Sábado trágico

Un thriller con perspectiva y dimensión

 

El destino, probablemente

Un hombre trajeado y que porta un maletín desciende de un autobús. En el momento de cruzar la calle, una mujer, que conduce un descapotable y le ve aparecer inesperadamente por delante de su vehículo, frena bruscamente para evitar atropellarle. El desconocido sigue caminando, pasa por delante de un banco en el preciso momento en el que un empleado levanta desde el interior una de las persianas, y a continuación entra en un hotel y reserva habitación para él y para otros dos hombres que según explica al recepcionista se encuentran de camino. Poco a poco, el espectador averigua que el hombre trajeado se llama Harper (Stephen McNally), que la mujer del coche es Emily Fairchild (Margaret Hayes), y que el hombre del banco —en realidad, director de la sucursal— responde al nombre de Harry Reeves (Tommy Noonan). Aunque no parece existir vínculo alguno entre ellos, aproximadamente hacia la hora de metraje tanto Harry como Emily serán tiroteados por un tipo llamado Dill (Lee Marvin) en el transcurso de un atraco en el que también participan el mismo Harper y un tal Chapman (J. Carroll Naish). Los tres han acudido al pequeño pueblo de Bradenville, ubicado en el estado de Pensilvania, con el único objetivo de robar de la caja fuerte del banco un total de noventa mil dólares libres de impuestos.

Sábado trágico-fleisher

Aunque lo anterior permite pensar que, dado el curso que finalmente toman los acontecimientos, el entrecruzamiento inicial de los personajes tenía algo de irónica jugada del destino —si Emily hubiera atropellado a Harper, el atraco no hubiera tenido lugar y, por lo tanto, ella no hubiera fallecido en él—, en otro lugar, casi simultáneamente, se estaba desarrollando un encuentro que más tarde adivinábamos tan enigmático y paradójico como aquel. En el interior de un tren con destino a Bradenville, Dill y Chapman se cruzaban en un pasillo con una familia amish. Tras recoger del suelo un pequeño mantel para devolvérselo a sus propietarios, el aparentemente amable Chapman invitaba a dos niños a unos caramelos y, a modo de agradecimiento, recibía de parte de los progenitores una porción de comida de una cesta repleta con ella. A continuación, movido por la curiosidad, el futuro atracador preguntaba a un revisor por qué aquellas personas tan amables viajaban disfrazadas en el tren. Sorprendido por su ignorancia, el empleado le respondía que porque eran pacíficos granjeros amish.  Muy cerca del final del filme, será su violento compañero Dill quien morirá ensartado en una horca empuñada por otro granjero amish llamado Stadt (Ernest Borgnine), justo después de que el propio Chapman y Harper hayan sido tiroteados por un hombre llamado Shelley Martin (Victor Mature). La ironía es mayor por cuanto el día antes del atraco el amable Stadt había recibido a Harper en su granja sujetando precisamente con las manos… una horca. En aquella ocasión, el criminal fingía haber tenido una avería con su vehículo —en realidad había llegado hasta el lugar en autobús— para justificar su presencia en una zona incomunicada y alejada de la ciudad en la que intuía un escenario ideal en el que refugiarse con sus compinches después del robo.
 

Vidas (pecaminosas) cruzadas

Una de las mayores virtudes que atesora la construcción narrativa de Sábado trágico (Violent Saturday, 1955) se encuentra en la aparente sencillez y naturalidad con la que su guionista, Sydney Boehm —responsable de otros modélicos relatos criminales: Side Street (1949), de Anthony Mann, Relato criminal (The Undercover Man, 1949), de Joseph H. Lewis o Los sobornados (The Big Heat, 1953), de Fritz Lang— consigue entrecruzar las vidas de sus personajes a lo largo de un filme extraordinariamente preciso y conciso de tan solo hora y media de duración. No se trata de un logro menor si tenemos en cuenta que durante el compacto metraje Boehm y Fleischer llegan a manejar con soltura la nada despreciable cifra de hasta trece personajes importantes, y que a través de ellos guionista y realizador consiguen urdir un consistente y nada complaciente discurso acerca del heroísmo y de la criminalidad. De forma harto paradójica e irónica, es la mirada de cada uno de los criminales la que en determinados instantes del filme nos descubre los pecados o secretos más inconfesables de ciertos habitantes de Bradenville, volviendo más frágil si cabe la fácil pero comúnmente aceptada división de la sociedad entre buenos y malos individuos.

Sábado trágico

Durante su primera visita al banco, es Chapman quien advierte —y con él el espectador— que una atractiva enfermera asidua de la entidad, Linda Sherman (Virginia Leith), es el centro de la atención voyeurística del apocado Harry Reeves, en teoría un ciudadano de lo más respetable. Por su parte, Harper, que estudia con atención una maqueta del distrito de Bradenville en la Biblioteca Municipal, descubre con maliciosa satisfacción cómo una empleada llamada Elsie Braden (Sylvia Sidney) se apropia del bolso de una usuaria, para al salir del edificio ser también testigo de la pelea que libran en la calle el hijo de Shelley, Steven (Billy Chapin, el protagonista infantil de La noche del cazador (The Night of the Hunter, rodada por Charles Laughton el mismo año), y su mejor amigo Georgie (Richey Murray). Por último, Dill es el primero en descubrir, desde un ventana del hotel en que se hospeda con sus compañeros, la particular afición que tiene Harry Reeves de salir a pasear con el perro de noche… sin llegar a percatarse de que todo ello no es más que una argucia utilizada por el hombre para observar cómodamente desde la calle cómo su adorada Linda se desnuda al llegar a casa.

La mirada que cada uno de los personajes arroja sobre los demás —en ocasiones para aprovecharse de ciertas debilidades— juega un papel fundamental en el discurso de un filme en el que precisamente todos y cada uno de ellos quedan definidos de forma más precisa por sus acciones que no por sus palabras. Los movimientos nocturnos de Reeves, por ejemplo, se ven restringidos por la inesperada aparición de Elsie Braden, la empleada de la biblioteca a quien el banco ha comunicado el embargo de la nómina en caso de que no se apreste a pagar con prontitud la deuda que tiene contraída con la entidad: del mismo modo que Reeves sorprende a Elsie en el preciso momento en que esta se dispone a tirar a la basura el bolso que previamente ha sustraído para poder pagar al banco, la mujer también descubre al respetable banquero en su vergonzosa ocupación nocturna y aprovecha su calidad de testigo como medida de coerción para evitar ser denunciada. Por su parte, Shelley tendrá que descifrar por su cuenta las razones que han podido conducir a su hijo Steven a pelearse con Georgie, un niño que hasta entonces había sido como un hermano para él. Cuando Bobby, el hijo más pequeño de Shelley, aparece con el marco roto que contiene el certificado de méritos por la ayuda prestada en la guerra “desde casa”, este alcanza a entender con gran lucidez lo ocurrido: “El padre de Georgie ganó una medalla en Iwo Jima. Yo gané un marco de fotos”. De nuevo los actos: convertido desde ese instante en el principal conflicto (o motor) dramático del filme, la importancia del asunto queda aparentemente soterrada bajo el peso de otras líneas narrativas, hasta que durante el tercio final del metraje los demás acontecimientos no parecen hacer otra cosa que confluir de forma inevitable hacia una situación encaminada a resolver la incógnita acerca de si Shelley es un hombre valiente, o si, por el contrario, es un cobarde.

violent saturday

En la compleja radiografía de la comunidad de Bradenville que propone el filme se adivina la presencia de hasta seis de los siete pecados capitales: la avaricia (la de los tres atracadores, y, en menor medida, también la de Elsie), la envidia (el pequeño Steven la siente por el padre de su amigo), la soberbia (los tres criminales se caracterizan por mirar a sus prójimos con cierta prepotencia), la lujuria (la del banquero Harry, pero también la que siente Boyd Fairchild (Richard Egan), propietario de la cantera de cobre en la que trabaja Shelley, por la misma enfermera Linda, con la que planea fugarse dejando abandonada a su esposa Emily), la pereza (Emily apenas cuida su matrimonio con Boyd y acostumbra a verse con Gil Clayton (Brad Dexter), un hombre por el que tampoco siente interés alguno) o la Ira (al final del filme, Shelley y Stadt se dejarán llevar por
ella). Por todo ello, cuando llegue, el clímax dramático tendrá cierta apariencia de catarsis colectiva.
 

Perspectiva y dimensión

En un determinado momento de Sábado trágico Boyd Fairchild explica al barman de un local de copas que la perspectiva y la dimensión son “las cosas más importantes para una buena foto”. La apreciación del personaje parece definir a la perfección las virtudes más sobresalientes de la puesta en escena de Richard Fleischer. En primer lugar, merece destacarse el formidable partido (estético, narrativo, expresivo) que el cineasta logra extraer del formato panorámico —un glorioso Cinemascope—, el cual no solamente le permite componer encuadres que ponen un énfasis especial en la horizontalidad de los escenarios o en la profundidad de campo —interrelacionando en muchos instantes lo que ocurre en primer y segundo término de la imagen—, sino también construir, a partir del montaje interior al plano o del movimiento coreografiado de los actores, un tempo narrativo caracterizado por su gran serenidad. Es decir, en lugar de fragmentar las secuencias mediante el consabido juego de planos y contraplanos, Fleischer resuelve la mayor parte de las situaciones de la película con planos de larga duración en los que o bien la cámara se mueve hacia o con los personajes, o bien son estos los que se mueven por el escenario sugiriendo mediante sus cambios de posición —acercándose o alejándose entre ellos, dándose la cara o la espalda— las diferentes implicaciones que tiene una determinada conversación o relación. Una estrategia en la que también desempeñan un papel fundamental la distinta forma de filmar los escenarios (en una de las secuencias Fleischer utiliza la baranda de una escalera para mantener separados en el plano a Boyd y a Emily; esta última, de hecho, queda literalmente aprisionada y agarrada a los simbólicos barrotes que la conforman) o la iluminación que recae sobre los personajes (ver la secuencia con Emily y Gil en el campo de golf: la sombra de unos árboles recae sobre los rostros de ambos sugiriendo la naturaleza un tanto turbulenta que tiene su relación). Si bien en este caso no puede hablarse de planos-secuencia a lo Welles, Tarr o Tarkovsky, lo cierto es que la dramaturgia empleada por el estadounidense queda muy lejos de la del grueso de cineastas actuales que recurren con insistencia al estandarizado formato panorámico pero que apenas consiguen aprovechar las posibilidades dramáticas que ofrece el mismo (1).

amish-fleisher

En segundo lugar, Fleischer escoge unas posiciones de cámara generalmente alejadas de los personajes, o en su defecto no excesivamente cercanas a estos. Resulta verdaderamente difícil encontrar primeros planos en el filme, mientras que la frecuente elección de planos generales o americanos —y en menor medida de los planos medios— denota una considerable objetividad dramática respecto a lo narrado: la cámara no enfatiza ni la bondad ni la maldad de los personajes, ni tan siquiera recurriendo a pronunciados ángulos picados o contrapicados. Una percepción que también queda estrechamente ligada a la notable sobriedad con que los actores encaran sus respectivos personajes. Un buen ejemplo de cómo Fleischer se esmera en trabajar durante todo el metraje una impresión de calma tensa se encuentra en el clímax dramático del filme: una larga y violenta set-piece de acción que se desarrolla en la granja de Stadt y que viene acompañada por el sonido de gallinas, pollitos o patos en lugar de por la acostumbrada música diegética que pretende inducir el máximo de tensión posible en el espectador. La ecuanimidad dramática resultante, unida a unas composiciones visuales que de tan elaboradas terminan imponiendo forzosamente una lectura más pausada y observacional de las imágenes, permiten que podamos hablar de un auténtico relato coral —a pesar de que al final Shelley se erija en claro protagonista de la historia— con capacidad para desmenuzar la conciencia colectiva de una comunidad formada por individuos aparentemente pacíficos pero no tan en el fondo extraordinariamente frustrados y, por lo tanto, abiertos a la posibilidad de cometer cierta clase de delitos o de infligir dolor —principalmente psicológico— a los seres (mal)queridos.

Vistos de ese modo, los poco ejemplares habitantes de Bradenville no se encuentran demasiado alejados de los ambivalentes personajes que treinta años más tarde poblarán el Lumberton de la perturbadora Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), de David Lynch. Tanto el cineasta de Missoula como Fleischer parecen advertirnos de que en ocasiones resulta indispensable saber mirar más allá de las apariencias inmediatas para de ese modo conseguir atisbar un universo oculto que puede llegar a cuestionar  la apacibilidad de nuestras existencias.

Sábado trágico-amish

Aunque al final Bradenville parece recuperar la armonía perdida, y Shelley Martin adquiere la condición de héroe a ojos de su hijo y de toda la comunidad, es inevitable que al espectador le quede un regusto amargo en el paladar. Al fin y al cabo, tanto Shelley como Stadt —hombres ordinarios que hacen frente a una situación extraordinaria—, a pesar de su bondad natural, se ven finalmente empujados por las circunstancias a emplear una violencia tan contundente como cruel para poder salvar sus respectivos pellejos y, en el caso del amish, también el de su familia.

En la secuencia final de Sábado trágico, Steve y su amigo Georgie se reconcilian en el hospital delante de un Shelley que se recupera de sus heridas. Al igual que ocurría en el filme de Lynch, aquí tampoco hubiera desentonado la aparición en una ventana de un falso petirrojo sujetando en el pico un insecto a modo de simbólica —y falsamente esperanzadora— representación de un mal atrapado, subyugado.

 

© Óscar Navales, marzo 2015

 

separador

(1)Un listado completo de los realizadores contemporáneos que han demostrado ser poco efectivos con el formato 2:35 sería interminable. Ciñéndome por completo al cine norteamericano se me ocurre pensar en Doug Liman (El caso Bourne, Al filo del mañana), Paul Greengrass (El mito de Bourne, El ultimátum de Bourne o Green Zone: Distrito protegido), David Ayer (Dueños de la calle; aunque algo mejor resulta en este sentido su último filme, Corazones de acero), Michael Bay (cualquiera de sus películas, incluyendo la que para algunos pasa por ser su obra más convincente, Dolor y dinero), Dan Gilroy (Nightcrawler), Wally Pfister (Transcendence), Shane Carruth (Primer y Upstream Color), Jean-Marc Vallée (Dallas Buyers Club), Zack Snyder (El hombre de acero) o David O. Russell (The Fighter o La gran estafa americana). No hace falta irse a los grandes cineastas clásicos que han elevado el formato a cotas prácticamente inalcanzables hoy en día (Anthony Mann, Fritz Lang, Nicholas Ray, John Ford, Douglas Sirk, Jacques Tourneur, Sam Fuller, Gordon Douglas o el propio Fleischer) para darse cuenta de que las cosas pueden hacerse considerablemente mejor, como demuestran James Gray (El sueño de Ellis, Two Lovers), David Lynch (El hombre elefante, Terciopelo azul, Carretera perdida, Una historia verdadera), Woody Allen (Manhattan) o Martin Scorsese (La edad de la inocencia). Una convincente vara de medir consiste en valorar por uno mismo en qué medida los encuadres de un determinado filme rodado en 2:35 pueden ser trasladados fácilmente al formato 1:85 o, peor todavía, al 1,33:1. Por descontado, cada película posee su propia idiosincrasia artística, pero ello no justifica por si solo la elección arbitraria o con fines meramente comerciales de un formato, por mucho que en determinados casos, claro está,  puedan adivinarse otro tipo de virtudes.