Cartas desde el D’A 2012

 

Érase una mujer a un amor pegada

 

Barcelona, 29-30 de abril de 2012

 

Camarada Sergio:

 

Hoy te escribo desde casa. Esta vez no se trata de un post-it con avisos de la escuela, local que compartimos varias horas al día, y donde apenas nos cruzamos. Aunque nuestros desencuentros son circunstanciales y poco tienen que ver con las llamadas “emociones del alma”. Iba a haber comenzado esta misiva anteayer por la noche, pero no fui capaz. Aún estaba digiriendo el colapso emocional de Hes (impresionante Rachel Weisz) en la gran pantalla de los Aribau Club, en pleno arranque del II Festival de Cinema d’Autor de Barcelona (D’A), y relacionándolo conmigo.

El compañero Manu Yáñez había presentado apasionadamente el filme del británico Terence Davies, mencionando de paso la estela de Douglas Sirk, Wong Kar-wai y Mikio Naruse, y había concluido con una certera comparación, aunque esto yo no lo comprobaría hasta dos horas más tarde: los sentimientos de los personajes en The Deep Blue Sea adquieren la escala megalómana, ambiciosa y letal de los combates en plena contienda, tras una de las guerras más destructivas de la historia de la humanidad, la Segunda Guerra Mundial. Aunque diferente, en las películas de João Pedro Rodrigues también sucede un poco así y el amor y la muerte son inseparables.

The Deep Blue Sea es una encerrona. Apenas comienza el filme, ya intuimos que la escala de este relato romántico poseerá proporciones elefantiásicas y la música vaticina una tragedia griega con aspecto casi operístico. Y no solo eso, sino que asumiremos que nuestra guía en la película será la desbocada subjetividad de Hes, la sufridora amante del ex piloto Freddie. Su memoria confunde los hechos, anclada en la nostalgia por una historia de amor de cuya intensidad inicial será muy difícil sobreponerse. Y ahí está el guión de Davies, imponiéndonos un cuerpo y un modo de sentir, de amar y de sufrir. Y su cámara flotando entre varios tiempos: un pasado ya en ruinas (“…solo quedan cenizas”), un presente descompuesto (en cuyo arranque se sitúan una nota escrita y una tentativa de suicidio) y un futuro incierto que Hes no tiene fuerzas para anhelar.

Ahora no sé si el comienzo de The Deep Blue Sea ocurrió o si lo soñé o si fui víctima de todos aquellos increíbles planos que se iban apagando y encendiendo entre parpadeos. Hes y Freddie se amaron y se fundieron. No sé si justamente empezaban a consumirse en el mismo plano donde sus cuerpos desnudos se entrelazan y que nosotros confundimos. Y, repentinamente, la bofetada del tipo aquel que no era médico. A mí me ayudó a salir del estado ilusorio, pero a la dependiente y depresiva Hes le llevaría toda la película. También el montaje puede obrar milagros, y también puede convertirse en una serpiente que se muerde la cola y que está a punto de autoasfixiarse. Y la memoria a veces actúa así, como este montaje arrebatado, y todos los tiempos se confunden y parecen uno, y entonces uno pierde el norte y se queda habitando en la pausa hasta que se da cuenta de que esta es mortal. ¿Te acuerdas de Will More en Arrebato?: “La pausa es el talón de Aquiles. Es el punto de fuga. Nuestra única oportunidad”.

Ahora que yo también me encuentro en un estado de readaptación sentimental, me resulta irónico todo este núcleo de películas que versan sobre amores destruidos/destructivos, “entre la espada y la pared” (traducción literal de la expresión “between the devil and the deep blue sea”), y que parecen estarse dando cita durante esta segunda edición del D’A.

El festival quedó inaugurado con Un amour de jeunesse, de tu admirada Mia Hansen-Love. Yo no encontré mucho en esta película, aunque técnicamente es poco reprobable. No llegó a conmoverme el relato iniciático de ese primer amor y el tempo de sus secuencias me resultó excesivamente aletargante y molesto, empeñada la cámara en estirar el tiempo embebida en sus protagonistas. Si en The Deep Blue Sea una nota escrita suponía un radical giro para los integrantes de la pareja, aquí también devenía clave el carteo entre los jóvenes enamorados. Amores de ida y vuelta y, entre medias, uno precisa seguir desarrollando su propia individualidad y su propio camino, como Sullivan, que se marcha a Sudamérica sin llevarse consigo a Camille.

La última peli de Karïm Ainouz no me ha gustado tanto como Viajo porque preciso, volto porque te amo. Aquella road movie codirigida junto a Marcelo Gomes, de un tipo abandonado por su novia que inicia un viaje para reencontrarse consigo mismo, me resultó mucho más auténtica y directa. Y aunque en O abismo prateado Aïnouz parte de un motivo similar (chico deja a chica, que sufre un shock y empieza a deambular…), en la mitad del filme la ficción empieza a resultar forzada, cuando en el camino de Norma se cruzan otro padre y su hija. Un buen arranque narrativo y emocional incluye repentinamente un encuentro que no me acaba de encajar. Bonita la canción aquella, “Olhos nos olhos” de Chico Buarque, que le sirve a Aïnouz para armar O abismo prateado, pero aún sigo envidiando un poco, como el narrador de Viajo porque preciso…, la estampa de aquel matrimonio anciano, Nino y Perpetúa, que tras conocerse de jóvenes jamás durmieron bajo distinto cielo. ¿Cómo se hace eso?

Por el momento, solo encuentro una respuesta parcial en saber aceptar que el final de algo es el principio de otra cosa, como sucede con el movimiento de cámara que le sirve a Davies para inaugurar y clausurar The Deep Blue Sea: de un exterior desolado a un interior profundamente deprimido y la silueta de Hes mirando por la ventana; y ese mismo movimiento al final, pero al revés, vivida ya hora y media de la película, cuando por primera vez sentimos que hay esperanza, que el tiempo ha hecho su trabajo y que la vida puede volver a levantar el vuelo y la Historia, retomar su curso y continuar escribiéndose.

Esta tarde voy a ver Bestiaire. Me apetece cambiar seres humanos por animales, aunque sea durante hora y cuarto. Algunas veces los animales me parecen más inteligentes que los humanos y, sobre todo, mucho más prácticos.

Nos vemos en los cines.

Un abrazo,

 

Covadonga G. Lahera

 

 

 

Agua

 

Barcelona, 2-3 de mayo de 2012

 

Para Covi:

 

Quiero empezar esta carta con una confesión bastante íntima, algo que de un tiempo a esta parte he venido notando en mi condición de espectador cinematográfico y que, creo, tiene que ver con ese personaje interpretado por Will More en Arrebato que me has traído a la memoria con tu escrito.

Creo, querida amiga y compañera de fatigas, que he desarrollado un cierto autismo cinematográfico o, para ser más correctos, aquello que los especialistas en la materia llaman una “falta de coherencia central”.

En pocas palabras, sucede que a veces ( y últimamente muy a menudo) veo las películas concentrándome en un solo punto; todo lo que hay construido alrededor de ellas, aquello que se encarga de sustentarlas, desaparece progresivamente para mí hasta que llega un momento en que lo único que puedo distinguir de su forma es una única imagen colocada al final de un largo túnel.

Este asunto es, de por sí, bastante peculiar. Lo sé. Pero bueno, al fin y al cabo es una imperfección como cualquier otra, un arrebato momentáneo del que seguramente llegaré a curarme. Sin embargo, lo más inquietante viene ahora y es que, mirando el programa de la presente edición del D’A, antes incluso de asistir a cualquiera de sus proyecciones, hubo una imagen que se dibujó con total claridad en mi cabeza como una premonición. ¿Quieres saber cuál fue? Se trataba de una imagen completamente azul, una imagen de agua.

Puede que todo esto ahora te asuste un poco, Covi, pero tranquila, no espero por tu parte ningún tipo de diagnóstico al respecto ya que, de hecho, tras superar el estupor inicial y reflexionar unos segundos, supe perfectamente de dónde me venía esta extraña visión; vino concretamente de las dos primeras películas que pudieron verse en los cines Aribau el pasado viernes (Un amour de jeunesse y Hors Satan) y que ya tuve oportunidad de ver durante la pasada edición del Festival de Cine de Gijón.

Si recuerdas la película de Mia Hansen-Love, hay en ella un momento en el que Lorenz, el profesor de arquitectura, le explica a Camille (Lola Créton) el porqué dejar una parte sin tapar de los canales de desagüe de un edificio. Es necesario que el agua, aunque sea solo por un instante, sea vista como algo que se mueve limpio y en libertad pero, sin embargo, siempre hay que tener en cuenta que debe haber algo debajo capaz de recogerla y evitar así que se derrame. Esto es, en resumidas cuentas, lo que el maestro le explica a su alumna y, también, una forma de entender Un amour de jeunesse y, en general, el cine de la realizadora francesa: una libertad siempre bajo control, un azar planeado.

Ahora bien, si seguimos ese mismo canal de agua, inevitablemente, tarde o temprano, acabaremos llegando a un sumidero, al lugar en donde el agua ha perdido toda su transparencia y se ha convertido ya en residuo.

No es casual que fuera este plano –el de una alcantarilla tragando agua sucia después de una breve tormenta– el que se fijara con mayor intensidad en mi memoria tras el visionado de Hors Satan de Bruno Dumont.

Descubrí en Gijón que el cine francés contemporáneo puede explicarse mediante el agua ya que si Mia Hansen-Love representa un hipotético ying construido alrededor de la belleza, Dumont representa indudablemente su yang, un reverso basado en la observación atenta de todo aquello ante lo que tendemos a apartar la vista y que, sin embargo, jamás debemos olvidar. En medio de estos extremos estarían las prostitutas de Bertrand Bonello bañándose en un precioso lago en L’apollonide, pero esta es ya otra historia de la que ahora no tenemos tiempo de hablar.

Así pues, en este estado de exaltación de lo acuático, no es de extrañar que el título que llamara a priori mi atención por encima del resto fuera The Deep Blue Sea de Terence Davies. Autismo persistente, me hallaba empecinado en ver agua cuando acudí el pasado sábado a los Aribau y quizá fue su ausencia la que me impidió disfrutar, como parece que lo hizo todo el mundo, del virtuosismo de este filme británico.

Cacé algunas cosas al vuelo, sobre todo esos impresionantes minutos iniciales que tú creíste haber soñado, así como también el gran momento del bombardeo sobre Londres filmado desde el interior del metro (mejillones vivos, vivos, vivos…), pero poco más. Mi atención no consiguió focalizarse hasta que, por fin, escuché esas palabras mágicas pronunciadas por Hester Collyer que muy bien has rescatado en tu carta: “I’m between the devil and the deep blue sea”. Palabras estas que me obsesionaron y que me llevaron a Cab Calloway, a George Harrison, pero también y, sobre todo, a una vieja conocida, a Claire Denis.

Con Aller au diable, el último trabajo de Denis que Eulàlia Iglesias definió perfectamente en su presentación como un particular viaje al corazón de las tinieblas, encontré el agua y también encontré al diablo. El diablo es Jean Bena, un forajido adorado por unos y odiado por otros, perteneciente a la tribu de los aluku, y el agua es la del río Maroni que separa Surinam de la Guinea francesa.

En este mediometraje, Claire Denis, acompañada por un reducido grupo de colaboradores, se adentra en la selva en busca de este personaje pseudomitológico con la finalidad de recabar información para su próxima película y, como suele suceder a menudo en su cine, las cosas jamás son lo que parecen. Siempre hay en sus películas algo que se oculta bajo las formas aparentes, algo que palpita con fuerza bajo su superficie y que, como no podía ser de otra forma, aquí se ocultaba bajo el agua.

El río Maroni no solo es la representación física del conflicto poscolonialista, clave en el discurso cinematográfico de Denis (este lugar ha sido el escenario recurrente de las disputas entre Surinam y Francia), sino también, por un lado, el camino que conduce al diablo y, por otro, la causa de su condición demoníaca: Jean Bena ha dedicado gran parte de su vida a extraer el oro que yace bajo esta agua.

Embelesado por este descubrimiento, por esta repentina revalorización de mi “falta de coherencia central”, que me abría una posible nueva vía para interpretar el cine francés actual, me quedé tranquilamente sentado en mi butaca a lo largo de toda la tarde dispuesto a disfrutar de todas las imágenes que quisieran desfilar ante mis ojos.

Llegaron las utópicas imágenes de Andrés Duque –Ensayo final para utopía– donde vi cómo el cineasta, gracias al montaje (esa gran herramienta que sirve para poner orden al caos imperante en la vida real), revivía el cuerpo muerto de su padre y lo acompañaba en un dantesco y doméstico viaje en barca por los canales de Venecia.

Llegaron después las imágenes delirantes del griego Babis Makridis –L– y allí, entre hombres-oso, motoristas sectarios y ancianos narcolépticos adictos a la miel, me descubrí a mí mismo y a todo el público de la sala 2 de los Aribau balanceándonos al final del filme al ritmo de una canción de más de seis minutos que ensalza la figura del mar y la vida entre sus aguas.

Ya nada me sorprendía. Al fin y al cabo, como te he comentado al principio de esta carta, sospechaba desde un principio que todo en esta edición del D’A era cuestión de agua.

 

Sergio Morera

 

Sinécdoques

 

Barcelona, 5-6 de mayo de 2012

 

“Para amar hay que estar dispuesto a asumir dos soledades, la propia y la del otro.
Amar significa decirle a alguien: Sí, te quiero tal como eres.

Aunque no respondas a mis sueños y esperanzas,

el hecho de que existas me alegra más que mis sueños”.

(Bert Hellinger)

 

Camarada:

 

Ya hace unos días que rumio una respuesta a tu escrito. Tu “percepción acuosa”, mediante la que conectabas varias películas presentes en el II D’A, me dejó bastante pensativa, pues de un tiempo a esta parte vengo dándole muchas vueltas a la cuestión de la memoria y a cómo esta funciona. No he logrado sacar demasiadas conclusiones al respecto, al menos genéricas, pero sí me he dado cuenta de que, en mi caso, no recuerdo las películas como antes, cuando iba al cine simplemente sin expresar después en papel o en pantalla lo que había sentido o cómo el filme “X” me había afectado o cambiado. Entonces, las conversaciones con otros espectadores, amigos o conocidos, me bastaban y solía rememorar el filme sin ninguna dificultad de manera cronológica en relación a su propio montaje. Aunque de esto hace ya bastante tiempo…

Pero hubo un momento -no sé precisar cuándo- en que aquello empezó a resultarme insuficiente y a su vez empezó a cambiar mi formato memorístico. Estoy de acuerdo contigo en que en general sufrimos, al menos nosotros y algunos otros compañeros próximos más, una “falta de coherencia central”. Quizá sea el signo de los tiempos o a lo mejor se debe también a que durante algunos períodos vemos “demasiadas” películas; e incluso puede que esto tenga que ver con la edad o que cuando nos acercamos a los treinta, empezamos a ser más conscientes de nuestras propias obsesiones e intereses. Quién sabe.

A mí me ocurre que últimamente recuerdo cada película a partir de un momento preciso de ella. Es como si un plano o secuencia concreta se fijara reivindicativo en mi retina con la función de permitirme horas más tarde tirar del hilo e invocar el resto. En ocasiones trato de hacer este ejercicio justo antes de conciliar el sueño, como poniéndome a prueba, y entonces también las imágenes recordadas se confunden con el inicio de mi propia nebulosa onírica. Podría decir que recuerdo/sueño el todo a través de una parte precisa, como si en ese fragmento estuviera contenida toda la película. También es cierto que no siempre la operación es igual de eficiente.

De tal manera, se han generado varios “instantes sinécdoque” durante este festival, gracias precisamente al modo en cómo a través del montaje se pone en escena la memoria. El prólogo de The Deep Blue Sea, que creí haber soñado, es un cocktail entre momentos recordados, deformados e idealizados por Hes; fragmentos de un pasado, con un carácter más objetivo próximo a lo que denominamos “hechos”; y momentos presentes, donde el tiempo parece haberse detenido para ella, habitante depresiva en el reloj del luto sentimental.

Y “la sonrisa eterna” de L’apollonide va anticipándose tras un montaje radicalmente incisivo donde pasamos del relato de una pesadilla a la pesadilla en cuestión, para finalmente acabar en una realidad donde lo soñado y referido se consuman. La pesadilla cobra entonces una connotación más: la de trágico augurio, pues lo soñado acaba materializándose en la dimensión de lo real. Sergio, mira también cómo arrancaba Snowtown, el helador retrato del serial killer australiano de finales de los noventa, John Bunting. En el impecable debut de Justin Kurzel (al que solo podría rebatírsele cierta caída de ritmo en algún tramo), un narrador en off cuenta un sueño recurrente mientras vemos sucederse en la pantalla un paisaje agreste. El soñante relata que tiene ante sí a un hombre sentado en una silla, con la cabeza gacha, inclinada hacia delante, y que no puede ver su rostro. Simultáneamente escucha los insistentes y próximos ladridos de un perro al que tampoco es capaz de ver. La curiosidad le anima a aproximarse a la silla mientras le pregunta al desconocido si todo va bien. Pero en ningún momento el extraño se gira o habla. Y nuestro emisor avanza. El tipo sentado sigue inmóvil y decide incorporarle lentamente la cabeza. Cuando finalmente revela su rostro, advierte un gaznate recién degollado. Los ladridos vienen precisamente de allí dentro, de esa oquedad donde un chihuahua ladra sin tregua.

Seguramente haya sueños igual de terroríficos que este, pero en la lista de las pesadillas por mí conocidas, creo que puede situarse bastante arriba. Kurzel nos hace imaginar el horror a partir de un relato para luego hacernos presenciar que, en realidad, “la realidad” puede ser mucho peor. Además, como la prostituta de Bonello, con la inducida y violenta sonrisa eterna cortada en su rostro, la pesadilla de Snowtown anuncia también el carácter bárbaro de lo que luego veremos. El pulso de Kurzel como narrador del mal en imágenes es realmente sorprendente: por momentos sentí incluso desasosiego por la seguridad con la que parecía el realizador saber adónde quería llegar y la exactitud de lo que quería mostrar.

Aquel sueño del chihuahua que se nos obliga a imaginar forja en nosotros una imagen terrible que, en cierta medida (o eso pensamos), nos prepara para el descenso a los infiernos que escalonadamente Kurzel propondrá, apegado a un registro casi documental, con sobriedad y sin complacencias. Mirar el horror cuando toca mirarlo y no dejar que apartemos la vista.

A raíz de Bunting empecé a releer Hors Satan como el retrato a lo Dumont de un asesino en serie. Aunque se trata de propuestas muy distintas, empecé a contemplar al protagonista del filme de Bruno Dumont como un particular serial killer con ínfulas divinas, que mataba a hombres y extirpaba el mal de las mujeres, y con su propio séquito de cómplices, especialmente aquella joven andrógina que se arrodillaba en actitud ritual junto al demacrado “justiciero” en medio de la naturaleza, frente al sol, tras el sacrificio. ¿Otro plano-sinécdoque?

Pero quiero acabar esta carta con una recomendación más luminosa. Anduviste el fin de semana por el SOS murciano, con lo que creo que no llegaste al segundo pase de Weekend, el encuentro romántico-sexual entre Russell y Glen, dos chicos que rondan la treintena. Empezábamos estas correspondencias hablando de que el final de algo constituye el inicio de otra cosa y Weekend narra un comienzo entre dos personajes que llevan integrados en sí mismos otros finales y que no por ello han perdido la capacidad de construir nuevas historias y vivencias. Solo quiero apuntarte una conversación y dos planos. El resto habrás de verlo. El primer plano consiste en un reflejo: Russell (y, por ende, nosotros) se fija en Glen a través de su imagen en el espejo de un bar de ambiente. Cuando se vuelve, la cámara gira y los dos se encuentran en la misma dimensión y poco a poco irán conociéndose. Creo que ese momento sintetiza muy bien lo que sucede cuando “descubrimos” a alguien: la primera impresión o percepción inicial es siempre una proyección (de nuestras propias experiencias y gustos en una especie de silueta vacía que nos atrae, para qué negarlo, de modo bastante superficial), que va haciéndose real conforme avanza la interacción y conocimiento del otro, y que luego devendrá bien en fascinación, bien en desencanto.

La cámara de Andrew Haigh registra con mucha agilidad y franqueza cuestiones que no son tan fácilmente expresables visualmente. La segunda secuencia de imágenes que quería mencionarte tiene que ver con las despedidas, en su versión corta o extendida. ¿Nunca te has quedado mirando a alguien a quien acabas de despedir, contemplando cómo su figura desaparece en la lejanía? Si lo has hecho, supongo que también alguna vez ese alguien se habrá girado y os habréis vuelto a saludar con complicidad en la distancia; aunque seguramente habrá habido una mayoría de ocasiones donde simplemente habrás visto desaparecer sin más el rastro de aquella silueta. Haigh seguramente haya vivido también las dos versiones.

Weekend me ha revelado una tercera cosa (creo que la más crucial de todas) que querría compartir contigo y que sentí certera, pero a su vez muy perturbadora. Franqueado el ecuador del filme, Glen le expone a Russell que en ocasiones los amigos pueden implicar limitaciones en el desarrollo de uno mismo, pues esperan que actúes siempre en función de la imagen que se han conformado de ti a lo largo del tiempo y hasta ese momento. Y si te da por reinventarte, algunos pueden sentirse defraudados, traicionados e incluso rechazarte porque de pronto les pareces un extraño. Creo que en ese preciso diálogo mi corazón dio un vuelco de campeonato y sigo dándole vueltas… O quizá simplemente ocurre que le estoy dando demasiada importancia a la parte.

Abrazos,

 

Covadonga G. Lahera