I’m Not There

Artificio pop

Todd Haynes, director de otras películas relacionadas con el mundo de la música como Velvet Goldmine (1998) o Superstar: The Karen Carpenter Story (1987), firma este atípico biopic inspirándose, como indican los créditos, en “the music and many lives of Bob Dylan”. Se trata aquí de abordar el mito introduciéndolo en el cuerpo de otro(s) mito(s), alimentándolo y negándolo al mismo tiempo. La imposiblidad del relato; como si quisiese alcanzar “la Verdad de Dylan” a través de una ficción lo más pura y descarada posible, en oposición a otros experimentos anteriores como No Direction Home (Martin Scorsese, 2005) o Don’t Look Back (D. A. Pennebaker, 1967).

Los créditos iniciales ya anticipan la idea de puzzle infinito, las tres palabras del título ofrecen cierta resistencia a aparecer juntas, como si gozasen de vida propia. El nombre de un actor muta en el del siguiente, así hasta completar los de las seis diferentes reencarnaciones. Y a partir de aquí comienza el viaje, explicitado por las imágenes documentales del metro, los travellings horizontales y la subida al tren en marcha del primer protagonista. También esta idea de la velocidad está presente a lo largo de todo el film. Trenes, motos y limusinas. Un constante movimiento necesario para ser capaces de soportar el peso de la fama, el peso del mundo.

Pero no solo los períodos o las diferentes reencarnaciones se entremezclan entre sí, sino que además, las acciones están fragmentadas; incluso el sexo se nos presenta fragmentado. Planos cortos que llegan a componer un rompecabezas imposible de armar. La causa onírica no está siempre justificada. Ni falta que hace. Digresiones que colman este collage-pop empeñado en la recreación estética (y de estéticas). Con imágenes documentales, sí, pero también con otras que emulan ese mismo acabado pero que al ensamblarse con las primeras, indudablemente, se delatan a sí mismas.

No se trata entonces de un biopic al uso. Aquí el artificio es revelado casi con afán juguetón. No solo por la ingente cantidad de citas textuales a la vida y obra de Dylan, lo cual es lógico, sino por la intertextualidad que abraza el film. Desde las versiones de artistas contemporáneos (Tom Verlaine de Television, Yo la tengo, Calexico, Antony & the Johnsons, etc.) de las canciones de Dylan hasta la reelaboración de portadas de discos, documentos gráficos y cartelería relacionados con el artista. La reinvención continua se hace así patente en la película, necesaria cuando se trata de alguien con tantas caras, tantas etapas y en constante evolución. También hay una secuencia-homenaje a Ocho y medio (Otto e mezzo, Federico Fellini, 1963) durante la estancia de Dylan en Londres: el artista atormentado por la presión de las múltiples personalidades que dirigen su vida solo que, en este caso, esa identidad poliédrica está dentro de uno mismo.

Incluso hay lugar para la autoreferencialidad, incluyendo como actriz a Kim Gordon, integrante de la banda Sonic Youth, con quienes Todd Haynes había grabado ya un videoclip de su álbum Goo en 1990 y que ya aparecía también en el otro gran biopic de los últimos años, Last Days (Gus Van Sant, 2005). O introduciendo al personaje del Dylan-Rimbaud en la película, influencia clave en el artista, de acuerdo, pero también presente en el cortometraje de Haynes Assassins: A Film Concerning Rimbaud (1985).

 

El último personaje se sube al tren: al principio era el niño, ahora el cuerpo viejo y agotado de Richard Gere. La película al fin termina como una especie de relato circular, imposible de cerrar (de nuevo la imposibilidad), que vuelve al punto de partida: el hobo, personaje mítico de la historia de Estados Unidos, siempre en movimiento, de tren en tren, en eterna migración. Llegamos entonces al único final posible, la aparición en escena del auténtico Dylan. Pero Dylan en concierto, tocando la armónica. La palabra le ha sido arrebatada. Los otros hablan por él.