Calamity

Virtud y errancia de una zagala

La rutina, la pereza y la pobre capacidad literaria de aquellos que nos dedicamos a escribir sobre las imágenes, nos lleva a adjetivar en lugar de a nombrar. Establecemos un muro de contención entre ellas y nosotros. Yo te invisto, te considero y te ordeno cómo has de ser aun a costa de negar la realidad y aun cuando existe la seria posibilidad de que tú, la imagen, me modifiques. Más allá de su envoltura, la imagen ejerce o promueve una acción, es decir, si reconocemos sus capacidades empezaremos a utilizar no solo adjetivos, también nombres y hasta verbos. Si las consideramos elementos sustanciales en lugar de otorgarles cualidades, las opciones y la calidad de los análisis se multiplicarán. Todo será menos inmediato, pero más conveniente y divertido. A Calamity (Calamity, une enfance de Martha Jane Cannary, Rémi Chayé, 2020) la podemos distinguir con el adjetivo feminista o por el contrario, aunque no sea incompatible, tenemos la posibilidad de vincularla a sustantivos como virtud y errancia. Pensemos en el rumbo que adquiere la escritura cuando, sin renunciar a los adjetivos, damos prioridad a los sustantivos.

Al asegurar que Calamity hace de la virtud y de la errancia conceptos operativos en la ficción y en la técnica, estamos abriendo la caja de Pandora etimológica. Usando virtud sin derivar de manera directa su función a virtuosa, asistimos a la evolución del lenguaje y de las sociedades. A la suma de procesos simultáneos y recíprocos por los que se moldean ambas realidades. Esto es, al trayecto que va de la raíz latina vir (varón) a la amplia relación cultural del sustantivo con la figura femenina. Hay una transacción secular, un valor de uso y de cambio en el lenguaje, un acto de cooperación y de generosidad donde la letra fluye entre géneros y pueblos sin remilgos. Que todas las virtudes cardinales, morales y teologales trasciendan las sociedades, las escuelas y los cultos hasta adquirir carácter femenino y vocación universal, no obedece a una conspiración para hacer de la mujer un ser dócil, puro y ejemplar, sino como emancipación del citado vir, del valor y del monopolio de la fuerza, de una potencia física, política y moral que no sabe de privilegios ni de gónadas. Mientras tanto, usando errancia conseguimos reunir en una sola palabra las circunstancias internas y externas de la protagonista: el viaje y el error. Errancia posee una carga semántica que favorece el vagar, hasta el punto de que Martha es incapaz de leer y seguir un mapa. Se dificulta así el establecimiento de una meta y la correcta llegada a término, pero dicha errancia geográfica y anímica es tutelada y corregida por la compañía de la virtud que, a modo de brújula, le otorga resuello y orientación.

 

Desde este punto de vista, la empresa de Martha no es discursiva. El cometido de la narración no es alcanzar y divulgar el feminismo, sino la virtud. Y una de las primeras etapas de la virtud consiste en traspasar el umbral de la idiotez. Algo que no se consigue ni por santos cojones ni por santos ovarios, sino asumiendo la ignorancia de partida y dejándose ayudar. Martha, a la par que Sasha en El techo del mundo (Tout en haut du monde, Rémi Chayé, 2015), posee la iniciativa, la voluntad, el afán, la rebeldía instintiva y el mérito de la pionera, pero sobre todo una conciencia nada cerril sobre su limitada capacidad. Conquistar el fuego, alumbrar la madurez, requiere exploración, aventura, paisaje, meteoro, resistencia, renuncia, descubrimiento, confianza, regreso, justicia, amistad y familia. Ni Sasha ni Martha tienen como objetivo leer a Julia Kristeva, ni siquiera luchar por el sufragio universal, solo sobrevivir a sus semejantes, a las inclemencias, a los accidentes y a lo animal. Martha, como toda errante, se sale del camino y yerra sin parar. Su propósito es llegar a Oregón y plantar árboles, levantarse por la mañana con las sienes altas y asearse. Sasha, recuperar el honor de su abuelo.

Calamity es un filme iniciático porque lo dice, de nuevo, la costumbre, el adjetivo que la crítica cinematográfica ha reiterado durante los últimos setenta años para referirse a este subgénero. Cuando tal vez sería más sugerente insistir con virtuoso. Martha ha de adquirir la virtud, el respeto solicitado que espera ser reconocido, la responsabilidad, el compromiso y el conocimiento para dejar de ser una lega, una novata o, en su derivada clerical, una novicia. Porque la virtud es una conquista humana del ánimo que se desdobla en la conquista material de la tierra. Reducir la acción de Martha a la cosmética del travestismo del pelo corto y los pantalones vaqueros es la mutilación de un poder que trasciende el desorden hormonal. Entiendo que a estas alturas el uso del término virtud, como puede suceder en otros contextos con el de bondad, honor, verdad y belleza despierte suspicacias, pero es un prejuicio que no me concierne.

Junto a la del relato, colaborando en su avance, convive otra dimensión de la virtud, del viaje y del fallo: la técnica. El tipo de dibujo y animación elegido por Chayé para sus dos largometrajes consiste en una adecuación nada obvia entre tema y formato. Acostumbrados a imágenes de animación tersas y de una perfección abrumadora, esta aparente torpeza del trazo y esta falsa inocencia del color resultan tiernas y apropiadas. En sentido figurado, dado que son intencionadas, podemos considerar estas imágenes como nuevas errancias que, al tiempo, nos recuerdan el fracaso estético y quizá no tanto comercial de la animación por captura de movimiento. De sus imágenes ortopédicas y siniestras, de su vana ilusión de corporalidad. Lo demostró Pixar manteniéndose fiel a la tradición clásica del dibujo a pesar de su avanzada capacidad tecnológica y se puede sentir aquí y en cualquier cartoon de televisión matinal. La virtud no debe confundirse con una acepción de virtuosismo preñada de complejidad. Tampoco con perfección moral.

La virtud brota durante el proceso de aprendizaje y en el acto de elección, en la decisión de qué estética adoptar. Virtud en la sencillez y en la equivocación, en la serenidad que nace obligada de la incertidumbre y la imperfección. La falta de límite, la invitación a crear, la muerte fermentada, la necesidad humana de superar obstáculos, de ir más allá. Este desbordamiento de un color que se resiste a ser adiestrado emparenta no solo con la construcción de un país, mas con nuestra naturaleza como especie, la que nos hizo sobrevivir y perdurar, la misma que mueve a las mujercitas de Chayé a contar historias, a modificar comportamientos y fronteras. En definitiva, a sembrar civilización. Niñas, mujeres, señoras, ¿qué y cuándo lo son? Y es que en estos dibujos reside otro sustantivo relacionado con la virtud, la técnica y el conocimiento: el rudimento. Perfiles dentados, imágenes primarias y movimiento entrecortado, discontinuidad, porque tal es el ritmo de la peripecia, tal fue el mecanismo azaroso de la evolución y, a día de hoy, del estado de la humanidad.

Igual que sucedía en El techo del mundo con Herbert Ponting y Frank Hurley, podría decirse que la estética de Calamity consigue una síntesis entre las pinturas de Frederic Remington, las obras pop de Billy Schenck y los fotocromos y postales norteamericanas color pastel de finales del siglo XIX. Sería una interpretación sin demasiado sustento. En esta paleta hay una originalidad que la distancia del intertexto aunque, dependiendo del momento, nos traiga a la memoria un dejo pictórico de la tradición culta oriental. En cualquier caso, frente a la tosca evocación de algunos filtros de la galería digital, Calamity resulta conmovedora porque no hay desperdicios de luz, porque se acerca a la visión y al tacto de la manualidad, al trabajo de un niño de preescolar, a la satisfacción sentida al recortar y pegar, al mar de ceras y las virutas de madera, a la esponja impresa, a la plastilina entre los dedos camino de ablandar. Estarcido, nervios de sombra, hebras de sol, cielos aborregados, praderas de irrealidad, grandes extensiones que encuentran en la brizna y en el grano su necesidad. Martha cabalga, arquea su torso al cielo y este le devuelve un lienzo musical, una lluvia de sprinkles y felicidad. Porque es ahí, a la altura del horizonte, en la transparencia de la noche, en el temblor del añil, en la miniatura del confeti dulce y las pepitas de oro donde el deseo se resolverá.

En el haber anímico de Calamity, esta dimensión estoica de la errancia y esta visión vitalista de la virtud, amén de la suficiente sinceridad para escribir a los personajes con sus debilidades y dobleces, incluida Martha, su padre pusilánime y su hermanita delatora. También una agradable sensibilidad para la emoción que puede recordarnos a la de su colega Sylvain Chomet. La decisión de seguir trabajando la correspondencia interna entre objetos y formas, así como las composiciones y los cortes de montaje a pesar de la libertad otorgada a la representación. Véase la magnífica planificación del cabello de Martha abriéndose a modo de garra en la secuencia del ataque del puma. En su debe, un diseño de sonido ramplón y un pulso irregular en determinadas secuencias de acción. Otra de las grandes esperanzas es que pueda despertar en el espectador la curiosidad, más que por los bonetes de Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010), por los westerns de David Butler o George Sherman y por el disfrute arrollador de Untamed (Henry King, 1955), uno de los referentes más sólidos escondido bajo los ejes del carromato.

 

© Roberto Amaba, abril de 2022