Pandora y el holandés errante / India Song

La Sonata de Vinteuil

 


Hace un tiempo pensaba que la única manera de acercarse a la historia del cine desde las imágenes pasaba por seguir el ejemplo de Jean–Luc Godard y sus Historie(s) du Cinéma (1998). El impacto de la summa godardiana en mi concepción cinematográfica había sido tan tremendo que me duró unos cuantos años y supongo que, de una forma u otra, aún sigue presente en mi pensamiento (y en mis sueños). Me parecía que todas las imágenes del mundo estaban ya hechas y todo consistía en hacer un uso correcto del détournement. Recuerdo leer mucho a Debord por aquel entonces y entender lo justo, supongo, o entender aquello que necesitaba entender. Al final no hacemos más que buscarnos a nosotros mismos en aquello que vemos o leemos. También en lo que escribimos.

Ahora no sabría explicar en qué consiste la relación que establecí en mi cabeza entre Pandora y el holandés errante (Pandora and the Flying Dutchman, Albert Lewin, 1951) e India Song (Marguerite Duras, 1975). Puede que no se tratase más que de una idea cazada al vuelo, una intuición, un movimiento involuntario de la memoria, y las primeras notas de How Am I To Know, la canción que canta Ava Gardner al piano en el filme de Lewin, me hicieran recordar la fantástica melodía de Carlo d’Alessio utilizada de manera recurrente en la película de Duras. Así escrito parece bastante sencillo y coherente. Explicarlo de verdad, si supiera hacerlo, podría costar siete tomos.

Las dos obras están atravesadas por la presencia de una mujer misteriosa, bella y profundamente insatisfecha. Una mujer exiliada, fuera de lugar, rodeada de hombres asimismo perdidos, algunos de los cuales incluso la han seguido desde otro tiempo y lugar. Las dos películas son una fiesta perpetua, diría yo, aunque una fiesta plagada de personajes melancólicos. La acción es lo de menos, en ninguna de ellas sucede realmente gran cosa. Las horas pasan con una lentitud extraordinaria y el bochorno ralentiza las acciones y reduce los momentos fértiles del día. Resulta evidente que los aristócratas y los hombres de mundo no han nacido para trabajar.

La obra de Marguerite Duras es bien conocida. Relacionada de manera tangencial con el Nouveau Roman, sus películas dedican una especial atención a los cuerpos y a la sensualidad. Esto las aleja mucho, por ejemplo, de las de Alain Robbe-Grillet, uno de los padres de aquel movimiento literario y también cineasta. De Duras es el guión de Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1959), una historia de amor con fantasma del pasado incluido que contrasta con la frialdad y el eterno presente de El año pasado en Marienbad (L’Année dernière à Marienbad, Alain Resnais, 1961), cuyo guión pertenece a Robbe-Grillet. Mientras este ultimo rechazaba cualquier tipo de convención psicológica, la directora y escritora francesa dejaba entrever siempre una posibilidad de comprensión, quizás no tanto de las motivaciones de los personajes como de los personajes mismos.

Albert Lewin, en cambio, es un director que permanece semi olvidado. Autor de un puñado de buenas (en ocasiones extraordinarias) películas, casi siempre producidas por él mismo —en los estudios no debían entusiasmarse cuando le escuchaban hablar de sus proyectos—, su obra destila un acercamiento intelectual y con cierto aire decadentista a las relaciones humanas, palpable ya en la elección de sus temas: la leyenda del holandés errante en Pandora, las adaptaciones de Wilde o de Maupassant… Ubicado en territorio de nadie (guionista en el periodo silente, productor durante el primer sonoro, director de rarezas), sus obras parecen destinadas a vagar sin rumbo y a fondear solo de vez en cuando.

Asumida aquella forma de historiografía, ahora me parece que las imágenes, cinematográficas o no, han abandonado las tierras de Occidente en las que tan ingenuamente las ubiqué una vez. Ya no existe más esa especie de cementerio de imágenes situado al oeste del Nilo, donde permanecen dormidas, esperando a que alguien acuda a despertarlas cada cierto tiempo. El río se ha desdibujado y cambia de recorrido constantemente, en función de las crecidas y las estaciones secas. La orilla modifica su ubicación de forma permanente; el este crece y crece a pasos agigantados, y deviene un montón de territorio virgen por explorar. Cuando no quede ninguna historia que contar, aún podremos contar una historia de amor.