La peli que habito (I)

Me quedaría a vivir en…

 

La partida (Le départ, Jerzy Skolimowski, 1967)

Adrian Martin

 

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En su autobiografía What’s Welsh for Zen?, John Cale escribe sobre un período salvaje de su vida: “Era algo cercano al cine. Una realidad vicaria, inestable”. Para mí, la realidad vicaria e inestable del cine se concentra en La partida de Jerzy Skolimowski. Nada se acerca a su intensidad: la velocidad (de los coches), la música (de Komeda), la gesticulación desenfrenada (de un Jean-Pierre Léaud más loco que nunca), la manera de renovar constantemente la naturaleza juguetona, improvisatoria y fantaseadora de todo lo que sucede. Pero yo no vivo dentro de la película, no quiero ser un sujeto imaginario que camina por su mundo ficticio; yo vivo en la película, en sus texturas fílmicas, en las fisuras de sus cortes, a caballo de su música. Skolimowski nos sumerge en una fantasía pura y anárquica, impulsada por el cine; y también en el brusco límite de esta fantasía. Cuando el desinhibido héroe alcanza, por fin, su liberación emocional, cuando cambia su adorado coche-objeto por una chica real, de carne y hueso, con la que incluso mantiene relaciones sexuales, todo se derrumba. Al abrirse paso, se abre también una grieta. El filme se desgarra y se quema; y yo, en su interior, ardo con él.

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Texto original © Adrian Martin, julio 2014 /

Traducción al español © Cristina Álvarez López, julio 2014

 

 

Friday Night Lights (creador: Peter Berg, 2006-2011)

Óscar Brox

 

Durante muchos meses, el vuelo bajo de las gaviotas en dirección al mar me ha hecho sacar la cabeza por la ventana y capturar los últimos instantes de la tarde. Como no tengo cámara de fotos, me limito a juntar los dedos para formar un primitivo plano con las manos y almacenar cada puesta de sol en mi memoria. Aquella luz, aquel sonido, aquel viento que me eriza la piel ya sea invierno o verano, me recuerda lo importante que es el paisaje que nos cobija mientras crecemos; que escucha nuestras confidencias y alienta nuestras quimeras vitales. Desde que vi la primera puesta de sol sentado en la parte trasera de una camioneta, con una cerveza templada al lado y con la mano como visera, no dejo de pensar en Dillon. Aquel pueblo ficticio de Texas en el que se desarrolla la historia de Friday Night Lights representa ese paisaje de la memoria más tierna, de los primeros recuerdos, en el que se forjan las amistades, los amores, las decepciones y los saltos vitales. En el que corremos la línea de yardas del campo de entrenamiento como si nos fuera la vida en ello, en el que las canteras y las zonas de prospección sirven de refugio o de confesionario. Esa puesta de sol, que tantas veces intento atrapar entre mis manos, me recuerda la inolvidable emoción que desprende el paisaje de Dillon y la intensidad con la que intento evocarlo cada vez que me preguntan dónde me quedaría a vivir.

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© Óscar Brox, julio 2014

 

 

Manhattan (Woody Allen, 1977)

Faustino Sánchez

 

[la voz del autor se infiltra como un nuevo personaje dentro de la trama conocida]

 

© Faustino Sánchez, julio 2014

 

 

La vida útil (Federico Veiroj, 2010)

Roger Koza

 

La fantasía es recurrente: el cinéfilo puede confundir lo que ve con lo real. El cinéfilo tendría el deslucido deseo de que unas manos invisibles lo apresen y lo arrojen de lo real a lo fantástico, en un tránsito desde este mundo a un universo pletórico de fantasmas materiales condenados por la ley de la repetición. En el fondo, me doy cuenta, quisiera exactamente que se diera la operación opuesta. Más que irme a vivir a una película, me gustaría que las películas invadieran la materia de mis días. En La vida útil, de Federico Veiroj, algo de esto sucedía en el desenlace. El empleado de la cinemateca quedaba en la calle y, como si fuera una antena, sintonizaba con el universo sonoro de los westerns y las películas de guerra. Elijo entonces los últimos minutos de esa película. Me gustaría ver los peces del estanque, ir a la peluquería y bailar subiendo las escaleras para después encontrarme con mi enamorada. Podría vivir en blanco y negro hasta pudrirme, ya que la ontología sonora de La vida útil lo compensaría. Todo el cine vibrando en mis oídos, y desde el tímpano se proyectaría la memoria completa de una cinemateca. El oído en primera fila.

 
 

© Roger Koza, septiembre 2014

 

 

There’s no place like home

Roberto Amaba

 

Renuncio a vivir en una película. Ni siquiera de forma lúdica o simbólica. No quiero buscar el paraíso perdido. Me niego a cruzar el umbral de la pantalla. Prefiero el sepia al Technicolor. Soy Dorothy de vuelta en Kansas.

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Entre mis parafilias no se encuentra la de profanar la intimidad del tocador. Acabo de decir que soy Dorothy, no Norman Bates; mucho menos Acteón. Desde los orígenes, desde Méliès y los filmes de keyhole, el cine fue una mujer en el baño. De ahí que disfrute cuando el azorado carabinero busca un punto de vista milagroso —y por lo tanto inexistente— que colme su deseo. De ahí que me sienta cómodo cuando el irónico pudor de Keaton y Cline ciega el camino hacia la bañera de Sybil Seely.

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Pobre de aquel que no sepa o no quiera convertir esa frustración en motivo de conocimiento. En cualquier caso, urge reconocer y recomponer los desechos ignorados por el clivaje cinéfilo. Explorar la taiga —del texto— que se extiende entre el placer y el goce, la consolación y la agonía. Todo a este lado de la valla.

 

© Roberto Amaba, agosto 2014

 

 

Regreso al futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985)

Covadonga G. Lahera

 

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Sé que “tener información del futuro puede ser peligroso” y también sé que viajar al pasado, aunque sea por equivocación (como en Regreso al futuro), puede resultar algo obsceno y alterar el curso de los acontecimientos de manera radical hasta el extremo de hacer peligrar la venida al mundo de uno mismo.Pero si pudiera, tendría como colega al inventor Doc Emmet Brown y me subiría al Delorean recién reconvertido en máquina del tiempo para ponerlo a 140 km/h. Asumiría los riesgos que implicaría aterrizar treinta años antes, en un Hill Valley fifties para contemplar cómo mi madre no puede resistirse a mis encantos antes de fijarse en mi padre y también tendría que aceptar que ella me llamara Levi Strauss por no poderle revelar que, como ella, me apellido McFly. También es cierto que me expondría a desaparecer de todas las fotografías, aunque también la química y el paso del tiempo las deterioran. Y tantos riesgos, ¿para qué?

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En noviembre de 1955 —el tiempo de destino de Marty McFly en la primera entrega de la trilogía de Zemeckis—, hacía dos meses que mi madre se iba gestando en el vientre de mi abuela mientras que mi padre ya llevaba diez años en el planeta Tierra. Si pudiera viajar hasta allí, ataría unos cuantos cabos sueltos, completaría un relato que siento incompleto y trataría de comprender mejor a mis progenitores y el “milagro de que yo haya nacido”. Supondría vivir algo que desde aquí no puedo… Una vez saciada esa sed de conocimiento prebiográfico, hazaña en monopatín e interpretación del Johnny B. Goode mediantes, regresaría al futuro como si nada hubiera pasado. Al fin y al cabo en octubre de 1985 no hacía mucho tiempo que la que aquí suscribe había aprendido a andar. Y seguramente seguiría preguntándome como hoy: “¿Cuándo demonios estamos?”…

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© Covadonga G. Lahera, agosto de 2014

 

 

Father and Daughter (Michael Dudok de Wit, 2000)

Raúl Pedraz

 

Hay elecciones que emanan de una privativa evocación. No llegué a Michael Dudok de Wit hasta diciembre de 2006, cuando la devastación permanecía como constante. Quedé conmocionado por su obra, especialmente por la protagonizada por una hija que, tras despedirse de su padre, aguardaba un reencuentro durante toda su vida. Father and Daughter: 99 planos trazados a mano, una película-abrigo de ocho minutos, nueve elipsis y un místico despertar regresivo donde la emoción no necesita de palabras ni de rostros, pero sí de música y vacíos. Crecer con la ausencia, recordar a quien resulta imposible olvidar, soñar con abrazar de nuevo aquel cuerpo con vida. Lápiz y carboncillo como base de un trabajo que, desde una narrativa sintética y cíclica, mira hacia la infinitud de un horizonte cargado de memoria. Enfrentarse a Father and Daughter fue y sigue siendo evocar Mother and Son.

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© Raúl Pedraz, septiembre 2014

 

 

Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, Ingmar Bergman, 1982)

Cristina Álvarez López

 

Los cuadernos que solía utilizar cuando escribía a mano están llenos de dibujos en los márgenes. De los cuatro o cinco motivos que más se repiten, el que aparece con más insistencia es el de la casa. Sin embargo, la estructura exterior trazada torpemente por esas líneas geométricas no deja adivinar la dimensión afectiva de esa idea evocada compulsivamente en cada página.

Recuerdo que vi Fanny y Alexander durante unas vacaciones navideñas en el televisor de casa de mis abuelos. Después, me incorporé a la mesa familiar donde todos se agolpaban para la cena. El hogar en el que, de pequeña, había disfrutado jugando en soledad, atraída por muchos de sus rincones y escondrijos, me pareció, de repente, demasiado pequeño e impersonal, casi insulso y anodino. Empezaba a echar de menos esa otra casa, la de Fanny y Alexander, capaz de congregar a más de veinte personas alrededor de una mesa; un laberinto de habitaciones y pasillos, de memoria y misterios, con un universo lleno de secretos y confabulaciones tras cada puerta.

No olvido, por supuesto, todas la penurias, el dolor y la tristeza. No olvido, tampoco, que durante gran parte del metraje los dos hermanos protagonistas se verán obligados a habitar otra morada, un lugar hostil y frío. Sin embargo, todo esto no hace más que magnificar el recuerdo del primer hogar: los olores de la cocina, el tacto de las sábanas y sus caricias, los sonidos de los relojes, las vistas a la calle nevada, la taza de chocolate caliente preludiando la peor de las noticias, las presencias fantasmales que se manifiestan naturalmente, el nacimiento del cine…

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Cada vez que vuelvo a ver Fanny y Alexander siento que el filme me rescata y me lleva de nuevo a esa casa, del mismo modo que, con su magia, Isak libera a los dos hermanos y restituye el hogar que les ha sido arrebatado.

 

© Cristina Álvarez López, agosto 2014

 

 

There’s no place like home

Cloe Masotta

 

Tuve la ocasión de entrevistar a Alain Bergala en 2011. Hoy recupero una reflexión suya con la que me sentí y aún me siento totalmente identificada: “Primero el cine fue un refugio. Y tuve la suerte de poder ir solo pese a que era muy pequeño, cuando mis padres se separaron, e iba a ver las películas que me apetecían. Para mí el cine era un refugio ante la vida, ante una situación que no era buena como tampoco lo era mi entorno. Pero aún no sabía que iba a dedicarme al cine, aunque sí que era mi hogar, el lugar donde me sentía bien. Me permitía aislarme, reflexionar, no ser absorbido por los asuntos familiares. Así es como empezó (…)”. También durante mi infancia el cine fue un lugar en el que hallé cobijo. Por eso ante la cuestión “¿En qué película vivirías?” mi respuesta inmediata, pasional, es: “Es el cine, no una película, el lugar, la morada”. Hay tres películas, las primeras, que han marcado mi trayectoria, y mi vocación. Hoy las recupero ¿Lograré evocar la fascinación que ejercieron en mí esas imágenes?

 

© Cloe Masotta, septiembre 2014

 

 

Big Fish (Tim Burton, 2003)

Alexis Kossiakoff

 

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Un reino de melosa desproporción entrecruzado con lo ordinario. Big Fish de Tim Burton ofrece una visión enriquecida de la existencia llena de personajes imponentes. Después de todo, ¿quién no querría flotar en un mundo habitado por bondadosos gigantes, pícaros gemelos siameses, poetas perdidos, líderes de la mutación y creyentes en el amor verdadero?

El protagonista, Edward Bloom, no busca ni lo cómodo, ni lo predecible. Su salida de la ciudad utópica de Spectre al principio de la película sugiere, por el contrario, que la búsqueda de la perfección nos vuelve grises, que es mucho mejor un mundo de incertidumbre y aventura. Estoy de acuerdo.

En toda cruzada, como en una buena historia, no es la conclusión lo que nos satisface, sino la experiencia de su narración. Los elementos fantásticos se hacen más intensos y tangibles cuando tienen su base en la realidad mundana. Al igual que Edward, yo también preferiría morir en medio de una cascada de recuerdos embellecidos en lugar de en una estéril cama de hospital .¿Por qué no querríamos añadir azúcar al café amargo?

 

Texto original © Alexis Kossiakoff, agosto de 2014 /

Traducción al español © VV.AA., agosto 2014

 

 

Toute la mémoire du monde (Alain Resnais, 1956)

 Óscar Navales

 

Jack London demostró, en su novela El peregrino de las estrellas, que incluso confinado en los estrechos márgenes de una hedionda celda el ser humano es capaz de dejar volar su imaginación para experimentar, en una especie de desdoblamiento astral, decenas de aventuras extraordinarias —hablamos, pues, de una fuente inagotable de imágenes mentales—. En el fascinante ensayo resnaisiano, Toute la mémoire du monde, que versa sobre el potencial y los límites del conocimiento humano, el interior de un templo confina, pero también abraza, una infinidad de volúmenes que contienen en su interior la totalidad de la experiencia humana —es decir, la Biblioteca Nacional de Francia—. Tal vez podría llegar a instalarme cómodamente ahí durante el resto de mi existencia sin sentir excesiva pesadumbre por lo que dejo atrás, eso que convenimos en llamar una vida real. Como se suele decir, toda elección implica una serie de renuncias, pero con esta decisión, en cualquier caso,los caminos que se abrirían ante mí serían inagotables, y de esa forma creo que, en el espacio de una sola vida, conseguiría al menos experimentar una decena: ¿vislumbraría con ello un fragmento de eternidad?…

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© Óscar Navales, agosto 2014

 

 

Plan diabólico (Seconds, John Frankenheimer, 1966) (*)

Manuel Ortega

 

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Uno se lleva toda la vida buscando la comodidad, el sentirse integrado, el territorio moral y físico que ahora llamamos la zona de confort: la puta mierda cobarde de realizarse de manera moderada antes de la muerte desatada y final. Ansiamos la neutralidad del funcionamiento sin demasiado riesgo, sin demasiado riesgo, con moderación, sin monstruos debajo de la cama, pero con fantasmas sobre ella, fantasmas sin espíritu, sin speed, swing, ni flow, con cuentas bancarias, con cuentos familiares que ponen límites numéricos a nuestro territorio mental. Sin demasiado riesgo fiscal, moral o modal. Sin demasiada ganas de ganar el partido contra la herencia heredada y herida.

Zapatero Torrance

Y eso que estamos en el siglo XXI o XXII o por ahí. Pero si en la vida real buscamos establecernos en una tranquilidad sin sobresaltos, ni enfrentamientos mortales (ni con uno mismo), cuando vemos (cuando veo) una película, cantamos una canción o jugamos un videojuego nos gusta vivir al límite de la vida virtual rediviva. Luego lo normal es la normalidad. Yo anoche me quedé el último en el trabajo y llegué hoy el primero, he borrado ese whatssap sin mandarlo, he escrito un e-mail en un documento word y le he dado a save the world, sigo diciéndole te quiero a mi madre cuando cuelga, me callo lo que me conviene no decir, dejo caer lo que tendría que tirar. Por eso quiero vivir en una película que me haga pasarlo mal, que me mate, que me maltrate, en la que me persigan y escupan, en la que se caguen en mi nación y en todas sus entelequias, que me mantenga en vilo al mismo tiempo que a los espectadores. Ser el tráiler de mi propio teaser.

Frankenheimer consigue con Plan diabólico (Seconds) hacerme sentir tan mal como en el resto de sus obras. Y por eso me quiero quedar allí. Para investigar a Frankenheimer y para investigar a Manuel Ortega. Para que el desenlace vaya antes que el planteamiento, que desate el nudo de la garganta, el que tiene forma de corbata y de correa, de jirafa que habita en una buhardilla pequeña acompañada de la alargada sombra de su corbata. Pienso que los títulos de crédito de Seconds no son de Saul Bass sino que son míos. Y no porque el mítico Saul no los hiciera (que los hizo), sino porque las orejas, los ojos, los pómulos, los labios, las bocas, los poros y los dientes son los míos o podrían serlo. Las pestañas y los agujeros de la nariz también. Porque de esa manera, empatizando con Míster Potato, empezamos a cuestionarnos a nosotros mismos como personajes de una película que acaba peor de lo que empieza.

 

Mi decisión de escoger esta película comienza a perseguirme por la estación. Solo existe el color gris, dios quiere ser Von Trier o algún otro director endiosado, la sombra de lo que pretendemos ser se acuesta con nuestra mujer (que ya no es nuestra, ni mujer), Arthur Hamilton tiene tanto poder que cree poder empezar de nuevo. Es mi resumen de mis principios. La sinopsis de lo que nunca empieza. Por eso yo guardaría hasta el final el trofeo del torneo de tenis que gané junto al amigo que me condenará a muerte. En mi favor podría decir que ya no tenía la misma cara, pero es que yo tampoco. En mi contra, solo que nunca subí solo a ninguna red. Por eso me quiero quedar allí, al fondo, en esa especie de oficina que realmente es una sala de espera para morir. Como esta habitación y como este año. Como estas certezas.

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Me quedo y me quedo con ese momento en el que conocemos a Nora. Aún no sé si yo lo sabía, aún no sé si Antiochus Wilson lo sospechaba. Pero me quedo por allí paseando con ella por allí. Con ella. Luego también me quedo porque me gustaría estar 87 años desnudo en un barril pisando las uvas sin ira y con libertad, junto a los tersos pechos de las mujeres hippies de los sesenta y los barbudos atractivos que en mi juventud me quitaban a las muchachas de mi niñez. No sé tocar la flauta, pero hago vino con ella, ¿verdad, Nora? ¿Es esto de verdad? Me quedo pensando en que una película también puede cuestionar al guionista que dibuja a personajes que se borran. Por eso me quiero quedar, porque me delata el delete. Vuelvo a la playa.

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Esa playa es el final del túnel como demuestra la maravillosa y lisérgica imagen que clausura la vida de Hamilton Wilson Ortega. Terrence Malick tiene que haber visto esta película más veces que yo. La próxima vez le saludo. Porque yo me quedo aquí y no le diré a Will Geer que olé sus cojones por salir en La sal de la tierra (Salt of the Earth, Herbert J. Biberman, 1954), y que yo sabía desde el principio que me iba a engañar, pero es que lo hace tan bien que para qué. Y me quedo para decirle a Frankenheimer que nunca hubo un director con cinco obras maestras seguidas hasta que llegó él, y que me deje seguir en su mejor película, sufriendo y siendo dos personajes que son uno que no son nadie. Y me quedo aquí a vivir porque la vida es un plan diabólico que dura unos segundos y que luego pum y ya.


© Manuel Ortega, septiembre de 2014

 

 

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I would live in…

 

Le départ (Jerzy Skolimowski, 1967)

Adrian Martin

 

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John Cale writes about a wild time of his life in his autobiography What’s Welsh for Zen?: “This was something close to cinema. A vicarious, unstable reality”. For me, the vicarious, unstable reality of cinema is concentrated in Jerzy Skolimowski’s Le départ (1967). Nothing comes close to it for intensity: the speed (of cars), the music (by Komeda), the manic gesticulations (by Jean-Pierre Léaud at his craziest), the improvisatory, make-believe, constantly rebooted nature of everything that happens in it. But I don’t live in it, I don’t want to be some imaginary person walking around in that fictive world; I live on it, on its filmic surfaces, in the cracks of its cuts, flying atop the music. Skolimowski plunges us into pure, lawless, cinema-driven fantasy as well as the sudden limit of that fantasy. When the inhibited hero finally reaches his emotional release, when he switches from beloved car-object to a real, live girl (Catherine Duport) that he even has sex with, that’s when everything crumbles: the film breaks and it burns. The breakthrough is a breakdown. And I, inside it, burn with it, too.

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© Adrian Martin, July 2014

 

 

Big Fish (Tim Burton, 2003)

Alexis Kossiakoff

 

Click aquí para la versión en español

A realm of honeyed exaggeration intertwined with the unremarkable, Tim Burton’s Big Fish offers an enhanced vision of existence inhabited by larger-than-life characters. After all, who would not want to float into a world populated with kindly giants, sassy Siamese twins, lost poets, shape-shifting ringleaders and those who believe in true love?

The protagonist, Edward Bloom, does not seek comfort and predictability. Instead, his departure from the utopian town of Spectre at the beginning of the film suggests that finding perfection makes us dull; much better is a world of uncertainty and adventure. I agree.

In a quest, much like a good story, it is not the conclusion that satisfies us, but the experience of its telling. The fantastical elements are both heightened and made more tangible by their basis in a humdrum reality. Like Edward, I, too, would prefer to die amid a cascade of embellished reminiscence rather than in a sterile hospital bed. Why would I not want to add sugar to my bitter coffee?


© Alexis Kossiakoff, agosto de 2014

 

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(*) El lector/espectador apreciará que el colaborador Manuel Ortega ha habitado con generosa extensión Plan diabólico, el fabuloso filme de Frankenheimer, en contraste con la relativa brevedad del resto de propuestas. Los coeditores de Transit consideramos este malentendido con el número de caracteres como un afortunado equívoco y decidimos mantener la integridad de este estimulante texto concebido para el presente especial. La diferente amplitud del resto de textos es pura coincidencia.