El sueño de Ellis

El infierno del inmigrante

 

Reciclaje (o reinterpretación) del legado cinematográfico

No resulta para nada extraño que, durante el visionado de El sueño de Ellis (The Immigrant, James Gray, 2013), uno piense constantemente en las imágenes de películas como Lirios rotos (Broken Blossoms, David Wark Griffith, 1919) (1), América, América (America, America, Elia Kazan, 1963) o El padrino. Parte II (The Godfather: Part II, Francis Ford Coppola, 1974).La asociación no resulta caprichosa, pese a que pocas horas después de haber visto el filme en una sala me encuentro con una reciente entrevista concedida por el cineasta norteamericano a El Periódico, en la que este considera que su película“en realidad es una copia descarada de La Strada, de Fellini”.

El símil entre ambos filmes se me hace inicialmente algo extraño, pero conozco lo suficiente la inolvidable –aunque trágica– historia protagonizada por Zampanò (Anthony Quinn), Gelsomina (Giulietta Masina) y el Loco (Richard Basehart), y haciendo un poco de memoria no tardo en despejar cualquier atisbo de duda. Por un lado, los perfiles psicológicos y las profesiones de la protagonista, Ewa Cybulska (Marion Cotillard), y de sus dos pretendientes masculinos, Bruno Weiss (Joaquin Phoenix) y Emil (Jeremy Renner), en El sueño de Ellis, se asemejan notablemente a los que caracterizaban a los protagonistas del filme de Fellini; y por otro, el desarrollo de la trama, la tensión creciente entre estos personajes –un tradicional triángulo amoroso– y el sentimiento de tragedia inevitable que se cierne sobre el espectador conforme avanza el metraje también resulta extraordinariamente similar en ambas películas. Gray, definitivamente, dice la verdad.

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Como ya demostraban sus anteriores películas, el responsable de Two Lovers (2008) es uno de esos cineastas-cinéfilos con los que tan fácilmente se encuentra uno hoy en día. De hecho, lo verdaderamente difícil en la actualidad es encontrarse con una película que no esté trufada de citas y referencias por doquier. Pero hay quien exhibe descaradamente sus preferencias cinéfilas, haciendo alarde de una ostentación un tanto infantil, y hay quien, como en el caso de Gray, después de haber asimilado un determinado tipo de cine, procede a recrearlo, a integrarlo en el ADN de sus propias imágenes, de su propio discurso, sin tener la necesidad al mismo tiempo de apelar constantemente a los bajos instintos del espectador con cierto tipo de ocurrencias. En el cine de Gray, las asociaciones que pueden establecerse con el legado cinematográfico acostumbran a ser lógicas, pero en ocasiones estas también, por la perspicacia y sutileza de la puesta en escena del realizador, pueden llegar incluso a pasar inadvertidas.

En cualquier caso, las imágenes de El sueño de Ellis revelan constantemente la integra y humilde postura que mantiene el cineasta hacia su profesión, hacia el cine. Una actitud que destierra cada vez más cualquier atisbo de inclinación hacia el juego posmoderno –tendencia que en ocasiones puede llegar a ser irritante– que empaña los relativos logros de otros recientes filmes revisionistas –en un sentido histórico, genérico o dramático– como Django desencadenado (Django Unchained, 2012), de Quentin Tarantino, o Anna Karenina (ídem, 2012), de Joe Wright.

De Lirios rotos, Gray parece recuperar la definición del personaje femenino: Ewa Cybulska y la chica (Lillian Gish) que protagoniza el film de Griffith comparten su capacidad para expresarse con la mirada y una fragilidad aparente, así como una integridad moral y emocional casi indestructible. Rasgos que también se encuentran bien presentes en el personaje de Gelsomina y en la interpretación de Giulietta Masina en La strada (1954). La sencilla y transparente estructura narrativa de El sueño de Ellis, de talante universal, también es compartida por los filmes de Griffith y Fellini, así como la inevitabilidad trágica de la historia de amor y la minuciosa, y casi miserabilista, descripción de un ambiente marginal de extrema pobreza económica y moral, que parecen aproximar, antes que alejar, tres ambientes geográficos tan aparentemente diferentes (y separados por el tiempo) como el de un barrio del Nueva York de los años veinte (El sueño de Ellis), el londinense distrito de Limehouse de finales del siglo XIX (Lirios rotos) y los arrabales urbanos y entornos rurales de la Italia de los años cincuenta (La strada).

Por su parte, la minuciosa descripción de la vida en un barrio de inmigrantes en el Nueva York de 1921, y el cromatismo ambarino (u ocre) de la fotografía de Darius Khondji en el filme de Gray, remiten al trabajo con la luz de Gordon Willis y al diseño de producción de Dean Tavoularis, que tan importante rol desempeñaban en El padrino. Parte II. De hecho, si uno hace el esfuerzo de repasar los primeros minutos del filme de Coppola, se puede comprobar como, al igual que hace Gray, el cineasta italoamericano también asocia la llegada de los barcos con inmigrantes a la costa de Nueva York con la aparición simbólica en el horizonte de la Estatua de la Libertad (una imagen que se diría obligatoria en este tipo de relatos, pues Kazan también recurrirá a ella en América, América), y recrea con similar espíritu una situación y un escenario compartido por ambas películas: el control sanitario de los inmigrantes en la Isla Ellis. Tampoco parece ninguna coincidencia que, visualmente, las calles por las que se mueven tanto Vito Corleone (Robert De Niro) como Bruno Weiss, así como el diseño de los teatros o bares que frecuentan ambos personajes, sean tan extremadamente parecidos.

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En todo caso, en un aspecto concreto la comparación entre ambos filmes demuestra que los tiempos han cambiado irremediablemente. Si en el filme de Coppola la ostentación visual y la exhibición de complejos decorados eran fruto de la envergadura económica de la producción, en su película, Gray –quien pese a todo consigue la proeza actual de rodar en 35 mm– tiene que esforzarse continuamente en sacar el máximo rendimiento a un escueto presupuesto de tan solo 16 millones de dólares, y contentarse además con utilizar discretamente ciertas herramientas digitales (principalmente el matte painting) para terminar de aproximarse lo más fielmente posible  a su visión ideal de los escenarios en algunos planos generales de exteriores recreados previa y parcialmente mediante decorados de estudio.

Respecto al filme de Kazan, puede decirse que América, América termina justo donde El sueño de Ellis empieza; es decir, con la llegada en barco de los inmigrantes (griegos en el caso de Kazan, polacos en el de Gray) a, respectivamente, Long Island y la Isla Ellis, ambos espacios situados frente al puerto de Nueva York. Precisamente porque Kazan detalla de forma pormenorizada los acontecimientos que Gray no incorpora a su relato, ambos filmes se complementan a la perfección, y viendo el primero el espectador puede hacerse una buena idea de las peripecias físicas y emocionales pasadas por Ewa antes y durante su viaje en barco hacia Estados Unidos.

 

Una idea, un plano

Hace cierto tiempo –no tanto, de hecho– no era especialmente sorprendente que, de vez en cuando, algún crítico de cine aludiera en uno de sus análisis al viejo axioma de “una idea por plano”, en relación a una película cuya puesta en escena mereciera especial atención por su manifiesta densidad y coherencia. Una película con esos planteamientos no tenía por qué ser necesariamente una obra maestra, pero sí podía reflejar una cierta predisposición por parte de su realizador para hacer cohesionar debidamente todos los elementos de su filme. Por poner un par de ejemplos completamente diferentes, el catalán Llorenç Llobet Gràcia lo lograba con creces en su excepcional Vida en sombras (1948), y David Lynch también en su no menos apasionante Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986). En tiempos más recientes han compartido la misma premisa películas como la interesante Doce años de esclavitud (12 Years a Slave), de Steve McQueen, o la magnífica The Deep Blue Sea (2011), de Terence Davies. Claro está, se podrían mencionar decenas de filmes que han partido de una filosofía similar, aunque este enfoque estuviera mucho más extendido durante el período de cine mudo, o durante el conocido como período clásico del cine americano –que comprendería aproximadamente desde los inicios del sonoro hasta finales de los años cincuenta– que entre el grueso del cine que nos ha llegado a posteriori.

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Con El sueño de Ellis nos encontramos ante un raro ejemplar actual de este tipo de cine, en el que fondo y forma van cogidos de la mano en completa armonía durante todo el metraje, plano a plano, secuencia a secuencia. Se trata de un filme plagado de movimientos de cámara (travellings laterales, movimientos de acercamiento o alejamiento a uno –o varios– personajes, panorámicas que acompañan el movimiento de un actor por un espacio determinado e incluso abundantes y casi imperceptibles correcciones del encuadre cuando un actor se  mueve ligeramente en el plano o realiza un gesto casi de soslayo), que, por su sutileza y por su integración orgánica en el fluir del relato, pasan casi inadvertidos a ojos del espectador. Todos son importantes o esenciales por una u otra razón, desde la apenas perceptible corrección del encuadre que acompaña el fugaz gesto de una desconfiada Ewa al coger un punzón de carbón con el que se sentirá segura, protegida, al dormir por primera vez en casa de Bruno, hasta el travelling que se aproxima lentamente a la chica cuando esta, después de haber robado a una compañera y comportándose como un animal acorralado, se pega lastimeramente a una pared de la misma casa, sintiéndose al mismo tiempo avergonzada y desprotegida ante la agresiva actitud exhibida por Bruno cuando este le reprocha acaloradamente la falta de gratitud y de confianza hacia sus iguales que ha demostrado actuando de esa manera.

En la misma medida, cuando Gray decide alterar la angulación de cámara, para filmar a un personaje o un decorado en picado o en contrapicado, suele ser por una buena razón dramática o expresiva. Y, llevando todavía más lejos el rigor de su aparato formal, el cineasta demuestra que decidir filmar una situación en plano general, en plano medio o en primer plano, o provocar el cambio más leve en la modulación de la luz de una secuencia, puede afectar a la percepción global que el espectador tiene de la misma.

En definitiva, en eso consiste el lenguaje del cine, pese a que progresivamente hayamos ido acostumbrando nuestra mirada, tal vez de forma exagerada, a un desfile ininterrumpido(en cine y televisión) de imágenes uniformes, planas, sin relieve dramático alguno. Transcendence (Wally Pfister, 2014), un filme de ciencia-ficción estrenado recientemente, deviene ejemplar al respecto: pese a contar con un holgado presupuesto de 100 millones dólares, su realizador adolece, plano a plano, secuencia a secuencia, de una completa falta de imaginación para la puesta en escena. Pero el atrevimiento de un filme como el de Gray tiene un precio: desde su presentación oficial en Cannes 2013, El sueño de Ellis ha visto postergada su llegada a las pantallas un año entero, estrenándose al fin casi simultáneamente en parte de Europa y en Estados Unidos.

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Pongamos como ejemplo del rigor del filme la siguiente y elocuente secuencia: cercano el clímax dramático del relato, la protagonista, Ewa Cybulska, admite en el confesionario de una iglesia sus supuestos pecados: desde su llegada a Nueva York, Ewa ha robado, se ha prostituido, y se ha dejado manipular por Bruno. Un sacerdote escucha el relato de la muchacha, el cual finalmente revela una información ciertamente sorprendente y hasta el momento desconocida –para su interlocutor, por supuesto, pero también para el espectador y para el propio Bruno, quien con cierta sorpresa lo escuchará todo oculto cerca del confesionario–: unos hombres abusaron sexualmente de Ewa durante la travesía en barco que la conducía de Polonia a Estados Unidos. Los rumores extendidos por sus propios paisanos acerca de la baja condición moral de la chica destruyeron su reputación previa y condicionaron la rotunda negativa de las autoridades estadounidenses para admitirla debidamente en su país de acogida, viéndose obligada desde entonces por las circunstancias a prostituirse para sobrevivir y a luchar infatigablemente contra la posibilidad casi absoluta de ser deportada.

La posición de cámara, la escala del plano, la iluminación y la música que acompañan a tal momento insinúan que, en realidad, Ewa no se está confesando únicamente ante los hombres, sino con mayor probabilidad ante el mismo Dios. En un alarde de coherencia, pues vamos a asistir a una confesión, Gray decide filmar inicialmente a Cotillard en primer plano –decisión relevante en un filme en el que predominan con holgura los planos generales y los planos medios– y con la cámara situada en posición frontal y a la altura de la vista del personaje, para, posteriormente, y conforme aumenta la intensidad de su relato, pasar a modificar el ángulo de filmación a uno picado (o, si se prefiere, elevado), sugiriendo de ese modo ante quién realmente se está confesando Ewa. Esa impresión parece reforzarla todavía más la casi total ausencia en pantalla, salvo un breve instante al inicio de la secuencia, del sacerdote que atiende a la chica: de él solo escucharemos su voz, quedando reducida de ese modo la función del personaje a la de mero intermediario terrenal entre Ewa y Dios.

Además, el tono inicialmente íntimo y recogido de la escena se torna paulatinamente místico; en primer lugar, gracias a la especial sonoridad del Funeral Canticle de John Tavener (2), pero muy especialmente también gracias al perceptible cambio en la luz que se da en el interior del confesionario: al principio de la secuencia, Darius Khondji, el operador del filme, utiliza las sombras de un enrejado, proyectadas a espaldas de Ewa, para hacer coexistir la luz y las sombras en el espacio del confesionario, pero conforme alcanza el momento culminante de su relato, Ewa queda progresiva y definitivamente sumida en la oscuridad.

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El sueño de Gray                                                                              

Hasta la fecha, y tras veinte años en la  profesión, James Gray tan solo ha conseguido rodar cinco largometrajes y el piloto para televisión de la serie, a medio camino entre el drama familiar y el thriller, The Red Road (2014). Si bien el promedio no es el peor imaginable, pues se sitúa cerca del de otros compañeros suyos de generación como Paul Thomas Anderson (seis títulos en dieciocho años), Darren Aronofsky (otros tantos en veintiséis) o Wes Anderson (más productivo: ocho filmes en dieciocho años), lo cierto es que, hoy por hoy, nuestro cineasta parece quedar algo huérfano de un reconocimiento profesional a la altura de sus logros (las nominaciones y los premios parecen pasarle de largo), o, muy especialmente, de una apropiada respuesta de la taquilla a sus proyectos que pueda garantizar su futuro más inmediato. Con el paso de los años, la figura de Gray ha adquirido peso específico y se ha revestido de prestigio crítico, es cierto, pero, a pesar de todo, su carrera no parece despegar completamente. Cuestión de sangre (Little Odessa, 1994), La otra cara del crimen (The Yards, 2000), La noche es nuestra (We Own The Night, 2007), Two Lovers y ahora El sueño de Ellis le avalan como cineasta, son la demostración indiscutible de su talento, pero, desde luego, no son la prueba definitiva que necesitan los ejecutivos del Hollywood actual para dar luz verde continuamente a los proyectos de un cineasta que, aunque hasta la fecha no haya mostrado fisuras o altibajos cualitativos, no se ha mostrado capacitado en absoluto para oficiar un negocio rentable que pueda proporcionar beneficios a sus valedores.

Si hoy en día ni tan siquiera los más de cien millones de dólares recaudados –únicamente en Estados Unidos– por sendos filmes de Aronofsky como Cisne negro (Black Swan, 2010) o Noé (Noah, 2014) devienen suficiente garantía para garantizar la continuidad de la carrera de un cineasta, basta con echar un rápido vistazo en IMDb a la nimia recaudación de los filmes de Gray –la cual habitualmente no llega ni para cubrir gastos–, para cobrar conciencia rápidamente de la precaria situación de nuestro hombre en la industria norteamericana.

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Gray junto al director de fotografía, Darius Khondji, en el rodaje de «El sueño de Ellis»

Tal vez la suerte de Gray consiga resolverse, con mejor o peor fortuna, en caso de que el cineasta consiga llevar a buen puerto definitivamente The Lost City of Z, el relato de aventuras que tan afanosamente ha perseguido filmar durante los últimos años. Uno de esos proyectos fantasma –que tanto un buen día parecen tener luz verde como al siguiente ya no–, en el que se han visto involucrados nombres como los de Brad Pitt, Benedict Cumberbatch o Robert Pattinson. De llevarse finalmente Gray el gato al agua, nos encontraríamos ante un proyecto tan exótico como fascinante, con un punto de partida harto prometedor: el filme relataría las aventuras (supuestamente reales y documentadas) del obsesivo explorador inglés Percy Fawcett (3), desaparecido misteriosamente en el Amazonas en 1925, cuando lideraba una expedición cuya misión consistía en buscar por enésima vez la legendaria ciudad perdida de El Dorado. Tanto en los diarios que escribió el propio Fawcett, como en el relato periodístico que décadas después confeccionó el periodista David Grann, cuando investigaba las posibles causas de la desaparición del explorador, uno puede encontrar elementos muy afines al cine de Gray: la indispensable tensión dramática derivada de un individuo (excéntrico, si se quiere), que parece sentirse más libre cuando está en la selva rodeado de peligros que cuando está cerca de su familia; el conflicto que surge cuando los intereses particulares (de Fawcett) devienen contrarios  a los designios de una sociedad castradora (la victoriana); o la obsesión por alcanzar un sueño (encontrar El Dorado) aunque se tenga la sensación permanente de que la intervención invisible de un oscuro destino personal condena de antemano el empeño al fracaso. Con la participación de los nombres apropiados este podría ser incluso un proyecto capaz de revertir la suerte de los filmes de Gray en la taquilla. Veremos.

 

© Óscar Navales, julio de 2014

 

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(1)También conocida en castellano como La culpa ajena.

(2) Tavener (1944-2013), quien se convirtió a la iglesia ortodoxa rusa en 1977, compuso este tema de música sacra a raíz de la muerte de su padre. Quizá no sea ajena a la elección de esta composición en particular la condición de judío de ascendencia rusa del propio Gray.

(3)Aunque tan solo sea por lo entretenidas y sugestivas que llegan a ser, uno puede documentarse acerca de las peripecias del explorador tanto con la lectura de La ciudad perdida de Z: la última exploración de El Dorado (David Grann, Plaza y Janés Editores, 2010), como en A través de la selva amazónica (Percy Harrison Fawcett, Zeta Bolsillo, 2008).