Si la cosa funciona
Desordenando las conclusiones
Después de su relajado paseo por la muy exótica España con Vicky Cristina Barcelona (2008), su película más fluida y luminosa en muchos años, Woody Allen hace su primer come back, que huele a recapitulación, e inicia con Si la cosa funciona (Whatever Works, 2009) una (esperemos que larga) coda final, ya veremos con cuántas interrupciones y arrebatos de mala conciencia.
El Woody Allen “viejo” (que no el viejo Woody Allen, que suena como más familiar y previsible) parecía tomar en sus dos últimas realizaciones el camino de tantos directores del pasado que llegaban a las postrimerías de su carrera esencializando su puesta en escena, jugando con los resortes de su bien ganada marca de fábrica hasta el punto de parecer poder prescindir de todo lo superfluo, liberándose de esas cadenas que son las expectativas de su fiel público y haciendo en pocas palabras lo que le apetecía en cada momento.
No era eso Match point (2005), que intentaba asentar una carrera en Europa por si el regreso se ponía feo, ni tampoco Scoop (2006), que capitalizaba los réditos de la primera, pero sí desde luego dos películas bastante extrañas y libres, sorprendentes: El sueño de Cassandra (Cassandra´s dream, 2007), intensa y crispada como los dramas policiacos ingleses de Losey o algún Lumet especialmente oscuro y la mencionada Vicky Cristina Barcelona, casi dionisiaca, y supongo que mal valorada aquí por aspectos externos -somos un tópico y vivimos de ello cuando nos interesa- que en otros films ni reparamos en ellos.
Si la cosa funciona -y no es la primera vez que Allen mira hacia atrás y en su siguiente film cambia el rumbo: eso parecía anunciar hace más de diez años Todos dicen I love you (Everyone says I love you, 1996), su última obra maestra en mi opinión- es, y esta vez parece que no a su pesar, visto el relanzamiento comercial de su carrera en su periplo europeo (que parece que continuará), un buen punto y final a sus pensamientos cinematográficos, lo más parecido a un testamento fílmico que ha rodado. Quizá no estaría del todo descontento si fuese su última palabra.
Allen, como Scorsese, Coppola, Spielberg y otros directores de su generación, por mucho éxito que hayan llegado a tener, parece bastante decidido a no tener una carrera “en continuidad”. Todos creemos conocerlos y sin embargo, nadie podría prever cuánto de lo aprendido utilizarán en sus siguientes proyectos. Dudan, se muestran inseguros, vuelven sobre sus pasos, se arriesgan con proyectos nada apropiados a sus afinidades cinematográficas, rejuvenecen de repente para parecer al momento siguiente que se disponen a dictar sus memorias… y al final proclaman que no sabemos nada ni de ellos ni de la vida, como ese personaje que interpreta Larry David, uno de los creadores de Seinfeld, uno de tantos personajes nacidos directamente de la mitología alleniana.
En el zigzagueante camino que ha conducido a Woody Allen hasta Si la cosa funciona se quedaron la ligereza y la emoción, el análisis afilado de las relaciones de pareja, la comedia que subyace y salta, maravillosa, delante de las narices del drama y sobre todo la inteligencia como macchina ammazzacattivi. Desprovisto de esa complejidad (y podría decirse que siendo casi superficial, si no es por el cariño que cualquier cinéfilo le tiene), un tanto discursivo y menos sutil que nunca, tenemos a un Woody Allen sumamente divertido y ácido, pero sin el encanto de antaño. La conexión con la chispeante Una mujer para dos (Design for living, 1933) de Lubitsch que tenía su última película parece ahora un espejismo. Ni ese Nueva York al que vuelve parece el de antes. Tendremos que asumir quizá que nunca existió, como el Dublín de Joyce.
Tal vez haya que buscar todo lo que nos falta ahora en su cine en las películas de Hong Sang-soo, la media sonrisa y la sorpresa, la plasmación certera de ese absurdo empeño en buscarle una lógica a esta vida más allá de la pura casualidad y la suerte.