Margaret Sullavan

Un océano en la mirada

Este artículo forma parte del Especial sobre la política actoral

«Su vida íntima»

¿Qué tienen en común cineastas tan diferentes como John M. Stahl, Ernst Lubitsch, Frank Borzage, William Wyler o King Vidor? Desde luego, que pertenecen a una época y a una industria cinematográfica irrepetibles; además, que son autores versátiles pero con estilos claramente identificables; pero, también, que todos ellos filmaron películas con Margaret Sullavan y esas obras tienen entre ellas unos lazos cinematográficos especialmente intensos. Sin embargo, estos lazos van más allá de estos populares autores y podríamos ampliarlos a las películas Sullavan de cineastas hoy en día menos reconocidos, como E. H. Griffith, H. C. Potter, Robert Stevenson o Rudolph Maté, quienes, posiblemente, filmaron con esta actriz las mejores películas de sus carreras.

Parece claro que nada de esto es casualidad y que una actriz con la personalidad de Sullavan era capaz de llevar a su terreno cada obra. Por un lado, hay una marca de actriz en su coherencia en la elección de papeles. En un sistema tan rígido como el del Hollywood de la época, superó las limitaciones impuestas enfrentándose a los grandes productores y sacrificando el número de películas que pudo hacer (un total de dieciséis, poquísimas para una estrella rutilante como ella), lo que la llevó a volcarse especialmente en su carrera teatral. Por otro lado, cualquier papel encarnado por Sullavan, y los hizo muy distintos, está imbuido de una espectacular energía soterrada y de unas características absolutamente particulares.

«El bazar de las sorpresas»

El misterio de una voz

A diferencia de otras estrellas de su época, Margaret Sullavan no parece tener un aura de misterio procedente de la ocultación, de lo desconocido: ella representa en cada película, ante los espectadores, la transparencia y sinceridad absolutas. Lo ofrece todo, comparte y se entrega con generosidad desbordante. Traspasa la pantalla.

En la vida real, Margaret Sullavan ocultó durante años su sordera a las frecuencias altas. Esto le provocó, y fue intensificándose a lo largo del tiempo, su característica voz ronca, que según algunas fuentes experimentó por primera vez sobre las tablas y su éxito le hizo incorporarla a su repertorio. Mucho antes, Sullavan ya vivió una infancia de aislamiento a la que se vio sometida a causa de su extraña dolencia muscular en las piernas; cuando se recuperó, salió al mundo exterior llena de energía y vitalidad. Sabiendo esto, nos asalta una pregunta sin respuesta: ¿sería el miedo a un trato diferente por parte de los otros lo que le haría ocultar, años después del episodio infantil, su sordera, sus debilidades?

Una imagen característica de Margaret Sullavan es la de la enfermedad, ya que, más grave o más leve, nos hemos acostumbrado a verla convaleciente en numerosas películas: Parece que fue ayer (Only Yesterday, John M. Stahl, 1933), ¿Y ahora, qué? (Little Man, What Now?, Frank Borzage, 1934), El ángel negro (The Shopworn Angel, H. C. Potter, 1938), Tres camaradas (Three Comrades, Frank Borzage), Tormenta mortal (The Mortal Storm, Frank Borzage, 1940), El bazar de las sorpresas (The Shop around the Corner, Ernst Lubitsch, 1940), Su vida íntima (Back Street, R. Stevenson, 1941), Así acaba nuestra noche (So Ends Our Night, John Cromwell, 1941), Cry ‘Havoc’ (Richard Thorpe, 1943), Amarga sombra (No Sad Songs for Me, Rudolph Maté, 1950)… En muchas de ellas, además, muere, y nadie ha sabido morir como Sullavan en una pantalla de cine, con su dignidad, su valentía y su verosimilitud, ya fuera a causa de una enfermedad, de pena o asesinada.

Sin embargo, en ningún caso la enfermedad aplaca sus energías, su voluntad incontenible, su insobornable personalidad. Muchas de estas situaciones de enfermedad, de hecho, se materializan con el personaje de Sullavan intentando ocultarlo al resto, ya sea para evitar problemas o preocupaciones a los demás, para ganar tiempo en el que acabar alguna tarea o para poder seguir desarrollando su trabajo en general.

En la pantalla de cine nos llega inmediatamente esa contradicción: por un lado, su energía y vitalidad, por otro, la fragilidad de su propio cuerpo, lo que se hacía notorio en cada uno de sus movimientos, algo desarticulados, como si cada uno de sus miembros tuviera vida propia, o a través de la constante tensión de una voz que parece a punto de rasgarse. A veces da la sensación de que no es posible que exista semejante energía en un cuerpo tan pequeño y aparentemente delicado, siempre al límite de lo posible.

Pero no nos alejemos del elemento clave: la voz de Margaret Sullavan. Es imposible cerrar los ojos y no evocarla perfectamente, con su profundidad susurrante, como un ronroneo continuo pero nunca somnoliento. Era un susurro fuerte porque no procedía de una voz frágil. El susurro era su naturaleza y su fortaleza, firme como un rayo, implacable en sus convicciones. Y la emoción, la magia, llegaba en esos momentos en que la voz daba un quiebro, se rasgaba antes de volver a recuperarse. Hoy en día lo escuchamos y el corazón nos da un vuelco, incluso en momentos aparentemente banales. En su última película, Amarga sombra, por ejemplo, después de conocer que padece una enfermedad mortal y de llevar a su hija en el coche de vuelta a casa, se queda embelesada mirando el horizonte. La pequeña le pregunta qué mira y ella responde: “Just the mounts and the trees. They’re very beautiful(1). En el momento de pronunciar la palabra “mounts” es cuando la voz se rasga por un instante, volviendo inmediatamente después al tono susurrante, y vuelca de esa manera en quien la escucha las emociones almacenadas previamente. Solo ella sabía forzar ese quiebro en el momento preciso, hacer desbordar nuestra emoción, convertirnos, a quienes lo escuchamos, en seres totalmente vulnerables.

Su voz era una montaña rusa y los más hábiles cineastas la utilizaban para modular el propio tono dramático de la película, convirtiéndose en una herramienta tan potente como la puesta en escena o el montaje. Quizás esto se vea, mejor que en ninguna otra película, en Amarga sombra, de Rudolph Maté, director de fotografía reconvertido a director que, paradójicamente, explotó como nadie (o dejó libertad a Sullavan para que lo hiciera) las posibilidades cinematográficas de una voz.

«Amarga sombra»

La diva de ojos transparentes

Ya fuera en comedias o en melodramas, Sullavan se mostraba alegre y vivaz, pero nunca cursi o coqueta. Al ser demasiado transparente, su mirada refleja una bondad excesiva como para resultar frívola o tener algún tipo de preocupación por ella misma. No obstante, en algunas películas comienza interpretando papeles de diva o señorita caprichosa y mimada con gran convicción y solvencia, que evolucionan a lo largo del metraje hasta transformarse en personajes que revelan una realidad interior que estaba oculta por razones culturales o sociales. Cuando las máscaras se caen, y llegamos a su rostro relajado, natural y sincero, y el milagro de la transformación toma cuerpo.

Margaret Sullavan no necesitaba espectaculares ni floridos primeros planos. Aunque sobre ella también recayera la iluminación típica del cine del Hollywood clásico, con su angulación ligeramente cenital que afila las facciones y remarca el misterio, en su caso esto está mucho más moderado. No se podía iluminar a Margaret Sullavan como a Marlene Dietrich o a Greta Garbo. Tampoco como a Bette Davis o Joan Crawford. Ni siquiera como a otras actrices de la época de complexión similar, como Viven Leigh o Irene Dunne. Su actitud lo impedía. El foco tenía que estar algo más bajo, debía permitir asomarse a su mirada, lanzarnos a ese océano de sinceridad. Y, a pesar de ello, Margaret Sullavan era una estrella. Una estrella distinta de las demás. Quizás el mejor ejemplo sea el de El bazar de las sorpresas, donde interpreta su papel como la antítesis de una diva, y solo eso le permite ser Klara Novak. Vista hoy en día, a muchos espectadores nos resulta imposible imaginar a una actriz diferente encarnando ese personaje. La fusión entre actriz y personaje, cuerpo y ficción, carne y representación, da lugar a iconos grabados a fuego en el inconsciente colectivo.

«El bazar de las sorpresas»

Los papeles más característicos y conocidos en la actualidad de Margaret Sullavan son el El bazar de las sorpresas y las películas de Frank Borzage, en las que sigue un patrón claro: interpreta a una chica humilde, trabajadora, llena de fuerza y voluntad pero víctima de un exterior hostil y de unas circunstancias desfavorables. Sin embargo, Margaret Sullavan también hizo papeles más cercanos a los típicos de diva. En El ángel negro interpreta a una famosa y mimada actriz de revista que, al principio de la película, parece no ver más allá de su ombligo y de su mundo; en Viviendo en la luna (The Moon’s Our Home, William A. Seiter, 1936) representa a una temperamental actriz de Hollywood con arrebatos de furia y una marcadísima personalidad; en Cenizas de la guerra (So Red the Rose, King Vidor, 1935) hace, en ese papel precursor de la Escarlata O’Hara de Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, Fleming, Cukor, Wood, 1939), de atildada señorita del sur. En todas ellas el personaje evoluciona o, más bien, deja que los espectadores veamos la humanidad que había debajo de la máscara de aparente frivolidad con la que había empezado. La verosimilitud del cambio en los personajes es un movimiento de máximo riesgo, y solo una actriz con los matices que aporta Margaret Sullavan es capaz de sostenerlo.

En cualquiera de los dos tipos de papeles, y en tonos diferentes, desde la screwball comedy hasta el melodrama más puro, Sullavan hace gala de una profunda expresividad carente de afectación. Quizás por esas características tan suyas pueda ser considerada la mejor representante de la actuación clásica norteamericana, muy lejos de lo que vendría posteriormente con los actores del método.

La flexibilidad, movilidad y vivacidad ya comentadas, y sus movimientos gráciles pero naturales, desprovistos absolutamente de solemnidad o de pompa, permiten a los cineastas una mayor sobriedad en la puesta en escena, dado que no es necesario realizar grandes movimientos de cámara ni alambicadas composiciones de montaje para transmitir de forma vívida el dinamismo que requiere una escena.

En la screwball comedy de William A. Seiter Viviendo en la luna, Sullavan tiene varias escenas en las que hace gala de su despliegue físico, no solo para mostrarse ágil y desenvuelta, sino también patosa y torpona, lo cual muchas veces es más difícil. En una divertidísima escena invernal, Henry Fonda le propone una apuesta: si no es capaz de levantarse ella sola de la nieve, se casarán. Ella, orgullosa, acepta e intenta ganar por todos los medios, desplegando así su diversidad de movimientos corporales.

Otro de los muchos ejemplos está en su primera colaboración con Frank Borzage, ¿Y ahora, qué?, donde, en una escena campestre, Sullavan corretea despreocupada alrededor de su marido, se sube a los árboles, y se lanza sobre él con una naturalidad que expresa toda la confianza que existe en la pareja. No es necesario nada más. Unos planos atrás, en la misma escena, en un momento más tranquilo, estático, Sullavan pide sinceridad a su marido, de quien ha descubierto que oculta algo. En este contraste, y en la capacidad de cambio de registro inmediato de Sullavan, reside la intensidad de la escena.

Ya en esta escena podemos ver lo que probablemente sea, junto a la voz, el rasgo más característico e impresionante de Margaret Sullavan: la transparencia y sinceridad de su mirada, de unos ojos que parecen no mirar a ningún sitio pero que en realidad lo ven todo. Como un lago de aguas cristalinas, vemos el fondo, con sus peces, sus rocas o su arena suave y firme, y con eso no solo comprendemos al instante lo que ocurre en el interior de su personaje, sino también la incapacidad del resto de personajes de comprender lo que tienen cerca, perfectamente visible. En ocasiones, porque es conveniente para uno mismo no ver demasiado.

Esta mirada tiene un efecto devastador y los cineastas también lo sabían, por lo que, a diferencia de lo que pasaba con otras actrices u otras películas, nada es tan efectivo como dosificar sus primeros planos. Muchas veces, esa claridad de su mirada permite expresar todo en un plano medio, por lo que los primeros planos pueden reservarse para los momentos de clímax o catarsis. Contar con esta posibilidad es un regalo para cualquier cineasta, que puede mantener continuamente la tensión con planos medios para hacer estallar el terremoto, de esta manera estremecedor, solo en un par de momentos puntuales del metraje.

Todas estas características hacen casi imposible que Margaret Sullavan no represente siempre el papel protagonista de una película. Cuando esto no fue así, como en La hora radiante (The Shining Hour, Frank Borzage, 1938), en la que aparecía en un papel secundario respecto a Joan Crawford, su aparición eclipsaba completamente a la gran diva de Hollywood y servía para cambiar el tono de la película, contraponiendo el cinismo de Crawford con el suave romanticismo de Sullavan. Frank Borzage, quizás el menos cínico de los cineastas del Hollywood clásico, tiene claro de qué lado posicionarse y, de esta manera, aprovecha este movimiento sorpresa para dotar la película de nuevos matices y significados.

La estadounidense más europea

Margaret Sullavan era una gran estrella pero, en cualquier caso, era lo menos parecido posible a cualquiera de las demás divas del momento. Seguramente esto provocaba que sus películas tuvieran el aire embelesado y algo aturdido con el que se miraba a Europa desde Hollywood en aquellos años. Por eso, ella es una americana que parece europea y cuyas películas tienen tanto que ver con el viejo continente. En un rápido repaso se puede advertir que muchas de las historias que estaban en la génesis de sus películas pertenecen a Europa y, especialmente, a esa gran tradición de los escritores del Imperio austrohúngaro que eran maestros en fusionar el drama sentimental, la aguda percepción social y el tono amable, de comedia sincera, desprovisto de ironía. En línea con esto se puede pensar en El bazar de las sorpresas, que parte de la pieza teatral escrita por el húngaro Miklós László y se sitúa en Budapest. Pero no hay que olvidar que Una chica angelical (The Good Fairy, William Wyler, 1935) se basa en la obra de Ferenc Molnár, compatriota de László, y que Parece que fue ayer tiene su origen en Carta de una desconocida, la emocionante nouvelle de Stefan Zweig.

Pero, quizás, el mayor lazo de empatía de Margaret Sullavan con el pueblo europeo se encuentre en los intensos y emocionantes papeles que interpretó con el nazismo y la II Guerra Mundial como telón de fondo. Las tres películas que rodó bajo la dirección de Frank Borzage en el entorno europeo alcanzan unas cotas de lucidez, emoción y generosidad rara vez vistas en la Historia del cine. Desde el desgarrado grito de auxilio y la reivindicación de la dignidad de los humildes en ¿Y ahora, qué? hasta el poder de la fraternidad en tiempos difíciles que muestra en Tres camaradas o el absoluto compromiso moral de Tormenta mortal, donde Sullavan se convierte en un auténtico emblema de resistencia. Esta trilogía del tándem Sullavan-Borzage es uno de los más grandes cantos de amor, solidaridad y humanismo nunca vistos en una pantalla. Para culminar su serie sobre la pesadilla nazi, Sullavan se metió en la piel de una jovencísima refugiada que también huye de Alemania en la interesante película de John Cromwell Así acaba nuestra noche.

«Tormenta mortal»

La autoría de una actriz

En sus declaraciones (2), Margaret Sullavan mostraba su preferencia por el teatro por encima del cine, pero quizás fue esa insatisfacción con el mundo de Hollywood la que la llevó a buscar concienzudamente determinados papeles, a enfrentarse a los grandes estudios y a llevar cada interpretación a su terreno. Pocas cosas se parecen más a una película de Margaret Sullavan que otra película de Margaret Sullavan. Poco importa que su papel procediera de un encargo o de una decisión suya, porque al final siempre acabamos viendo su huella autoral. Después del rodaje de Cry ‘Havoc’, en 1943, parecía haber dejado el cine definitivamente para centrarse en el teatro, su amor eterno, aquello que la satisfacía porque la enriquecía y le permitía aprender cada día. Poco importaban las buenas críticas o haber hecho una película diferente. Para ella el cine había sido un infierno. Sin embargo, unos años después, en 1950, nos regaló en su última película, Amarga sombra, una interpretación gloriosa. Se nota más que nunca el paso del tiempo, pero la luz sigue irradiando de su rostro y las huellas de sus pesares quedan cubierta de una bondad intangible que no está alejada del gran cineasta de la Gracia, Frank Borzage.

El ángel negro, Amarga sombra, o Cuando volvamos a amarnos (Next Time We Love, E. H. Griffith, 1936), especialmente estas dos últimas, son el mejor ejemplo de la capacidad de Sullavan para elevar de categoría la carrera de los cineastas. Ni Rudolph Maté ni E. H. Griffith, aun teniendo buenas filmografías, lograron acercarse nunca a la maestría de sus películas con Sullavan, que era capaz de impregnar cada plano de una carga emocional, de una profundidad y de un verismo tales que los cineastas podían confiar parte de la personalidad de sus obras en su actriz. En ocasiones, la desaparición de un director (o la grandeza de ser capaz de adoptar una postura modesta) impulsa que el arte de lo sublime llegue de la mano de otros creadores. Y Margaret Sullavan era una gran creadora.

Si afirmaba Jean Luc Godard que Hitchcock había sido el gran creador de formas del siglo XX, podríamos decir que Margaret Sullavan fue una de las grandes creadoras de gestos y miradas invisibles. Porque podremos olvidar el argumento de sus películas con Lubitsch o Borzage, pero nunca olvidaremos la mirada decepcionada de la Klara Novak de El bazar de las sorpresas al encontrar vacío el buzón de su apartado de correos o su rostro de asombro al descubrir la identidad de su crush epistolar; no se nos irá de la cabeza la luz que rezuma su rostro exangüe desde la cama al  final de Tres camaradas; siempre nos acompañará su figura jugando frente a los espejos infinitos de Una chica angelical. No olvidaremos cómo mostraba firmeza en la alegría y en la tristeza sin caer nunca en el patetismo. Y tampoco olvidaremos la actitud que encarnan sus personajes: la solidaridad, la voluntad, la entrega y, sobre todo, su insobornable compromiso ético y dignidad moral.

«El bazar de las sorpresas»

«Tres camaradas»

«Una chica angelical»

 

© Faustino Sánchez, agosto 2020

(1) Miro las montañas y los árboles, son preciosos.

(2)When I really learn to act, I may take what I have learned back to Hollywood and display it on the screen. But as long as the flesh-and-blood theatre will have me, it is to the flesh-and-blood theatre I’ll belong. I really am stage-struck. And if that be treason, Hollywood will have to make the most of it”. Declaraciones de Margaret Sullavan en una entrevista en 1936, recogidas en el libro Margaret Sullavan, Child of Fate, de Lawrence J. Quirk, St. Martin’s Press, New York, 1986, p. 80.