La cueva de los sueños olvidados

Artesanía entre los límites

 

Si algo ha estimulado la extensa y prolífica carrera de Werner Herzog a lo largo de los años, ha sido la necesidad de indagar en la capacidad del ser humano para afrontar los retos que imponen el espacio y el tiempo, e indagar en el concepto de límite con una enriquecedora dicotomía de fascinación y angustia imposible de resolver. Si bien habitualmente se asocia su cine con una búsqueda física de esos límites, quizás debido al icono que representó la figura de Klaus Kinski durante buena parte de su carrera, en La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010) la frontera a la que se acerca Herzog es la del conocimiento, la que impone una necesidad de crear, de imaginar lo que somos a partir de huellas y restos del pasado.

Herzog realiza con su primera película en 3D una de sus obras más metacinematográficas, en la que definitivamente se decide a indagar en los misterios del oficio de cineasta, que aborda desde un punto de vista artesanal, tal y como afirmaba otro de los grandes exploradores de los límites entre el documental y la ficción, el francés Jean Eustache. Como un arqueólogo que juega a adivinar el pasado, creando una ficción paralela que nunca podrá dejar atrás un cierto grado de incertidumbre, el cineasta también está obligado a recrear su mundo mental o sensorial con un importante componente de ambigüedad, aquel que es capaz de convertir los panfletos o los dogmas en obras de arte.

Herzog se enfrenta a varios retos con la realización de la película. El primero de ellos, y quizás el más importante, consiste en intentar sostener el límite que separa el conocimiento al alcance del ser humano, de ese otro saber que resulta inaccesible. Y ante lo inaccesible, precisamente, el cine ocupa su lugar y Herzog se sitúa en el terreno que mejor conoce. Por esa razón, los mejores momentos de la película son los que muestran ese pulso infinito entre lo que se sabe y lo que se imagina, entre la mirada y la ciencia, entre la materialidad de las pinturas rupestres de la cueva de Chauvet y los cineastas/científicos que articulan teorías a partir de sus observaciones. En ese pulso hay auténtico cine. La cueva de los sueños olvidados constituye, por lo tanto, un documental de ficciones, un recipiente sobre el que fabular el pasado reconstruyendo, además, los límites de la experiencia de la mirada a través del retrato de un conjunto de extraños personajes que rayan lo surrealista, lo desquiciado e incluso lo patético. La mirada de Herzog sobre el mundo se articula inevitablemente a través de ese tipo de personajes, aunque en alguna ocasión, no solo en esta película, sea cuestionable un cierto tono de superioridad moral o intelectual con que el cineasta los mira.

La cueva de los sueños olvidados suponía un reto desde su mera concepción: la cueva de Chauvet contiene las pinturas rupestres más antiguas conocidas y permanece cerrada al público para garantizar su conservación, por lo que Herzog, con su película, se erige en la única puerta de acceso del mundo, la única vía de compartir y divulgar conocimientos, de experimentar ciertas sensaciones. La mirada de Herzog será la mirada del mundo, y esa responsabilidad, como la que tenían sus héroes exploradores de los 70 de mostrar al mundo los territorios todavía ocultos, es la motivación que impulsa las imágenes de la película. La fascinación con la que Herzog emprende la tarea se deja notar en la tranquila ansiedad con que la cámara recorre las rugosidades de la cueva, de tal manera que la necesidad de ver qué hay más allá se superpone a la fascinación que paraliza la cámara ante la contemplación de unos trazos cuyo poder de evocación es respetuosamente tratado por el cineasta alemán. Herzog siempre ha tratado mejor a la Naturaleza, o a las creaciones, que al propio ser humano.

Lo primero que sorprende, tanto al espectador como al propio Herzog, es la minuciosidad y la perfección de las pinturas, lo cual obliga a pensar necesariamente que deben de existir creaciones prehistóricas todavía más antiguas. La agilidad que se percibe en el trazo y la firmeza de las formas impiden pensar que los moradores de esas cuevas estuvieran cogiendo unos útiles de dibujo por primera vez, y que no dispusieran de antecesores que les hubieran instruido en los misterios ya revelados del arte del dibujo. No, no podían ser los primeros, y esa evocación consigue llevar al espectador más allá de unas imágenes que sugieren mucho más de lo que muestran. El grado de evolución de los dibujos, además, está acompañado de la sensación de multiplicidad, con formas y figuras que se replican en su integridad o en alguna de sus partes, como si hubieran cobrado vida y empezaran a moverse sobre la superficie de la cueva. Esa ilusión óptica de movimiento, además, está acompañada por la superficie curvilínea de la cueva, con las irregularidades, los entrantes y salientes que emplearon sus moradores para intensificar la sensación de imágenes en movimiento, como si estuvieran creando un proto cine que, tal y como afirma Herzog, adelantan cualquier invento artesanal precursor del séptimo arte. Así pues, el concepto metacinematográfico de la metodología del director alemán va más allá, y llega hasta el propio contenido de la obra, de tal manera que utiliza la tecnología 3D para trasladar la sensación de imágenes en movimiento que dibujan las concavidades de la cueva. El 3D se convierte en herramienta cinematográfica que permite hablar del origen del cine, de la necesidad del ser humano de trasladar sus inquietudes espirituales a través de imágenes cinéticas, alcanzando así los conceptos que el estatismo no era capaz de reproducir. La necesidad del cine ya estaba en la cueva de Chauvet, y Herzog se siente fascinado por ello.
Resulta cuestionable la idea de buscar una excusa para utilizar una nueva tecnología, como parece hacer Herzog (que no se declara partidario del 3D) con esta película, pero seguramente no quedará así para la posteridad, sino como una utilización ejemplar de una nueva herramienta, tal y como hizo Fritz Lang en los albores del cine sonoro cuando filmó M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931). Sin embargo, Herzog, aunque entiende el nuevo concepto de la mejor forma posible, no parece haber interiorizado con soltura sus posibilidades técnicas y, si bien las escenas interiores de la cueva generan una experiencia fascinante puesto que el nuevo recurso añade naturalidad y verosimilitud a las imágenes, las escenas exteriores presentan un 3D acartonado en el que la luminosidad del escenario revela sus deficiencias sin aportar valor a las imágenes de los extraños personajes entrevistados.

Por otra parte, desde el mero concepto de la película, Herzog construye una nueva paradoja que se añade a las que han ido jalonando su carrera a lo largo de los años. La cueva de los sueños olvidados se construye a partir de la premisa de la consagración de la materia, del respeto reverencial por unos objetos físicos (las pinturas rupestres) que son únicos, irreproducibles, y cuya preservación resulta fundamental. En ese carácter único reside su incalculable valor. Pues bien, Herzog reproduce ese preciado material a través del digital, un soporte fantasma, ya que se trata de simple contenedor de información sin ningún valor físico, reproducible al instante sin que exista posibilidad de distinguir entre el original y la copia. Para colmo, la filmación en 3D, que requiere del doble de información por cada plano grabado, banaliza todavía más la utilidad de lo físico. La materia se convierte en unos y ceros, de tal manera que cualquiera podría memorizar una película a la manera de los hombres-libro de Fahrenheit 451 (Ray Bradbury, 1953) para reproducirla posteriormente con absoluta fidelidad, sin distorsión alguna respecto a la obra original. La inquietud espiritual de los hombres de las cavernas, reproducida a través de lo físico, pasa a tomar forma lógica, conceptual, numérica. Si durante la prehistoria se fue gestando la primera forma lógica de comunicación (el habla, con sus códigos y reglas), la modernidad ha aprendido a crear su propio código para inmortalizar las imágenes. Del mismo modo que las palabras son inmortales, ahora las imágenes también son inmortales, sin degradación posible, y las pinturas rupestres de Chauvet quedan, por lo tanto, como reliquias de un pasado en formación, sobre el cual se fueron construyendo los códigos que soportan la civilización.

Herzog siempre se ha sentido cómodo explorando otras épocas y lugares, investigando la manera de adaptación a nuevos entornos, ya sean generados por viajes en el espacio (como el personaje de Aguirre en la selva amazónica) o en el tiempo (como el personaje de Bruno Strozsek recién salido de la cárcel). Para ello, como en otras ocasiones, también en La cueva de los sueños olvidados se sirve de lo raro, de personajes extravagantes cuyas miradas sobre el mundo son habitualmente descartadas de inmediato, pero a las que Herzog da voz para enriquecer la mirada unidireccional sobre el mundo, para definir desde puntos de vista heterogéneos, lejanos a las convenciones, una ontología de su propia realidad, de ese puzle mental del cual el cineasta se vale para dibujar las contradicciones de un mundo bipolar que solo es capaz de realizarse espiritualmente asumiendo nuevos retos y superando las propias contradicciones con preguntas que no pueden tener respuesta. Herzog revela su espiritualidad indagando en la espiritualidad de aquellos que nos precedieron.

 

© Faustino Sánchez García