La Biennale di Venezia 2015

Puertas giratorias en el Lido

 

El Casinò del Lido, que alberga varias salas de exhibición, así como la destinada a conferencias de prensa y las mesas con computadores dispuestos para uso de la prensa acreditada de la Mostra, está provisto de una puerta giratoria en el centro de uno de sus puntos de acceso, la cual rara vez es utilizada para entrar o salir del edificio, pues es mucho más cómodo hacerlo por uno de los dos laterales. Trascurridas ya varias semanas desde la clausura del certamen, esa gran puerta puede servir como metáfora de su 72ª edición: algo imponente, sin duda (se trata del festival de cine más antiguo del mundo), pero que solo en contadas ocasiones fue capaz de transportarnos a otro lugar. Y no es cuestión de entrar en el debate de si las películas seleccionadas eran buenas o malas, tanto como dejar constancia del anhelo de un cine que investigue, que navegue fuera de las coordenadas habituales, desbordando los cauces conocidos y adentrándose en aguas menos (o nunca) transitadas. Algo que, en realidad, cada vez es más complicado de experimentar en cualquier festival (y uno ha visto buena parte de lo exhibido este 2015 en Berlín, Cannes, Buenos Aires, Marsella, Karlovy Vary, Locarno o la propia Venecia).

¿Y cuál es el cine que no queremos ver, que no necesitamos ver porque no nos conduce a ningún lugar, ni dentro de la filmografía de su responsable, ni dentro del mapa del audiovisual pasado, presente o futuro? A mi modo de ver, no es tanto aquel que no innova como el que ofrece una falsa o insincera innovación, imitando fórmulas que fueron (o nos parecieron) rompedoras en los días en los que la distribución de cine permanecía férreamente controlada por intereses mercantilistas. Sinceramente, soy de la opinión de que este es uno de los cines más superfluos hoy en día, ya que pienso que se puede no innovar, ni pretenderlo, y seguir ofreciendo un cine emocionalmente vigente.

 

Películas formularias y platos políticos fuertes

Por una vez, comenzaré por el principio: la primera película que vi en mi sexta visita al certamen veneciano, de nuevo como programador del Festival de Cine Europeo de Sevilla, fue Neon Bull, de Gabriel Mascaro. Una película a la que no concedo ninguna importancia especial desde el punto de vista del comentarista cinematográfico, aunque sí desde el punto de vista del programador, pues se trata de un producto que en todo momento da la impresión de haber sido pensado y ejecutado siguiendo pautas preestablecidas, pues buena parte de ellas han caracterizado a obras que han recorrido el circuito de festivales durante los últimos años. Comenzando por su ritmo, calculadamente cadencioso (y roto en algunos instantes concretos, claro está); siguiendo con su dispersión narrativa, solo aparente (todo ha sido dispuesto, milimetrado); pasando por el contraste entre su frialdad expositiva y el candente contenido de algunos de sus impasibles encuadres. Por supuesto, el director no se olvida de incluir unas llamativas escenas de baile (uno de los elementos más comunes durante los últimos años dentro del cine de autor festivalero, aunque es cierto que algunas veces ha sido para bien) y un puñado de secuencias incómodas o epatantes con un contenido sexual explícito, dejando para el final la más impactante de todas: el encuentro sexual entre uno de los protagonistas y una mujer embarazada. Y, quizás para evitar caer en una sordidez excesiva, la música de la película parece tratar de ir en muchas ocasiones contra la imagen, de suavizarla en algunos casos, y/o de resultar chocante en otros. En definitiva, una película que resulta tan formularia como cualquier muestra de cine de género trillado y perezoso.

Neon-Bull

Neon Bull, de Gabriel Mascaro

Sin embargo, el hecho de que un film nos lleve a otro lugar no siempre resulta positivo, pues en ocasiones se trata de parajes nuevos, sí, pero también inhóspitos o yermos. En Lolo, dirigido y protagonizado por Julie Delpy, la parisina parece querer introducir algo de la frescura y vitalidad –amén de ciertos rasgos de estilo (esos planos de conversaciones en movimiento en los que los personajes son seguidos y/o filmados de frente con steadycam) propios del cine de Richard Linklater– dentro de una estructura de comedia romántica más bien convencional. Y eso hace que la película respire a ratos, si bien el efecto va diluyéndose hasta desaparecer, desdibujado por un guión que reclama a gritos una inyección de ironía refinada en los gags, excesivamente obvios. Con todo, la presentación de este trabajo fue uno de los acontecimientos del festival, ya que a la presencia de Delpy en la sala se sumaron las de Alice Rohrwacher y la de la enorme Agnès Varda, autoras de sendas piezas cortas para la casa de moda italiana Miu Miu, trabajos que, aunque no marcarán ningún hito dentro del cine de sus responsables, sí albergan algunos destellos de su innegable talento. Un talento que tampoco falta en Francofonia, la esperada última película de Alexander Sokurov, sin duda uno de los platos fuertes de la Sección Oficial veneciana. Una película que muestra una inventiva de raigambre godardiana (en algunos pasajes parece querer dialogar directamente con Film Socialisme –2010–), y hace gala de un pertinente sentido del humor (en ocasiones salvajemente irónico) a la hora de centrarse en un episodio que, como suele suceder en el cine del autor ruso, resulta muy revelador del devenir sociocultural de Occidente durante el pasado siglo: la relación entre el museo del Louvre y el régimen nazi antes y después de la Segunda Guerra Mundial.

francofonia

Francofonia, de Alexander Sokurov

En The Event, el cineasta bielorruso Sergei Loznitsa se centra en otro episodio arrinconado en la memoria colectiva del siglo XX (o directamente olvidado): el fallido, chapucero, imposible intento de golpe de estado por parte del viejo aparato comunista soviético para evitar la transición política que implicaría el desmembramiento de la U.R.S.S –ustedes disculpen que no escriba democrática, por respeto a la vieja Atenas y a la inteligencia del lector–. Con una pasmosa habilidad para el montaje y la selección de imágenes, Loznitsa se apropia de material audiovisual ajeno recogido en 1991 y logra hacerlo suyo hasta el punto de que el espectador puede llegar a reconocer en él el estilo del cineasta, pese a que este no llegó a filmar nada de lo que aparece en pantalla, que no es otra cosa que los movimientos populares (inducidos, controlados) que se opusieron al intento golpista. Nada que ver, pues, con la verdadera expresión de la voluntad ciudadana que Loznitsa retrató en su anterior largo, Maidan (2014). Junto con Una jeunesse allemande, de Jean-Gabriel Périot, Homeland: Iraq Year Zero, de Abbas Fahdel, y la mencionada Francofonia, estamos sin duda ante uno de los films histórico-políticos (o viceversa) del año, sin ninguna duda.

Otra obra con un intenso trasfondo político es Rabin, the Last Day, que supone una importante inyección de interés en la carrera del realizador israelí, asiduo a la Mostra, Amos Gitai, y sin duda su trabajo más valioso y personal desde Lullaby to My Father (2012). A lo largo de sus más de 150 minutos, su nueva película entremezcla con virtuosismo reconstrucciones ficticias con material de archivo esencial, sabiamente escogido, para describir el caldo de cultivo que condujo al asesinato del primer ministro israelí Yitzhak Rabin en noviembre de 1995. Es especialmente destacable que alguien como Gitai, quien se define personalmente como sionista, muestre la firme intención de dejar que las imágenes hablen por sí mismas, recordando incendiarios discursos que, tanto en la calle como en las instituciones, constituían auténticas llamadas al asesinato de un mandatario que, entre otras cosas, llevó a cabo el desmantelamiento de asentamientos ilegales de sus compatriotas y planteó la creación de un Estado Palestino como solución a un conflicto cuya pésima deriva posterior se encuentra en el corazón de los principales movimientos geopolíticos de las últimas dos décadas.

Rabon, the Last Day, de Amos Gitai

Rabin, the Last Day, de Amos Gitai

No entendimos (y seguimos sin entender) el hecho de que una Sección Oficial capaz de albergar propuestas como, por ejemplo, The Endless River –en la que el director Olivier Hermanus alarga de manera impostada y desesperantemente reiterativa secuencias repletas de silencios, lágrimas y algún diálogo olvidable–, no incluyese una ópera prima tan rotunda como The Childhood of a Leader (Brady Corbet), la cual se vio relegada a la sección Orizzonti, donde recibió un merecido premio a la Mejor Dirección, amén del León del Futuro a la Mejor Ópera Prima. Y no se comprende porque la película cuenta con varios rostros populares (Bérénice Bejo, Robert Pattinson, Stacy Martin), además de plantear una apuesta formal sin parangón entre el resto de películas presentadas en la Mostra.

Proyectada en 35 mm (siendo, hasta donde sé, la única obra de las secciones competitivas exhibida en dicho soporte en 2015), y basada lejanamente en un relato de Sartre sobre la tierna juventud del que será un futuro dictador del siglo XX, el film lleva a cabo un inquietante retrato de la complejidad que puede anidar en el seno de un hogar, así como del clima desestabilizador de una época y un continente. La más que espinosa relación del joven protagonista (ácrata, caprichoso, inteligente y rencoroso al mismo tiempo) con sus progenitores recuerda poderosamente a la de Lord Bullingdon con su padrastro en Barry Lyndon (1975), una de las grandes obras maestras de Stanley Kubrick, y algunas soluciones visuales y sonoras puestas en práctica por Corbet remiten asimismo al perfeccionismo del director de Lolita (1962). Por otra parte, el modo en que la película retrata los albores del capitalismo moderno y, en este caso, también del fascismo latente, hacen pensar en el trabajo llevado a cabo por Paul Thomas Anderson en su inabarcable díptico There Will Be Blood (2007) y The Master (2012). Kubrick y Anderson (otros han visto a Haneke, no tanto quien firma estas líneas) no son malos referentes para una ópera prima oscura, definitivamente incómoda, que avanza con un rumbo incierto mientras ofrece pistas sobre el carácter especial de ese niño, cuya no menos perturbadora madre (Bejo) parece atisbar, extrañamente, que acabará por convertirse en alguien importante, aunque no necesariamente virtuoso. El brutal epílogo, que Corbet no duda en aprovechar para efectuar un escalofriante salto al vacío/futuro, constituyó sin duda el instante de mayor intensidad emocional de todo el festival, ayudado por la poderosa música de Scott Walker, la cual llevó al admirado compañero José Luis Losa a bautizar el film, con su agudeza habitual, como “un Henry James psicotrónico”.

The Childhood of a Leader, de Brady Corbet

The Childhood of a Leader, de Brady Corbet

Ahora un inciso para describir brevemente algunas sensaciones que acompañaron al visionado de The Danish Girl, de Tom Hooper. En primer lugar, contemplar la sala Darsena, al fin, llena hasta la bandera. Sin duda la premiere mundial de la nueva película del director de El discurso del rey (2010) y del actor Eddie Redmayne era una de las más esperadas por la prensa nacional e internacional que se daba cita en el Lido y, durante la proyección, entre las butacas del teatro, pudimos observar cómo se deslizaba silenciosamente un grupo de personas cuya labor consistía en acercarse a cualquier espectador que extrajese de su bolsillo un dispositivo móvil para persuadirle de volverlo a guardar, incluso si, como creo que era la totalidad de los casos, no era su intención recoger imágenes o sonidos de la película. Una película que, sinceramente, creemos fabricada con la mente puesta únicamente en cosechar honores tras su estreno y en la que no atisbamos una mirada tras la cámara conectada a nivel humano con lo que se nos está mostrando. Pero quizás lo más trágico fue ver cómo, al contrario que con otras obras infinitamente más estimulantes, absolutamente nadie parecía dispuesto a abandonar la sesión, ya que de algún modo se nos había impelido a pensar que esa era la película que había que ver, en su integridad y con la máxima atención, pues se trataba de una película importante.

 

Viejos zorros: Kaufman, Bellocchio, Skolimowski…

Me cuento entre los partidarios de Synecdoche, New York (2008), la desmesuradamente ambiciosa y, por ello, lógicamente semifallida (aunque fascinante e inagotable) película anterior (si descontamos el telefilm How and Why –2014–) de Charlie Kaufman, quien presentó en la Sección Oficial veneciana Anomalisa (codirigida por Duke Johnson), trabajo que obtuvo el Gran Premio Especial del Jurado. Por un lado, se observa la intención de llevar a cabo una película más abarcable y sencilla que la obsesiva epopeya vital protagonizada por Philip Seymour Hoffman y, por otro, el acertado empleo de animación stop motion le concede a Kaufman la oportunidad de avanzar en la descripción de la realidad irreal que aquel film llevaba al límite.

Anomalisa, de Charlie Kaufman

Anomalisa, de Charlie Kaufman

El planteamiento de Anomalisa, que remite al de uno de los films más gozosamente inesperados de 2014, Bird People de Pascale Ferran, nos muestra a un nada inocente personaje (¿son androides?: detalle no explicado, ni falta que le hace) que desea encontrar algo que palie, siquiera fugazmente, su anodina existencia. El encuentro más o menos casual con una joven llamada Lisa propiciará una caída de máscaras que les dejará desnudos, no solo para una de las secuencias de sexo más realistas y conmovedoras vistas últimamente, sino también para enfrentarse cara a cara con su (nuestra) infinita pequeñez.

Toca hablar ahora de dos films que, atesorando buenos momentos, no terminan de lograr que sus respectivas propuestas cuajen. Primeramente, A Bigger Splash (Luca Guadagnino), que comienza siendo un luminoso y disfrutable remake de La piscine (Jacques Deray, 1969), gracias en parte a la extraordinaria prestación actoral de Ralph Fiennes (desconocido, exultante), cuya labor resulta lo más destacado de un film que se hace muy largo, pues va perdiendo gracia y verosimilitud a medida que avanza hacia su grisáceo y complaciente final. En segundo lugar, Non essere cattivo, la película póstuma del cineasta italiano Claudio Caligari, tercer y último largometraje del autor de Amore tossico (1983), fallecido este mismo año. Una película que, en su arranque, logra invocar con notable autenticidad el espíritu del cine quinqui popularizado en España en los años ochenta por cineastas como Eloy de la Iglesia, pero que, por desgracia, y al igual que la propuesta de Guadagnino, va decayendo paulatinamente hasta desbaratar por completo sus logros iniciales, llegando a abrazar un moralismo final de lo más ingenuo.

Continuamos con la crónica de las últimas obras de dos ilustres veteranos presentes en la Sección Oficial del festival. Marco Bellocchio presentó Blood of My Blood, film escindido en dos planos temporales: el siglo XVI, testigo de las andanzas de un antihéroe atormentado inmerso en un entorno en el que los deseos humanos son continuamente reprimidos, pero donde sin embargo es posible alcanzar cierto tipo de trascendencia; y el presente, en el que seguimos los pasos de un vetusto vampiro (sic) desencantado con el mundo actual, un enjambre caótico donde los valores románticos ya no se pueden materializar. La desafiante libertad artística con la que Bellocchio afronta la película (empleando, por ejemplo, la versión de Nothing Else Matters de Metallica a cargo de Scala & Kolacny de manera recurrente en las secuencias relativas al pasado) hace pensar en las etapas finales de Berlanga o Buñuel, también por su mirada desencantada hacia una realidad en la que se diría que ya no creen.

Blood of my Blood, de Marco Bellocchio

Blood of My Blood, de Marco Bellocchio

Igualmente a concurso en la competición principal, el polaco Jerzy Skolimowski estrenó 11 Minutes, tal vez la película más hábil del festival (propia, si se me permite la expresión, de un viejo zorro), pues fue capaz de arrancar una ovación del público veneciano con una propuesta cinematográfica que dista bastante de sus mejores trabajos, pues, sin ir más lejos, este film resulta mucho menos memorable que su anterior Essential Killing (2010). Provista de un diseño de sonido aplastante, amén de una fotografía y un trabajo de cámara impecables, se trata de una película que avanza y retrocede dentro del lapso temporal que indica su título, siguiendo a personajes que se entrecruzan (un concepto del que cineastas como Robert Altman sacaron mucho más partido hace ya varias décadas), saltando de una historia a otra, y pretendiendo astutamente darles un encaje que, en realidad, muchas veces es meramente ilusorio. Skolimowski rueda con brío, eso es indudable, y alguna de las microhistorias tiene cierta fuerza, pero otras resultan excesivamente inconcretas y basan su poderío en efectismos de imagen (un avión que sobrevuela la ciudad a ras de suelo irrumpe en varias de las historias), hasta llegar a una set piece final espectacular (hay que reconocerlo) pero totalmente gratuita en esencia (la película no intenta hasta entonces jugar en la liga de autores como Brian De Palma), coronada por un epílogo en el que se intenta esbozar, aprisa y corriendo, un nada original –y me temo que ya superado– discurso sobre el exceso de imágenes en el mundo actual.

 

Dos contraplanos notables

Para concluir, unos sucintos comentarios sobre dos meritorias obras de no ficción presentadas dentro del certamen veneciano. Por un lado, I recordi del fiume, de Gianluca y Massimiliano de Serio, un documental a cuya proyección en la sala Darsena, por desgracia (contraplano de lo vivido con The Danish Girl), apenas acudieron una treintena de personas. Y es una lástima, porque se trata de un sustancioso y magnético retrato de un barrio de chabolas de Turín, en el que vivían más de mil personas (el barrio fue desalojado finalmente por las autoridades, algo documentado en la película). Gentes que, en su mayoría, elegían voluntariamente constituirse en outsiders respecto a las leyes y otras normas de convivencia de la comunidad, lo que les convertía también en muchos casos en orgullosos moradores de la caverna platónica, de la que no parecían ansiar salir, entregados a juegos y pasatiempos de otra época, y deslumbrados por ilusiones ópticas a las que ya casi nadie presta atención en el mundo de hoy. Un trabajo que, sin duda, mereció mejor suerte y mayor atención mediática.

Heart of a Dog, de Laurie Anderson

Heart of a Dog, de Laurie Anderson

Por otro lado, Heart of a Dog, obra minimalista en la que Laurie Anderson ofrece sus muy personales reflexiones existenciales a propósito de un perro, esa especie animal que Schopenhauer consideraba mucho más pura que la humana. Hubo quien la acusó de ofrecer frases hechas propias de un manual de autoayuda, de hacer pasar por profundo lo que no es sino filosofía de baratillo, pero a mi modo de ver, la desarmante sinceridad del texto, su autenticidad, lo redimen por completo, pues la película funciona esencialmente como un poema. Puede hablarte o puede no decirte absolutamente nada, pero es un trabajo libre de ínfulas, que da toda la impresión de haber sido creado por la directora únicamente para ella misma (segundo contraplano de The Danish Girl). Una obra deliberada y coherentemente pequeña, también en la duración, y por ello seguramente destinada, quizás también de manera consciente, a perderse en el flujo audiovisual del presente.

 
© Alejandro Díaz Castaño, diciembre 2015