‘El intendente Sansho’, de Ōgai Mori a Kenji Mizoguchi

La palabra tras la imagen

 

1. El arte de la adaptación

¿Cómo transformar la prosa en imágenes en movimiento? ¿Cómo conservar la esencia literaria aportando personalidad en la puesta en escena? Toda traducción implica una interpretación, una implicación creativa, y el caso de El intendente Sansho (Sanshô dayû, Kenji Mizoguchi, 1954) no es una excepción. La película –coescrita por los guionistas Fuji Yahiro y Yoshikata Yoda– es una adaptación bastante libre de un relato homónimo de Ōgai Mori (1862-1922), un médico militar, escritor y traductor considerado uno de los padres de la literatura moderna japonesa. Publicado en 1915, el cuento se inspiró a su vez en una historia tradicional budista de transmisión oral y fuerte carácter reivindicativo, cuyo origen bien podría remontarse a tiempos medievales (1). El traslado del papel a la pantalla fue, como veremos, genuino e imaginativo, pero las modestas palabras de Mori todavía resuenan en las imágenes de Mizoguchi y así lo ilustraremos en el segundo bloque de este artículo.

El cartel de la película de Mizoguchi y la portada del libro de relatos de Mori publicado por la editorial Contraseña, entre ellos El intendente Sansho

La leyenda trágica narra, con diferencias entre el relato oral, el escrito y el fílmico, el peligroso viaje a través de un Japón remoto de una madre, Tamaki, y sus dos hijos, Zushio y Anju, en busca del padre ausente, que fue desterrado años atrás. Durante su recorrido, en el que les acompaña una sirvienta, son secuestrados y los niños se separan de su progenitora al ser vendidos como esclavos a un terrateniente llamado Sansho. Solo uno de ellos, Zushio, con la inestimable ayuda de su hermana Anju, logrará huir con vida y se enfrentará a su captor antes de reencontrarse con su madre.

Como es de suponer, resulta difícil detectar las variaciones introducidas por los distintos narradores del relato a lo largo de los siglos, pero sí cabe apuntar, tal y como detalla el historiador cinematográfico Tadao Sato (2), que Mori acortó la leyenda en su versión literaria y eliminó ciertos aspectos crueles de la misma (Sansho, por ejemplo, no es asesinado y solo debe dejar la esclavitud y pagar justamente a sus trabajadores) priorizando una prosa austera y un tono propio de una parábola. En cuanto al traslado al cine, Mizoguchi y sus guionistas partieron del relato escrito, pero aprovecharon algunos elementos del cuento oral e introdujeron un contexto histórico y político realista. Esto rebajó la vertiente espiritual y mágica de la historia (el amuleto budista con poderes curativos solo tiene en el filme un rol simbólico) en busca de una mayor verosimilitud.

De izquierda a derecha: Zushio, Anju, Tamaki y la sirvienta familiar

Una de las modificaciones más relevantes de la versión cinematográfica, además del intercambio de edades de los niños (el hermano mayor aquí es Zushio y no su hermana Anju) (3), se da en el arco temporal del relato. Mientras que el cuento de Mori transcurre durante poco más de un año, la película de Mizoguchi abarca más de una década, por lo que el cautiverio en la hacienda del intendente Sansho es mucho más extenso y Zushio cuenta ya con unos veinticinco años cuando logra escaparse. En palabras del guionista Yoshikata Yoda, “el prólogo es fiel al relato original, pero todo lo demás, cuando Zushio y Anju son adultos, salió casi por completo de mi pluma. El cuento de Mori era sumamente conciso, abstracto, y no desarrollaba detalles anecdóticos o descriptivos. Mi primer trabajo como adaptador fue parafrasear, detallar, concretar el contenido y, más particularmente, dar al drama un cuadro histórico” (4).

Es sabido que el cineasta japonés no solía dejar cabos sueltos en su reconstrucción de una cierta época y cuidaba hasta los detalles más nimios. “Hay que comprobarlo todo; de no ser así toda la película se convierte en una mentira. Si tras reflexionar llegas a la conclusión de que la mentira ha de conservarse para el efecto cinematográfico, por razones estéticas, entonces perfecto. Pero la mentira que es una mera manera de facilitarse el trabajo tiene como único resultado volver plano y sin interés el tono de un film” (5). Las palabras de Mizoguchi hacen presuponer la meticulosidad que hay tras las imágenes de El intendente Sansho, que transcurre en el siglo XII, a finales del período Heian (794-1185). Aun así, Tadao Sato advierte que el director nipón sí se tomó ciertas licencias artísticas en algunas situaciones de la trama (6) que, a su entender, son poco verosímiles para la época en la que se ubica la acción. En concreto, el historiador menciona el ideario progresista avanzado a su tiempo del padre de los niños, Masauji, que es destituido de su cargo político y enviado al exilio por cuestionar la autoridad del shogunato defendiendo a los campesinos. Antes de separarse de su familia, le dirá a su joven hijo Zushio lo siguiente: “Todos los seres humanos son iguales y no se les puede privar de la libertad”. Otra situación un tanto sorprendente se da cuando Zushio, ahora ya adulto, es designado repentinamente gobernador de Tango poco tiempo después de su huida de la hacienda; una posición de poder desde la que aplica las enseñanzas de su padre impulsando una ley que prohíbe la esclavitud y le permite arrestar al intendente Sansho. Según Sato, que por lo demás considera valioso el trabajo de documentación histórica de la película, estos dos ejemplos tienen más de “propaganda democrática” que de comportamientos plausibles en el Japón del siglo XII.

La escena en la que Zushio, que ha asumido el cargo de gobernador de Tango, detiene al intendente Sansho

Pese a ello, y teniendo en cuenta el compromiso con los oprimidos que Mizoguchi mostró a través de los personajes de su filmografía, no resulta extraño que en El intendente Sansho potenciase la defensa de la justicia social, mientras trazaba un relato en el que también eran relevantes la redención, la compasión, el sacrificio femenino o la familia. Su fiel colaborador Yoshikata Yoda era muy consciente de ello: “Cuando me pedía escribir un guión, siempre me decía: «No olvides el contexto social». Para nosotros, hombres de izquierda, este aspecto era esencial. Durante toda su vida, Mizoguchi se rebeló contra la fuerza y la opresión (…) Nunca cambió. Todos sus filmes abordan un problema social” (7), Considerando esto, tampoco sería descabellado leer la película a la luz de la época en la que fue realizada: unos años cincuenta en los que Japón se encontraba en plena transformación y experimentaba los efectos de la ocupación estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial, entre ellos la instauración forzosa de una democracia liberal.

Más allá de lo ideológico, es significativo apuntar que el filme pertenece a la etapa final de la carrera de Mizoguchi; aquella en la que el cineasta japonés pareció alejarse del presente (salvo en dos obras maestras centradas en la prostitución: La mujer crucificada -Uwasa no onna, 1954- y La calle de la vergüenza -Akasen chitai, 1956) y filmó varios títulos ambientados en la era feudal de su país (además de El intendente Sansho, cabe citar Vida de Oharu, mujer galante -Saikaku ichidai onna, 1952-, Cuentos de la luna pálida de agosto -Ugetsu monogatari, 1953-, Los amantes crucificados -Chikamatsu monogatari, 1954- y El héroe sacrílego -Shin heike monogatari, 1955-) e incluso uno situado en la China del siglo VIII: La emperatriz Yang Kwei-fei (Yôkihi, 1955). Son películas surgidas en una década en la que la industria del cine nipón apostó fuerte por las producciones históricas tras el éxito internacional cosechado por Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) y Mizoguchi supo acomodarse a ello rodando algunas de sus obras más sublimes. En palabras de Sato (8), el cineasta japonés “necesitaba luchar con lo viejo a fin de descubrir lo nuevo” y eso le permitía “desmantelar a veces las historias originales, a veces incluso cambiarlas completamente”.

Una escena de Vida de Oharu, mujer galante

No deja de ser curioso que Ōgai Mori también se dedicase en su madurez a escribir relatos de corte histórico, sobre todo porque durante buena parte de su vida había refutado el Japón tradicional reclamando una mayor apertura de su país hacia las ideas de Occidente. Mori, que se formó como médico en Alemania e introdujo corrientes literarias europeas entre sus coetáneos al traducir a autores como Goethe, Calderón, Rilke o Rousseau, pareció asumir, en sus últimos años, que “en las entrañas del Japón moderno el viejo Japón estaba vivo”. O así lo cree el especialista Carlos Rubio (9), que considera que este escritor comprendió que “algo vital de la cultura japonesa podría perderse si se repudiaban abiertamente ciertos mitos”. Sea como fuere, relatos tan delicados, sobrios y luminosos como El intendente Sansho, El barco del río Takase (1916) o Las últimas palabras (1915) reportaron a Mori reconocimiento literario, aunque él pareció lamentar al final de sus días no haber podido transformar la sociedad de su tiempo. En palabras de Rubio, su existencia se resume “en un agudo conflicto bifronte entre lo público -el trabajo- y lo privado -su vida personal-, la ciencia -la Medicina- y el arte -las Letras-, el aprendizaje occidental -primeras obras- y la tradición japonesa -últimas obras-, un microcosmos agónico de la batalla librada a escala nacional por un país que, a fuerza de modernizarse, quería ser al mismo tiempo asiático y europeo. Una lid todavía en proceso”.

Fotografías de Ōgai Mori (izquierda) y Kenji Mizoguchi (derecha)

 

2. De la prosa a la pantalla

Llegados a este punto, y deteniéndonos ya en la puesta en escena de El intendente Sansho, conviene acordarse de una emblemática frase de Jacques Rivette (10): “Si Mizoguchi nos seduce, es ante todo porque no intenta seducirnos, y no se inclina nunca del lado del espectador”. El crítico y cineasta francés aludía con ello al sofisticado dispositivo formal del director japonés, donde no hay lugar para el subrayado o para el exhibicionismo y donde cada composición, cada movimiento o cada corte parecen emerger con inusitada naturalidad. Rivette hablaba de “un arte de la modulación” en el que la cámara siempre está “colocada en el punto exacto, de forma que el mínimo desplazamiento desvía todas las líneas del espacio y conmociona el rostro secreto del mundo y de sus dioses”. Más allá del arrebato entusiasta, lo cierto es que si nos fijamos en la aparición inicial de los personajes de la película que nos ocupa, es difícil imaginar una perspectiva mejor para plasmar su fragilidad en un paisaje angosto: la cámara, inmóvil y distante, observa a cuatro figuras empequeñecidas por dos árboles inclinados mientras se desplazan por un camino serpenteante. Solo un joven Zushio, que avanza saltarín y distraído, logra escapar de la opresiva división que dibuja la composición y esquiva los troncos hacia el fuera de campo. Esto da lugar a un liberador cambio de plano, donde vemos al chaval corriendo hacia la cámara -en un fondo boscoso ahora luminoso y amplio, sin elementos naturales que frenen su desplazamiento- para reencontrarse con su familia tras una panorámica hacia la izquierda. Mizoguchi, que filma esta vez con mayor cercanía a los cuatro personajes siguiendo lateralmente sus pasos por el sendero, observa la animada conversación de Zushio con su madre (en la que se evoca la figura del padre ausente) que antecede a otro alejamiento repentino del chico. De nuevo, es una suave panorámica (esta vez hacia la derecha) el recurso que marca la distancia del niño respecto a su madre, su hermana y la sirvienta.

«Un extraño grupo de viajeros caminaba por la ruta desde Kasuga, en la provincia de Echigo, hacia Imazu. Estaba formado por una madre, de apenas treinta años, y sus dos hijos. La niña tenía catorce años y el niño doce. Con ellos iba una criada, de unos cuarenta años, que alentaba a los fatigados hermanos a seguir: «Enseguida llegaremos a alguna posada donde pasar la noche», les decía. (…)
Su indumentaria era adecuada para el peregrinaje a algún templo cercano, sombreros y varas de bambú, y su actitud, valiente y dispuesta, despertaba ora curiosidad, ora ternura». [Fragmento de ‘El intendente Sansho’, de Ōgai Mori]  (11)

La concisión y sutileza de la breve escena (de menos de dos minutos) es tal que Mizoguchi logra, haciendo gala de esa seducción sin seducir a la que se refería Rivette, definir la época en la que transcurre la historia (la vestimenta), las dificultades del viaje (el entorno frondoso), la motivación del mismo (la búsqueda del padre) y el carácter diferenciado de uno de los miembros de la familia (el joven Zushio). El equilibrio entre la sobriedad del conjunto y la ligera emoción que nos embarga con la irrupción de la luz, el movimiento y los rostros de los actores tras el corte que separa los dos planos es, de algún modo, equiparable a la que nos transmiten las medidas palabras de Ōgai Mori en su bello relato. El escritor japonés opta para la misma situación por una descripción prosaica de la acción, sin énfasis ni juicios, y solo se permite un repunte fulgurante en una última frase en la que alude a la actitud “valiente y dispuesta” de sus cuatro personajes que “despertaba ora curiosidad, ora ternura”. Esta suerte de equivalencia entre prosa y puesta en escena no es tan evidente en todas las escenas del relato original que se conservan en la película, pero consideramos estimulante detenernos en varios fragmentos más del cuento de Mori para observar su sofisticada traslación fílmica y apreciar, a su vez, la exquisita obra literaria en la que se inspiró el cineasta nipón.

La siguiente escena que capta nuestro interés es aquella en la que Zushio y Anju conocen al intendente Sansho tras ser adquiridos como esclavos de su hacienda. Su encuentro se produce en una de las amplias estancias de la finca del terrateniente, justo después de que los niños recorran parte de sus terrenos guiados por el encargado de esclavos que los ha comprado a un barquero. Es significativo apuntar que Mizoguchi evidencia la pequeñez de los infantes y la magnitud de la hacienda recurriendo a dos planos generales con los que captura su recorrido hasta la sala en la que se encuentra Sansho. Mientras que el primero de los planos (en el que la cámara se encuentra elevada) es meramente descriptivo (nos permite ver los distintos oficios que se practican en la hacienda), el segundo (en el que la cámara se sitúa a la altura humana) tiene una intención más dramática. Tanto es así que el director japonés, aun manteniendo una distancia prudencial, rompe el estatismo de la cámara con una acelerada panorámica hacia la izquierda para mostrar cómo un lacayo del intendente le da un latigazo a un esclavo. Aunque Zushio y Anju se alejan caminando de tamaña brutalidad, llegamos a intuir sus rostros aterrados mirando hacia atrás y sus pasos casi se tropiezan después con los de un labrador que también es golpeado. Los dos planos, muy breves, definen el contexto en el que se va a producir la presentación de los niños ante Sansho y expresan bien el poder de este terrateniente que, según el relato de Mori, “poseía grandes mansiones y tierras, en las que sus esclavos trabajaban plantando trigo y arroz, cazando en la montaña, pescando en el mar, criando gusanos de seda, tejiendo en los telares, forjando el hierro, elaborando piezas de cerámica, esculpiendo la madera o realizando algún otro de los muchos quehaceres que había”.

«Una resplandeciente hoguera de carbón ardía en medio de la estancia central de la enorme mansión, construida sobre unos pilares tan gruesos que no los abarcarían los brazos de un hombre. Allí en el fondo estaba el intendente Sansho sentado sobre tres cojines apilados y reclinado en un reposabrazos. (…)
El jefe de los esclavos llevó a Anju y a Zushio a aquella estancia, los presentó y les ordenó que hicieran las debidas reverencias. Parecía que los niños no habían oído sus palabras y, sin parpadear, miraban atónitos al intendente Sansho.
Ese año, el intendente había cumplido sesenta años. Tenía un rostro rojizo, de frente amplia y mandíbula prominente. Su pelo y su barba brillaban plateados. Los niños, más sorprendidos que aterrados, seguían mirando su rostro fijamente. (…)
—Padre, les estoy observando desde hace un rato, y, aunque antes les han dicho que hagan las reverencias, no las han hecho, ni se han presentado como otros esclavos —dijo Saburo, el menor de sus hijos, de treinta años, que estaba a su lado—. Aunque parecen débiles, son obstinados. En principio, los varones deben cortar leña y las mujeres extraer sal. Hagámosles hacer esas labores».
[Fragmento de ‘El intendente Sansho’, de Ōgai Mori]

Si observamos la planificación con la que Mizoguchi plasma el citado encuentro de Zushio y Anju con el intendente, tres aspectos nos llaman la atención: la fragmentación con planos breves (algo un tanto anómalo en un cineasta amante del plano secuencia), el trabajo con la profundidad de campo (que el director japonés dominaba con excelencia, sobre todo en los interiores) y la disposición espacial (que establece jerarquías con elegancia). El conjunto de la escena (de poco más de un minuto) se dispone así en cinco planos con los que Mizoguchi evidencia el poder de Sansho de múltiples formas: con la aparición continuada en el fondo del encuadre de esclavos trabajando para él, con las posiciones de reverencia que le brindan el resto de personajes centrales, con su situación elevada en la estancia en contraste con la de unos niños mostrados en plano picado, con los movimientos y perspectivas de una cámara que parece ensanchar el espacio, con la magnitud de las columnas, con el travelling lateral que nos descubre los detalles de su rostro… Si establecemos una comparación entre la escena fílmica y su original literario, veremos cómo en el relato de Mori también se enfatiza la singular descripción física del terrateniente y se resaltan las dudas de unos Zushio y Anju más perplejos que asustados ante la situación que están viviendo, tal y como apostilla el hijo de Sansho: “les estoy observando desde hace un rato, y, aunque antes les han dicho que hagan las reverencias, no las han hecho, ni se han presentado como otros esclavos”. La película preserva a su vez en un lugar central “una resplandeciente hoguera de carbón” y logra hacernos intuir esa “enorme mansión” a la que alude el escritor japonés, que incluso se permite una inusual metáfora en su prosa sobria al decir que el espacio cuenta con “unos pilares tan gruesos que no los abarcarían los brazos de un hombre”.

Aunque el filme de Mizoguchi se aleja considerablemente del relato de Mori en la descripción de la vida en la hacienda (con la llamativa transformación de Zushio en un cruel lacayo de Sansho que solo recuperará su bondad gracias a los esfuerzos de su hermana, con la conexión espiritual de la madre con Anju a través de una emotiva canción, con el crecimiento de los niños hasta convertirse en adultos…), dos puntos culminantes del cuento siguen siendo esenciales en la película: el sacrificio de Anju y el tardío reencuentro de la madre con su hijo. El primero de ellos acontece después de que Zushio logre escapar de la hacienda de Sansho con la ayuda de su hermana. Mostrándose más sutil, conciso y elíptico en este párrafo que en casi ningún otro instante de su relato, Mori otorga mayor fuerza si cabe al gesto radical de Anju, a su muerte silenciosa para proteger la libertad de su hermano. El suicidio intuido en las palabras del escritor japonés (con la imagen demoledora de una pequeñas sandalias junto a la ciénaga) es más explícito en las imágenes de Mizoguchi, aunque la película respeta la intimidad del sacrificio de la joven, a quien veremos andar de espaldas mientras entra en el pantano donde acabará hundiéndose. El agua, que es un motivo visual clave en varios momentos de El intendente Sansho (esta escena rima con la de la muerte ahogada de la sirvienta cuando secuestran a la madre y a sus hijos), es el elemento que marca aquí el paso de la vida a la muerte y tiene una evidente connotación sagrada. No en vano, Anju rezará justo antes de suicidarse y Mizoguchi reforzará la espiritualidad del instante insertando el plano de una mujer que observa el sacrificio y también se postra para orar. El cuento de Mori no es ajeno a ello y nos dirá más adelante, con suma discreción, que “se celebró un funeral en memoria de Anju y en el pantano donde se ahogó se construyó un templo de monjas budistas”. El relato escrito y la película compartirán, pues, esta glorificación del sufrimiento femenino en beneficio de un hombre (Zushio), lo que ha llevado a que una experta en cine japonés como Freda Freiberg considere que Anju representa a «la mujer auto-sacrificada que sirve al orden patriarcal». (12)

«Cuando toda la familia del intendente Sansho salió en busca de Zushio, al pie de esta cuesta, junto a la ciénaga, encontraron tan solo un par de pequeñas sandalias de paja. Eran las sandalias de Anju». [Fragmento de ‘El intendente Sansho’, de Ōgai Mori]

La puesta en escena del suicidio, en la que Mizoguchi incorpora una fantasmal y lejana voz de la madre que parece guiar el gesto de su hija para salvar a Zushio, se construye en cuatro planos significativos. El primero, con la cámara distante y ligeramente elevada en la ladera, integra a Anju en el bosque de bambú, hasta el punto de que su figura es casi indistinguible tras las hojas. La joven, a quien vemos orar ante un pequeño arbusto deshojado, se nos revela así como un personaje humilde y sencillo, dispuesto a fundirse en el paisaje con su sacrificio. El segundo plano, con un encuadre más cercano y limpio, nos permite ver a Anju de espaldas avanzando hacia el agua, tras dejar sus sandalias en la orilla. El gesto cobra aquí una mayor relevancia por la posición de la cámara, pero sigue siendo discreto, natural. La situación cambia cuando parte del cuerpo de la chica empieza a hundirse y Mizoguchi efectúa el corte que da lugar al tercer plano de la escena: aquel en el que vemos cómo una mujer mayor reza mientras observa el suicidio de Anju desde la distancia. Esta mirada externa rompe la armonía de la acción y podría considerarse un subrayado innecesario (no aparece en el relato de Mori), pero ofrece el punto de vista del testigo, imprescindible para que el gesto de la joven no quede en el olvido y pueda difundirse entre los esclavos de la hacienda. El cuarto y último plano del suicidio no requiere más comentarios: la muerte tiene lugar con la desaparición de Anju en la ciénaga y con el agua dibujando un círculo fruto de su hundimiento; el arbusto de su oración está ahora en primer término.

El agua, ese elemento natural que separa la vida de la muerte y los dos hijos de su progenitora, es también relevante en la escena final de El intendente Sansho, con la que Mizoguchi plasma el reencuentro entre Zushio (en el relato escrito ha pasado a llamarse Masamichi) y su madre, Tamaki. No en vano, el abrazo maternofilial transcurre en un poblado costero devastado por un tsunami que apenas ha dejado supervivientes. La incontenible alegría del reencuentro, que ofrece un final reconfortante (se podría decir que feliz) al cuento de Mori, se ve rebajada, pues, por ese entorno hostil en el filme, donde descubriremos a una demacrada Kinuyo Tanaka (13) en el rol de madre ciega y desorientada, apenas capaz de entonar en su delirio la canción infantil con la que evoca a sus hijos.

Al igual que en el relato literario, el director japonés utiliza el amuleto budista (el jizo) de Zushio como objeto de reconocimiento: Tamaki sabrá que quien le visita es su Zushio cuando palpe esa estatuilla con las manos. Solo entonces podrá tocar el rostro del hijo añorado y fundirse en el abrazo emotivo con el que termina el cuento del escritor nipón. Mizoguchi, sin embargo, no contempla la posibilidad del milagro (ese que deja entrever Mori en alusión a la posible recuperación de la vista de la madre: «En ese momento abrió los ojos, que se le llenaron de lágrimas como una concha seca rebosante de agua») y añade unos instantes de desesperación y patetismo posteriores al reencuentro: Tamaki y Zushio vuelven a estar juntos, sí, pero las muertes de Masauji y Anju impiden que ambos puedan ser plenamente felices. En consecuencia, el segundo abrazo maternofilial es más de consuelo mutuo que de alegría y, ante tanta emoción y dolor, la cámara prefiere elevarse al cielo y tomar perspectiva de la tragedia sin regodearse en ella. Un lento movimiento desde las alturas desplaza nuestro punto de vista hacia la izquierda y deja a los personajes (y a su drama) en el fuera de campo. Mizoguchi concluye así El intendente Sansho con la belleza desoladora de una playa vacía, que parece certificar que en la vida los seres humanos solo estamos de paso. Hemos contemplado una historia conmovedora, pero la naturaleza sigue su curso, indiferente.

«Masamichi, sin saber bien por qué, se sintió embelesado por esta mujer y se quedó de pie mirándola. Su enredado cabello estaba lleno de polvo y, al mirarla al rostro, se dio cuenta de que era ciega. Masamichi sintió una profunda compasión por ella. Entretanto, poco a poco fue comprendiendo las palabras que estaba murmurando. En ese momento, Masamichi sintió una fuerte sacudida en todo su cuerpo y se le llenaron los ojos de lágrimas. La mujer repetía estas palabras:

Anju de mi corazón, cuánto te añoro,
Zushio de mi corazón, cuánto te añoro,
Pajarillos míos, si aún tenéis vida,
¡volad lejos! ¡Que nadie pueda cazaros!

Masamichi se quedó paralizado, hechizado por estas palabras. […] En su mano derecha llevaba la imagen del jizo, y se la puso en la frente.
Ella se dio cuenta de que algo o alguien, más grande que un gorrión, había venido a desparramar la cosecha de mijo. Dejó de recitar su eterno estribillo y fijó su mirada ciega ante ello. En ese momento abrió los ojos, que se le llenaron de lágrimas como una concha seca rebosante de agua.
—¡Zushio! —gritó la mujer.
Y los dos se abrazaron fuertemente».

[Fragmento de ‘El intendente Sansho’, de Ōgai Mori]

 

© Carles Matamoros, abril de 2017

 

(1) Para conocer más detalles sobre la leyenda, recomiendo leer: SATO, Tadao; Kenji Mizoguchi and the Art of Japanese Cinema, Berg Publishers, 2008, Oxford. (Esta obra fue publicada originalmente en japonés en 1982).
(2) Tadao Sato establece una comparación entre la leyenda oral, el relato escrito y la película en el libro antes citado (ver nota 1).
(3)
 Según Tadao Sato (ver nota 1), la razón del cambio de edades de los niños pudo deberse a razones de casting, ya que el actor elegido por Mizoguchi para el papel de Zushio adulto (Yoshiaki Hanayagi) era más mayor que la actriz elegida para el rol de Anju adulta (Kagawa Kyoko).
(4) Citado en SANTOS, Antonio: Kenji Mizoguchi, Ediciones Cátedra, Madrid, 1993.
(5) Citado en SIMSOLO, Noël: Kenji Mizoguchi, Cahiers du cinéma – El País, Madrid, 2008.
(6) SATO, Tadao; Kenji Mizoguchi and the Art of Japanese Cinema. (Ver nota 1).
(7) Ver nota 5.
(8) SATO, Tadao; Kenji Mizoguchi and the Art of Japanese Cinema. (Ver nota 1).
(9) 
Carlos Rubio López de la Llave es un experto en literatura japonesa y todas las citas que aquí recogemos pertenecen a su prólogo de MORI, Ōgai: El intendente Sansho, Contraseña Editorial, Zaragoza, 2011.
(10) RIVETTE, Jacques, Mizoguchi vu d’ici, Cahiers du Cinéma, nº 81, París, 1958. El artículo ha sido traducido al castellano por Lumière.
(11) Todos los fragmentos del relato son de MORI, Ōgai: El intendente Sansho, Contraseña Editorial, Zaragoza, 2011. La traducción al castellano es obra de Elena Gallego.
(12) No hemos planteado en este artículo una lectura de género de la película, pero recomendamos leer FREIBERG, Freda, Women in Mizoguchi films, Japanese Studies Centre, Melbourne, 1981.
(13) Kinuyo Tanaka, que fue una actriz y una cineasta de enorme talento, no tuvo problemas en mostrar aquí un aspecto muy desmejorado que chocaba con su condición de estrella en Japón. De hecho, la fidelidad que mostró como intérprete a Mizoguchi alcanzó cotas muy considerables. El director portugués Paulo Rocha, que tuvo la oportunidad de entrevistarla, contó una anécdota reveladora del rodaje de Vida de Oharu, mujer galante, donde Kinuyo Tanaka era la protagonista: «En la película ella es una prostituta de la clase más baja, una prostituta que duerme con los peregrinos, y era preciso que al final apareciera sin dientes. Y a pesar de estar en una edad en la que aún era más o menos bonita (…) ¡se quitó los dientes! Me dijo que le parecía que valía la pena, y en ese momento pensó que lo tenía que hacer, es decir, que no se podía pasar por los pequeños trucos, tenía que ser así. No tengo la certeza absoluta de que no se haya arrepentido más tarde, pero por supuesto, salió una película impresionante. Pero es preciso ver que, más allá de todas las vueltas en torno al deseo por ganar prestigio, de la voluntad de ganar dinero y de las vanidades profesionales, los grandes realizadores en Japón consiguen tener un aura casi religiosa. Las personas están dispuestas a todo por ellos, viven en equipos y son devotísimas del maestro». La cita del director portugués pertenece a una recopilación de declaraciones recogidas por Luis Miguel Oliveira en un artículo titulado Paulo Rocha habla sobre Kenji Mizoguchi, que se puede consultar en castellano en la revista Lumière.