Sobre ‘Marie-poupée’ y el cine-agujero
Yo me casé con un fetichista de las muñecas
Fui al cine a ver La pianista (La pianiste, Michael Haneke, 2001) en mi primer año de universidad y no le presté demasiada atención. Es posible que me durmiera. Pero eran los tiempos de saberlo todo aunque no supiéramos nada y, desde entonces, siempre que esa película aparecía en conversaciones yo me limitaba a decir que sí, que estaba muy bien, sin recordar en realidad gran cosa del argumento. Hace un tiempo surgió la posibilidad y decidí que había llegado el momento de actualizar mi recuerdo del filme de Haneke. Tuve que verla doblada, pero ni así pude escapar de la terrible y subyugante composición de Isabelle Huppert. Esa noche, ya en la cama, empecé a buscar palabras para definir la película y llegué a la conclusión de que pertenecía a una especie de género que podríamos llamar “cine-agujero” o “cine-cerradura”.
“Tu vicio es una habitación cerrada y solo yo tengo la llave”: esta es la traducción del título original de Vicios prohibidos (Il tuo vizio è una stanza chiusa e solo io ne ho la chiave, 1972), un giallo de Sergio Martino; pero también es una frase que funciona a la perfección como leit motiv del cine-agujero. Películas que son como el ojo de una cerradura o una grieta en la pared, que nos permiten hurgar en un mundo y en unos personajes que tienen cierta cualidad definitivamente sórdida e incómoda. Pero resulta que no podemos dejar de mirar. Nos fascina la oscuridad. Volviendo a La pianista, si nos dijeran que sus protagonistas (la profesora y el alumno) se han conocido a través de un foro o de un chat de Internet, nos lo creeríamos sin apenas dudar. Lo mismo se podría decir de los personajes de Marie-poupée (Joël Séria, 1976), la película de la que en realidad quería hablar.
En ella, André Dussollier interpreta a Claude, un fetichista de las muñecas, de esos que asisten a congresos e intercambian ejemplares con personas de otras partes del mundo. Tiene también una tienda de muñecas frente a la que, una tarde, se asoma Marie, la heroína de este extraño cuento de hadas, interpretada por la menuda Jeanne Goupil -actriz fetiche del director que entonces tenía veintiséis años aunque su físico siguiera pasando por el de una adolescente-. Claude y Marie se conocen, él se queda prendado de su anatomía muñequil y, a través de una oportuna elipsis, descubrimos que se han casado. Marie tiene lo que ella cree que será una vida feliz y normal (eso enseñan los libros y los padres). Claude ha adquirido una nueva muñeca para su colección. Ahí es cuando la película deviene agujero, a través del cual asistiremos a la desintegración de un matrimonio poco usual.
Lo que más me llamó la atención de Marie-poupée y lo que me hizo querer escribir sobre ella es el registro enrarecido que emplea Joël Séria para contarnos una historia cuya paleta de colores es la de un melodrama respetable e incluso luminoso. El elemento bizarro del argumento podía haber inclinado fácilmente la película hacia el territorio de la comedia erótica -un género que su director ya había tocado- o, si se hubiesen acentuado los detalles escabrosos, la cosa podría haber virado hacia la exploitation con ribetes pedófilos. Pero Séria narra con naturalidad, como si esta fuera otra película francesa de amor y cicatrices. Y nosotros no sabemos si se supone que debemos sentir empatía o lástima, o si nos tenemos que reír. IMDB dice que Marie-poupée es un drama, a secas. Yo la veo más cerca de la comedia negra con gotas surrealistas. La escena que nos muestra la primera noche de alcoba de Claude y Marie es, a un tiempo, depravada y hermosa. Ahí la cámara no escatima detalles, pero están filmados con tal tranquilidad y precisión —los planos justos, sin que falte de nada, todo fluye, qué maravillosa es la inocencia— que hasta se me pasó por la cabeza que aquello, más que erótico o escandaloso, era adorable. Otro momento para el recuerdo es aquél en el que Marie penetra, por primera vez, en la habitación de casa de muñecas que Claude ha preparado para ella, donde la blancura de las paredes y los muebles a punto para ser estrenados colisionan con nuestra sensación de que algo extraño está ocurriendo.
Marie-poupée fue la cuarta película de Joël Séria quien, en 2010, volvió al cine, tras veintiún años, con Mumu, un drama infantil con reminiscencias biográficas que casi nadie vio. Tampoco yo. A partir de la década de los ochenta, tras haber firmado cinco películas, trabajó mayormente en la televisión. Al cineasta francés los exploradores del cine de culto lo conocerán, sobre todo, por Mais ne nous délivrez pas du mal (1971) -su debut, también con Jeanne Goupil-, otro perverso cuento juvenil que se basa en el mismo “suceso real” en el que se inspiró Peter Jackson para sus Criaturas celestiales (Heavenly Creatures, 1994). El resto de la filmografía de Séria es difícil de ver en condiciones si uno no domina el francés. La banda sonora de Marie-poupée la compuso Philippe Sarde, el mismo año que hizo la de El quimérico inquilino (Le locataire, Roman Polanski, 1976), otra enorme película que no sé si entraría en la categoría del cine-agujero, aunque en ella haya casi tantas cerraduras como heces en los umbrales de las puertas, y figuras inquietantes que pueblan eso a lo que llamamos realidad.