencias la novela El día del Chacal(The Day of the Jackal, Frederick Forsyth, 1971), en la que se retrataba a un asesino contratado para matar a Charles de Gaulle.

(6) El filme pone en boca de Ilich que «Carlos» se debe a Carlos Andrés Pérez, presidente venezolano que impulsó la «Ley de Nacionalización de la Industria Petrolera». También existe la versión de que fue Wadih Haddad quién le confirió ese seudónimo por ser un nombre hispano proveniente del árabe “Khalil”.

(7) El verismo es tal que Assayas rodó la escena en un decorado que era la réplica exacta de la sala en donde sucedieron los hechos.

(8) Édgar Ramírez recibió por este trabajo el Premio César al Mejor Actor Revelación, sumado a la candidatura en los Globo de Oro de 2011, en la misma categoría.

(9) Globo de Oro a la Mejor Miniserie y Premio al Mejor Montaje en los Premios de la Academia Europea.